“Elvirita, se dice inaudito, no inaudo, es lo que en tono suplicante exclamaba un colega laboral a Elvira G., una íntima amiga de mi madre. Ambas estaban decididas a incordiar la vasta información académica del sujeto, para lo cual echaban a andar la creatividad de sus mentes traviesas; aún cuando a la triada le era propio el dominio del castellano, a la hora de aplicarlo en la redacción de oficios.
Y es que desde el mismo momento en que el fonema apareció en el planeta Tierra, la discusión sobre las características de su existencia se activó y, afortunadamente, aún no termina.
Por ejemplo, mientras el lingüista danés Ib Ulbaek afirma que el lenguaje —como lo conocemos en la actualidad— es el producto del continuismo de un sistema cognitivo que ya existía y funcionaba antes de la presencia de los seres humanos en el planeta; el estadounidense Noam Chomsky sostiene que el habla materna se adquiere de forma automática, por medio de principios inconscientes compartidos por todas las lenguas del mundo y por especificaciones particulares de estos, conocidas como parámetros.
A su vez, el psicólogo experimental canadiense Steven Pinker establece que el lenguaje es una habilidad emergida desde la necesidad de resolver problemas específicos de comunicación entre los cazadores y recolectores, que solamente le pertenece a los humanos.
Lo cierto es que en el mundo contemporáneo usamos frecuentemente nombres de cosas y personas, cuyo origen bien podría darles la razón a los tres teóricos al mismo tiempo, en virtud del barroquismo semántico que encierran y que pone en evidencia la crisis que subyace en la epistemología como rama de la filosofía.
El espectro de la nomenclatura que estas líneas quieren abarcar va desde aspectos tan frívolos como el origen de algunas marcas famosas, hasta otros más vanos aún, como el llamarse María Belén Moncayo; pasando por ciertos barrios de dudosa procedencia y llegando a la calle que el GPS señala. Allá vamos.
El conocimiento popular dice que las bebidas carbonatadas negras, como la Coca-Cola o la Pepsi, son inmejorables para destapar tuberías averiadas, ello explica a la perfección que la segunda haya sido inventada por el farmacéutico Caleb Davis Bradham, en Carolina del Norte (1890), como medicina para curar la disPEPSIa.
¡Vaya si necesité tomar una allá por 1998!, cuando un avión de Cubana de Aviación se estrelló en el aeropuerto de Quito, llevando como pasajera a la niña de 12 años con nombres y apellido idéntico al mío. Sin lugar a dudas, una noticia indigesta vista por mi treintañera humanidad en la televisión.
Empero, ni una jaba de la soda fue suficiente para curarme el empacho que me produjo en repetidas ocasiones ser confundida con la funcionaria pública y fiel devota del correísmo María Belén Moncayo Benalcázar, hasta por el mismísimo diario El Comercio, que publicó una entrevista a mi persona como directora del Archivo AANME, ilustrada con una fotografía de mi homónima.
Ahí no terminó la cosa: diferenciarme de ella —nuevamente— implicaba un problema semántico surrealista: mi segundo apellido es Correa.
¿Quién le pone los nombres a los barrios?, me pregunto todos los días al revisar la crónica roja para actualizar la lista de los feminicidios en el país. Y es que no puedo creer lo que mis ojos leen: “Barrio Voluntad de Dios pide seguridad”; un oxímoron que nos nombra como sociedad.
Como también me perturba saber que en el Ecuador contemos con la calle Fray Bartolomé de las Casas, en al menos tres ciudades: Cuenca, Ibarra y Quito, todas con el poder histórico de contradecir con solvencia a este fraile español, cuyos relatos hiperbólicos sobre los pueblos originarios de América los infantiliza vergonzosamente.
¿Será por todo esto que no me gusta la Pepsi? No lo sé. Mi narcisismo se reconforta —por ahora— al saberme viviendo en la calle La Niña, porque eso le recuerda al universo que María Belén Moncayo hay una sola, que por eso en el colegio era “La Moncaiba Chiquita“; y que asignarle nombres colonialistas a nuestro imaginario andino es inaudo.