A principios del siglo XVIII, el escritor británico Samuel Jhonson expresó que “la curiosidad es, en grandes y generosas mentes, la primera pasión y la última”.
Sin embargo, a medida que evolucionamos, como humanidad nos jactamos de conocerlo todo; y si algo no conocemos, para eso están los especialistas que tienen por misión saber lo que el vulgo ignora. Por si fuera poco, tenemos a mano los motores de búsqueda de internet, programados para contestar, en segundos o milésimas de segundo, las preguntas más complejas. ¿O disparatadas?
Tan elevado grado de saber provoca que perdamos la capacidad de asombro, de sentir curiosidad por descubrir o explorar. Ignorar algo es vergonzoso y puede ser interpretado como síntoma de inferioridad intelectual. A medida que los niños crecen pierden la capacidad de sorpresa y asombro; y si llegan a hacerlo tratan de ocultarlo. Lo único que importa es que sepan contestar, mejor si es de memoria. Preguntar, por el contrario, es síntoma de falta de inteligencia y torpeza.
Las culturas arcaicas y ancestrales asociaban la curiosidad y la capacidad de asombro con un alto grado de sabiduría. Desde esta visión, el lenguaje simbólico que encierran los mitos, por ejemplo, se consideraba una expresión mental elevada que solo tenía cabida en seres humanos superiores y desarrollados.
![]() | RECOMENDAMOS Mi niña interior y mi padre |
Es en los últimos siglos que dichas tesis se trastocan, como consecuencia del avance de la Iglesia Católica en la conquista de almas y territorios. A menos que los mitos y su lenguaje simbólico se ligaran a su fe y dogmas. Desde entonces, estas manifestaciones mentales pasaron a considerarse fútiles e innecesarias para mentes brillantes, dedicadas a asuntos importantes como el desarrollo y construcción de complejas maquinarias.
En consecuencia, nos hemos transformado en ejércitos de autómatas que damos valor a las cosas en la medida en que nos son útiles para usarlas o manejarlas. Mientras, se nos hace difícil conectar con la imaginación y la creatividad. En contadas ocasiones abandonamos la repetición de las mismas historias, pautas y argumentos porque en ese terreno conocido nos creemos seguros y eficaces.
A esta seguridad la consideramos nuestra realidad. Sentimos orgullo de lo capaces que somos de ser realistas y de nuestra gran habilidad para movernos dentro de ese territorio que hemos construido a nuestra justa medida y necesidad.
¿Existe la posibilidad de escapar de ese realismo?
Aún más, ¿somos conscientes de que es necesario escapar?