Cultura urbana

Memorias de la escena ‘under’ en Quito

rock quito under
Ilustración: Juan Fernando Suárez.

Empecé a caminar por las calles del subterráneo quiteño a los trece años, cuando pasaron tres cosas estructurales en mi biografía: llegó mi primer casete de punk, formé una banda y asistí a mi primer concierto. Era el año 1996, inicié mi banda con un compañero del colegio, cuyo hermano mayor escuchaba metal y punk, y me permitió grabar un casete con los discos Primera dosis de la banda peruana Narcosis en el lado A, e Ilegales, primera placa homónima de los españoles, en el lado B. 

Con el hermano mayor de mi compañero también fuimos a varios conciertos en una sala que cambiaría la historia del ‘under’ local: El Sótano, un espacio que consolidó una escena desperdigada en barrios, peñas y eventos colegiales, pero que latía desde los años setenta.

La escena del rock en Quito, sin embargo, tiene mucha historia previa. De sur a norte, varios sectores de acogieron a grupos y pequeñas escenas que se presentaban en barrios como El Calzado, donde empezó la banda de punk Enemigo Público, Chimbacalle, donde nació Mortal Decisión y su hardcore que vio la luz en el festival El Muro, las “Puteadas de fin de año” en La California, evento donde se formó “El Parche punk” y empezaron grupos como Antipatikos, o los eventos de la Quito Norte, donde tocaban no solo bandas de rock, sino también de hip hop.

Cada microescena se desarrolló en un sector, lo que causó una división que aún se siente en la capital: la de sur y norte. Esta segmentación social fue la manifestación de una visión mediante la que se entendía a la gente del norte como la clase alta y a la del sur como la clase baja, lo cual llegó al punto de no permitir que tocaran bandas que no pertenezcan al barrio organizador del concierto: si eras de La Ofelia, por ejemplo, no podías tocar en los conciertos de El Calzado, y viceversa, profundizando así una brecha que no promovía la unificación del movimiento.

El cantante de Enemigo Público, Tino Enríquez, comenta al respecto en el documental Viva el PunQ

Estas pequeñas escenas, tras varios años de sostenerse en células barriales, crecieron y necesitaron espacios más grandes. En ese contexto, el gestor cultural José Luis Terán, junto a su familia, levantó un negocio que ya venía de un proceso anterior: la sala de eventos El Sótano empezó siendo tienda de discos, luego se amplió a sala de ensayos y después exploró la etiqueta de sello discográfico, donde grabaron bandas representativas del ‘under’ local, como Mortuum, cuya propuesta de black metal fue pionera en Ecuador, Chancro Duro, que aún hacen grindcore y se autodenomina la banda más morbosa de la capital, o N.Ch que, de acuerdo con la plataforma Vice, es la banda más odiada del ‘under’ quiteño, quizá por hacer punk sin ser punkeros, por ser conocidos como los Sex Pistols del sur, sin ser del sur, o por canciones como “Todos me valen verga”.

En la primera mitad de los noventa, Terán ya era reconocido como un activo productor de eventos en sedes barriales, tal como se aprecia en este testimonio: 

“Antes que aparezca El Sótano como sala de conciertos, se inició a principios de los noventa una horda de bandas que fueron verdaderos aportes para la escena local, con ellos orgullosamente trabajamos en decenas de eventos, en distintas sedes sociales y pequeños locales en todo Quito y el país. Eran y son bandas que no necesitaban comparaciones, ya que eran y son lo mejor de la escena nacional. Esta comunión que existía entre las bandas y el público hacía que cada concierto fuera un ritual al que se esperaba con ansias, un fascinante encuentro entre iguales”. 

Y así como organizó eventos nacionales, también fue responsable de traer a bandas internacionales, como Masacre o BSN, de Colombia, gestión lograda gracias a la edición de su fanzine Contaminación, considerado por el público local como una pieza de culto en la historia del rock subterráneo. 

A partir de ese medio, Terán promocionó el trabajo de bandas nacionales y dio a conocer al público ecuatoriano agrupaciones internacionales: “empecé a cartearme con varias bandas, sellos y fanzines, muchas respondieron, otras no”, dice al recordar la primera edición de Contaminación, lanzada en 1991.

Portada fanzine Contaminación 1. Archivo de Francisco Castellanos.
Afiche del concierto de Masacre, de Colombia, de 1991. Imagen: archivo personal.

La represión fortaleció al movimiento

La década de los noventa se caracterizó, entre otras cosas, por la represión a los roqueros, sobre los que pesaba un estigma social basado en el desconocimiento: se los relacionaba con la violencia, la maldad, el satanismo. En uno de esos episodios, ocurrido en marzo de 1996, según relata el periodista cultural Pablo Rodríguez en el artículo “La tarde de las melenas caídas”, publicado en el diario El Telégrafo, un operativo militar y policial apresó a quienes asistieron al concierto de la banda mexicana de death metal Cenotaph, que se iba a presentar en Ambato.

La historia se cuenta en varios medios digitales y artículos de prensa; algunos músicos y gestores de la escena nacional estuvieron ahí, como Igor Icaza, que para aquel año ya era baterista en bandas como Sal y Mileto y Ente, o Edgar Castellanos, integrante de Mamá Vudú y miembro de la organización del Quitofest.

Ambos recuerdan el salvajismo con el que fueron tratados por los uniformados, que golpearon, desvalijaron y cortaron el pelo a los asistentes, e incluso en algunos casos, llegaron a hacérselos comer: “cada vez que tengo que hablar de esa mierda, (…) hasta me duele la panza. Llegaron, como si se tratara de una redada antiterrorista, por lo menos seis camiones de militares, dando tiros al aire. Una huevada espeluznante. A mí me pegaron varias veces, nos requisaron en calzoncillos, nos humillaron” dice Icaza, quien evoca, indignado, aquel episodio.

Sumado a este, existen otros testimonios al respecto en el documental La movida underground (1996), de Francisco Cevallos y Mateo Herrera.

Esta persecución no fue un hecho aislado. Meses después subió al poder Abdalá Bucaram, quien, luego de bailar el “Rock de la cárcel” en su campaña electoral y dedicar dicho acto a los roqueros, declaró, en cadena nacional la abierta persecución a lo que él denominaba “procesos culturales que deben ser desterrados de nuestro país”. 

A pesar de aquellas intimidaciones, represión y prejuicios, la escena quiteña en la década de los noventa se consolidó y se vio marcada por la intensa actividad de las contraculturas, que parecieron fortalecerse con el rechazo de la sociedad. Luego de dos décadas de estar relegado a células barriales, peñas y kermeses colegiales, que acogieron a este tipo de conciertos con recelo, el movimiento subterráneo pasó a un espacio en donde se centralizó su propuesta, en un enorme sótano en el centro de la ciudad. 

De sedes barriales a El Sótano 

Cada fin de semana se encontraban cientos de pelilargos y punkeros en un mismo espacio, la Carrión y 12 de Octubre, dentro de un enorme y alargado galpón de paredes desgastadas, pintadas de azul y blanco, bajo un cielo raso falso, piso de parquet y una enorme tarima a la que se subieron las bandas más significativas de aquella época, y que, en algunos casos, son referentes de la escena local en la actualidad. 

Este espacio, llamado El Sótano, fue un lugar de encuentro, en donde la gente del sur se juntó con la del norte, los metaleros convivieron con los punkeros y las distintas escenas desperdigadas en toda la ciudad vieron un punto estratégico para poner el cuerpo: “El Sótano logró que el público se consolide. La escena del subterráneo, la infraestructura, el sonido, hicieron que el público se ordene. Veníamos del maravilloso caos de las sedes sociales, pero era momento de poner en orden tanto descontrol”, comenta Terán.

De nuevo, quisiera mencionar al documental La movida underground, ya que es uno de los pocos productos audiovisuales donde quedó registrado este local; ni el mismo José Luis tiene fotos o videos. Eran otros tiempos, días análogos en los que las cámaras, internet y los celulares eran una realidad lejana. 

El Sótano fue un sitio de encuentro e iniciación. Varios jóvenes empezamos nuestro camino en el rock dentro de sus instalaciones, y nos enamoramos para siempre de la energía del subterráneo en sus conciertos. También empezaron bandas de la talla de Basca, que entraron a este escenario siendo desconocidos y, algunos años después, forjaron una carrera enorme. Otra de las bandas recordadas que tocó allí fue Sal y Mileto; su baterista, Igor Icaza, recuerda a este espacio como el causante de una importante consolidación:

“No había lugares donde te pudieras tomar una cerveza y ver un concierto. El Sótano consolida eso. Su ubicación céntrica permitió que la gente de toda la ciudad se uniera. El Sótano fue producto de la necesidad, fue un espacio emblemático. Ahí toqué con Obertura, lo que era Ente antes de llamarse así, y, recuerdo entre tantas anécdotas, que por un malentendido de tragos llegamos a los puños entre Sal y Mileto y Chancro Duro, pero el lío terminó en un apretón de manos y una amistad aún vigente”.

Luego de apenas un año de funcionamiento, El Sótano cerró sus puertas en 1997, pero ese tiempo fue trascendental para la identidad de la escena roquera. Al crecer y consolidarse, se abrieron ramificaciones en el ‘under’ local. Surgieron entonces roces entre metaleros y punkeros, división entre el sonido de los diferentes géneros, batallas entre bandas y un sendero ideológico que separó escenas y ocasionó una siguiente oleada de salas de conciertos.

El Eskondite del punk 

Una vez consolidada la escena underground en Quito, cada “tribu” tomó rumbo propio. Se diversificó la escena, la oferta musical aumentó, en cierta medida, gracias a las tiendas de discos piratas y las personas fueron construyendo identidades marcadas con rituales, estética e ideologías propias. Así, se volvió a fragmentar la escena, ya no por barrios, sino por tendencias musicales. Los black metaleros se separaron de quienes oían thrash, death o heavy, el punk se enemistó con el metal, lo alternativo se alejó de lo extremo y aparecieron grupos neonazis.

La gente interesada en el punk encontró varios huecos, como El Eskondite, que en 2001 abrió sus puertas en el barrio La Mariscal. A decir de su dueño, Darwin Villalba, vocalista de la banda Sinikoz, esta fue una casa de resistencia donde se difundió arte y contracultura. No se limitó a presentar conciertos, sino también organizó exposiciones, funciones de teatro o cine foros.

Entrada de El Eskondite. Fotografías: cortesía de Alejo Cruz.
Mural y fotografía de Alejo Cruz, en la entrada de El Eskondite.

En este espacio, cada quince días se cocinaba una enorme olla solidaria que se repartía a personas en situación de calle, también fue albergue para viajeros, activistas y músicos no residentes en Quito. Entre sus paredes hubo muchos mítines políticos, y era base para planificar acciones de protesta pacífica, movilizaciones y lucha social. “En ese entonces estábamos en la lucha contra el ALCA y el TLC”, recuerda su propietario, quien siempre abrió las puertas para propagar el mensaje social.

“El Eskondite siempre tuvo una filosofía ácrata, relacionada con el anarquismo”, continúa Villalba, quien planteó un espacio donde todos podían expresarse tanto en pensamiento como a partir de acciones, siempre que no fuera a través de la violencia o irrespeto hacia el otro. Incluso, acogió a consumidores: “El Eskondite era un espacio de libre consumo de sustancias, de cualquier sustancia, siempre que no jodas a los demás, podías hacer lo que quisieras”.

En este espacio también se gestionaron conciertos internacionales, como los de las bandas venezolanas Apatía No, Los Dólares y Doña Maldad, o los españoles Eskupe, y bandas centrales del punk local, entre ellas, Antipatikos, Desalmados, Juana la Loka, Soluka punk, V.HP, Los Puntas, Anónimos, entre otras. 

En El Eskondite “hubo conciertos todos los fines de semana, durante un año”, a decir de Villalba, y, según el cantante y bajista de la banda Antipatikos, Diego Maestre, “fue un espacio donde se dio el boom de toda la movida punk, que se concentraba ahí a diario. Fue un lugar súper chévere, donde se sentía muy a gusto tocar, pero se cerró porque apareció la división con los skinheads: la situación se puso problemática y cada concierto terminaba en pelea. Pero fue una buena plaza de difusión de varias bandas del movimiento”.

A pesar de la camaradería que se respiraba en el bar, y que se siente en el documental Adjetivo adverso: el punk frente a la modernidad, del realizador audiovisual y guitarrista de V.HP, Adrián Aguilar, la energía de este sitio era pesada. Al entrar se sentía un ambiente tenso, marcado por la división de la escena, ya que en esa época se habían desarrollado varios “parches” de punks, en sectores como La Ofelia, California, La Gasca, la pista de la Carolina o gente de barrios del sur como El Calzado, la Rodrigo de Chávez o Chimbacalle.

Todos ellos, sin embargo, estaban hermanados contra los llamados skinheads fascistas o grupos neonazis que aparecieron a inicios de este siglo en Ecuador, cuya ideología hitleriana tomó tintes sudacas y nacionalistas. 

Esta enemistad creció a niveles delincuenciales y forzó la clausura definitiva de El Eskondite, cuando durante un concierto de la banda Los Dólares, algunos skinheads entraron al recinto y apuñalaron al cantante del grupo Soluka Punk. 

El concierto tuvo que detenerse porque las lesiones del muchacho lo dejaron gravemente herido en el centro de la pista del pogo, sobre una perturbadora piscina de sangre que varios asistentes, entre ellos, el baterista de la banda Desalmados, Pablo Mora, Darwin Villalba, Diego Maestre y tantos otros personajes de la escena punk local, recordamos. 

A raíz de este episodio, los altercados fueron haciéndose cada vez más violentos, dejando como saldo heridos, muertos, detenidos, locales destruidos y clausurados.

Ceremonias de la destrucción: La Mazmorra

En lo que se refiere al metal extremo, la facción black metal se caracteriza por una mística relacionada con la espiritualidad y lo oscuro. En ese género, la sombra de bandas noruegas como Mayhem o Gorgoroth se ha convertido en punto referencial para la actitud, estética e ideología del movimiento. Su propuesta ideológica tiene que ver con el satanismo y el culto al individuo y la naturaleza.

La Mazmorra apareció alrededor de 2006, para dar cabida a los seguidores de la filosofía black metal en Quito. Este era un espacio de intensa carga energética, ubicado en una casa antigua del Centro Histórico; había que bajar unas gradas y llegar a un lugar que daba la sensación de ser una catacumba e, irónicamente, se asentaba frente a un templo de adoración cristiano.

Entrada de La Mazmorra. Fotografía: Andrés Utreras (ASUE).

La filosofía satánica de su dueño contrastaba con lo que sucedía en el patio de enfrente, donde estaba dicha iglesia, pero esto no impidió que se organizaran decenas de conciertos de manera espontáneamente, pues La Mazmorra no era un bar sino un espacio ritual y de adoración que se abría sin previo aviso y al que podías entrar solo con invitación. 

Leo Gudiño, conocido como Chicho, baterista de la banda Grimorium Verum y Zidiz, cuenta que de repente entraba una llamada del dueño, quien ha preferido mantener el anonimato, para informar que aquel fin de semana iba a abrir La Mazmorra, y que les esperaba como público o como banda, y así se daban los conocidos “necro conciertos” dentro de un espacio que varios recordamos por su intensidad y lo pesado de su atmósfera.

Era un ambiente denso, con pocas mesas repartidas a lo largo de un extraño y tétrico túnel, que era la forma de su instalación. Acogía a metaleros que asistían, más que a un concierto, a una ceremonia sombría, marcada por el consumo de drogas, amanecidas y el repetitivo mantra oscuro que caracteriza al sonido black metal. 

El espacio estaba decorado con obras de su dueño, quien fabricaba ángeles caídos con papel y yeso, y ambientaba las paredes con ilustraciones de seres demoníacos. Las bandas que allí tocaron eran únicamente de black metal, y el público era purista y difícil. Si alguna agrupación mezclaba géneros, inmediatamente llegaban chiflidos e insultos desde las mesas.

Este lugar, más que una sala de eventos o un bar, era considerado también por su dueño como un centro ceremonial. Quienes entramos recordamos su energía intensa, su coherencia entre estética y pensamiento y la sombría actitud tanto de su dueño como de sus asistentes. Los problemas constantes con la comunidad religiosa vecina forzaron su cierre definitivo.

Aquí y en todo el mundo

Las salas de conciertos son espacios importantes en la historia de las distintas escenas musicales a nivel mundial; son núcleos de identidad y resguardan testimonios que dan estructura a movimientos contraculturales. Existen salas icónicas alrededor del planeta, que han visto pasar a gigantes del rock internacional y ahora incluso se presentan como museos, puntos turísticos o sitios de peregrinación para aficionados. 

Las más disímiles escenas han contado con un espacio donde han establecido su ideología y consolidado su presencia géneros musicales como el punk, black metal, post punk, hard rock, etc.

Algunos ejemplos internacionales son The cavern, cuna de los Beatles antes de que llenen estadios y se retiren de los conciertos por los alaridos del público que no les permitía oír sus propios instrumentos, el Hammersmith Apollo, por cuyo escenario pasaron grandes como Rolling Stones, Queen, David Bowie o Motörhead. The Factory, la de Tony Wilson, donde se gestó el post punk londinense, con bandas como Joy Division, y también la Factory de Andy Warhol, donde tocaban los neoyorquinos Velvet Underground. El Whisky a go go, donde The Doors fue expulsada por la polémica idea de querer fornicar con la madre o el reconocido CBGB, espacio neural en la formación del punk, donde tocaron bandas que nadie más quería oír en la época, como The Ramones, Dead Boys, The Stooges, New York Dolls, Patti Smith y un larguísimo etcétera.