Gerardo, un conductor de taxi muy amable, me recogió en el hotel de la capital colombiana al que llegué el sábado 3 de diciembre. Al subirme me llamó la atención que pusiera rock en la radio, y es que viajar una tarde soleada, acompañado de “The Man Who Sold the World”, de Nirvana, me hizo sonreír, mover la cabeza, y prepararme para lo que estaba por sonar durante los próximos días.
Tenía unas latas de cerveza en la mochila y le pregunté si podía tomarlas mientras me transportaba. Gerardo me miró y dijo: “Claro, tómese las que quiera. Acá usted puede tomarlas hasta en la calle. Que los policías no lo joden”, deduciendo por mi acento que no era colombiano y que posiblemente en mi país, Ecuador, sí existía alguna restricción al respecto.
Por la dirección a la que iba, me preguntó si mi destino final era el Rock al Parque. Emocionado con la música y el buen ambiente, le respondí que sí, y me contó que él y sus amigos solían ir cuando eran más jóvenes, que tenía una banda de rock y tocaba la guitarra en varios bares de Bogotá. Que solía ir a las manifestaciones para rechazar políticas de derecha. Que armaba pleitos contra los poperos o los posers que —según él— usaban camisetas de Metallica o Nirvana y no conocían ni dos álbumes de sus repertorios… Pero, a diferencia de esos años, ahora ríe de lo ridículo que fue menospreciar los gustos musicales y la vestimenta de los demás.

Poco a poco fue alejándose de esa vida de trasnochadas, bohemia y rock and roll, dice él. Venía de una familia tradicional, y sus padres querían que fuese policía. Sin ningún reparo, Gerardo les dijo que no tenía problema en hacerlo. Aunque, ahora que lo menciona, remarca que solo lo hizo para satisfacerlos.
Entonces, Gerardo estudió en la academia policial, se graduó, siguió varios cursos, pero nunca abandonó su verdadera pasión por el rock and roll. Le pregunté si alguna vez tuvo alguna contradicción o dificultad al ser un elemento de la fuerza del orden y, a su vez, un rockero que en su momento usaba el pelo largo. Dijo que no y, mientras dejaba escapar una pequeña carcajada, añadió que la policía siempre mantendrá prejuicios contra el ala rockera de la sociedad, pero que su corazón (el de Gerardo) siempre permanecerá del “lado oscuro de la luna”. Reímos.
“Que le vaya bacano. Salte hasta más no poder”, me dijo al despedirnos, no sin antes contarme que espera llevar a su hijo de catorce años a alguna de las próximas ediciones del Rock al Parque.

Al llegar a mi destino, se asomó frente a mí un gran espacio verde, subdividido en varios parques. Y es que el Parque Simón Bolívar es eso, un mega parque conformado por varias áreas recreativas. Se podía observar a varias personas con chalecos del staff organizador y elementos policiales ayudando a cruzar a peatones y asistentes al festival, ya que las calles que rodean el parque tienen carriles amplios y es difícil pasar de una vereda a otra.
Un chico en muletas no mayor a viente años llevaba un cresta punk de color morado, botas de cuero negro con pequeñas cadenas, una chaqueta de cuero y jean llena de parches de sus bandas favoritas y hombreras con spikes que completaban su outfit para la cita musical que estaba apunto de ocurrir en Bogotá.
La historia del festival
Los inicios del Rock al Parque se remontan a 1995, cuando Mario Duarte, cantante del grupo de rock La Derecha, el publicista Julio Correal y Berta Quintero, subdirectora en ese entonces del Instituto Distrital de Cultura y Turismo, se propusieron montar un festival que albergue diversas expresiones musicales de su país y el extranjero, con el fin de convertirlo en un encuentro de la juventud en Bogotá. Lo lograron y desde entonces se replica año con año.
La primera edición se realizó entre el 26 y 29 de mayo y tuvo varias sedes, entre ellas, el Estadio Olaya Herrera, la Media Torta, el Parque Simón Bolívar y la Plaza de Toros La Santa María, siendo esta última donde se cobró por única vez la entrada al festival: desde 1996 es un evento gratuito, que cuenta con el apoyo de las autoridades de Bogotá y el sector privado.
En la primera edición se presentaron artistas de renombre, como Fobia de México o Seguridad Social de España, pero sus grandes protagonistas fueron las bandas colombianas Catedral, La Derecha o 1280 Almas (que tocó en esta decimosexta cita, el domingo 4 de diciembre).

Entre otras agrupaciones bogotanas, se puede destacar la presencia de Aterciopelados, banda que ha sido embajadora de la cultura colombiana en todo el mundo y un gran exponente en los inicios del festival.
El Rock al Parque fue declarado Patrimonio Cultural de la Ciudad en 1998, y es uno de los espacios culturales más importantes de Colombia no solo por exhibir a bandas que llegan desde diferentes latitudes, sino por la amplia gama de propuestas musicales bogotanas. Ha sido además un motor que impulsa espacios que esperan llegar a esa magnitud en la región y un referente en el que se fomenta el acceso libre a una industria musical bogotana y nacional que cada año se encuentra más ávida de sonar en los oídos de sus habitantes.
Pensar en el Rock al Parque es pensar en una oferta para que la ciudadanía conozca bandas emergentes de Bogotá y Colombia. Permitir que esas expresiones musicales tengan cabida en una agenda pública que recibe a miles de personas. Significa dar la oportunidad a quienes no pueden costearse una entrada para escuchar a una banda internacional que posiblemente solo se presentará en ese escenario de aquel país.
También se puede pensar en que el festival reduce la brecha en el acceso a espectáculos culturales, de los cuales muchos sectores de la sociedad han sido marginados por sus gustos o escaso poder adquisitivo. Se trata de un festival para la gente. De Bogotá pa´l mundo.
Así llegué al Rock al Parque
A inicios de 2022 me propuse visitar Bogotá y sus emblemáticos lugares, pero me faltaba algo adicional que me motive a agarrar mis maletas y aventurarme. Entonces vi un anuncio en redes que me deslumbró: “Rock al Parque vuelve este año”, después del alto obligatorio durante la pandemia de covid-19. Era la señal, lo que terminó por convencerme.
Ahorré lo suficiente. Esperé los anuncios de las bandas confirmadas, organicé un itinerario y me fui a vivir esa experiencia que tendría lugar entre el 26 y 27 de noviembre y el 3 y 4 de diciembre. Cuatro fechas de las cuales yo asistiría a los dos últimas. Un momento que había soñado desde que vi por primera vez en YouTube la presentación de Manu Chao, frente a miles de personas coreando sus canciones y bailando a pesar del intenso frío que recorría aquella noche de 2006, según varios comentarios de los asistentes al concierto.
Mucha gente me decía: “Si vienes a Bogotá, te gusta la buena música y quieres echar parche. Rock al Parque es tu lugar”, y, claro, no mentían.

Entre las tres de la tarde, un grupo de policías y civiles se encarga de requisar armas o drogas en el ingreso al festival durante el tercer día. La requisa transcurrió rápidamente, sin que obligaran a nadie a quitarse los zapatos o entregar correas, aunque en la fila de mujeres alcancé a escuchar a una chica discutir con la policía que le pedía que entregue su cinturón. A lo que ella respondió respetuosamente que no, porque, además de ser parte de su vestuario, su correa servía para algo obvio: sujetar sus pantalones. Luego la dejaron pasar sin problema.
Una vez dentro se destacaba el escenario principal, ubicado en el medio del complejo, con un potente sonido que hacía vibrar las cadenas de las botas de un joven punkero que ingresó delante mío. El color negro de las chaquetas predominaba junto al sol, pero los coloridos peinados y esos corazones inquietos por saltar y cantar su canción favorita pintaban la experiencia de esa tarde.

Por ser mi primera vez en el Rock al Parque quise recorrer sus tres escenarios. Encontré una carpa negra que resaltaba por su nombre: Radioacktiva, la marca de una emisora local que estampaba el diseño representativo de cada fecha del festival. Una actividad llamativa, si tomamos en cuenta que era gratuita, siempre y cuando uno lleve su prenda, ya sea una camiseta, pantalón, chaqueta o buzo.
Esto se destaca puesto que, por cada una de las cuatro fechas del festival, existía un diseño único que representaba aquel día y las bandas que tocaban. Es decir, te llevabas cuatro diseños representativos de recuerdo.
El festival además fue transmitido en vivo por los medios públicos de la ciudad y en plataformas digitales, para que lo disfruten desde cualquier parte del mundo.
Le pregunté a un encargado de la limpieza sobre la cantidad de baterías sanitarias que había en el recinto. Me comentó que existían 235 distribuidas en diferentes sectores y cercanas a cada uno de los tres escenarios en los que se presentan simultáneamente varios artistas. Es decir que podías ir al sitio más cercano al escenario de tu preferencia, sin necesidad de hacer filas interminables ni de perderte alguna presentación. Sin duda, un punto a favor para quienes asistimos a eventos en vivo.
Mi barriga rugía al ritmo de la banda de punk, metal y rap estadounidense HO99O9 (Horror), la misma con la que me topé en la fila de migración del Aeropuerto El Dorado, de Bogotá. Decidí comer algo. Pasé por el Escenario Lago de Radiónica y luego por el Escenario Bio, donde Bersuit Vergarabat iba a presentarse en pocos minutos.
Lo primero que me saltó a la vista fue la piscina de lodo que se formó luego de la lluvia previa al espectáculo. La gente la rodeaba al principio, pero luego dejaba de importarle y se juntaba cada vez más alrededor del terreno lleno de charcos.

Recuerdo algunos comentarios en redes sociales donde los asistentes pedían a gritos que ojalá no lloviera. Algunos recordaban la granizada de la decimotercera edición, en 2007, que inundó gran parte de Bogotá, mientras que el primer día del festival fue cancelado debido al pésimo tiempo. Solamente dos bandas colombianas se presentaron ese día: Nepentes y K-93.
Encontré al fin un carrito de “perritos calientes” y mi barriga que antes rugía por la música se detuvo en seco, sí, sació el hambre.
Bersuit e Ilegales anunciaron un estallido
De regreso al concierto, Bersuit saltó al escenario y el público no se quedó atrás: brincó, bailó, gritó y cantó a todo pulmón varios de los “himnos” de la banda argentina. Le rindieron un homenaje a Diego Armando Maradona, al son de “Toco y me voy”.
La noche se abrió con el estruendo de la voz de Jorge Martínez, vocalista de Ilegales, que en complicidad con Bersuit anunció que se venía un estallido musical en Bogotá.
La gente brincaba sin importar el terreno. Los sonidos del piano se escuchaban como tiros, pero no importaba…

Ilegales se presentó en el Escenario Plaza: era increíble la cantidad de personas que coreaban -me incluyo- los temas de aquellos irreverentes con alma de chavales. Tan desafiantes como siempre, acompañados de un sonido en vivo impecable, como si uno de sus discos estuviese sonando para mis oídos.
La banda española celebró sus cuarenta años de carrera, mientras ellos desde el escenario y su público, en sincronía, cantábamos a toda voz: “Agotados de esperar el fin”.
Los años previos de conciertos en Ecuador me habían preparado para este día. El cansancio que tenía quedó en segundo plano, y el lodo y el gran charco alrededor del escenario eran testigos de la algarabía. A esas alturas ya no podía disimular la sonrisa por el sueño cumplido, y el corazón anhelaba un día más. El último día del festival.
La última y nos vamos…
El domingo, durante la última noche de la vigésima sexta edición del Rock al Parque, me resultó extraño un retraso en el horario de las presentaciones. Los días anteriores todo salió como se esperaba, y muchos de los que asistimos al día de cierre teníamos la esperanza de disfrutar de los electrónicos acompañamientos de tango y milonga de Bajofondo, para luego ir al Escenario Plaza y escuchar a Maldita Vecindad.

Gustavo Santaolalla y su banda deleitaron al público con sus acordes, cuarenta y cinco minutos después de la hora programada. Se desconocen las razones del retraso, pero poco a poco eso fue convirtiéndose en plato de segunda mesa, cuando los violines comenzaron a oírse en aquella noche que se llenaba de candombe y electrónica.
Al escuchar “El Mareo” recordé cuando Cerati aún estaba vivo y su voz y guitarra retumbaban potentes. Bogotá se convirtió en la ciudad de la furia: una que otra lágrima brotaba al escuchar ese himno que nos transportó -al menos por un momento- a esos tiempos.
El elegante vaivén del bandoneón de Martín Ferres despidió la presentación. El volumen de los instrumentos se difuminaba entre la brisa del viento nocturno, al tiempo que los estruendosos aplausos de un lejano escenario avisaban que había comenzado, hace muchos minutos, la presentación de Maldita Vecindad, a la cual llegué tarde a causa del retraso en la organización.
Con “Pachuco” de fondo me sentí en un pogo de una sola dirección, bailando, corriendo y esquivando enormes charcos hasta llegar al escenario central. La noche y el viaje estaban por terminar: era el último día de un festival inolvidable y que recibió, en esta reciente edición, a más de trescientos mil asistentes en cuatro fechas.

Pensé entonces en lo fabuloso que fue escuchar en vivo a las bandas que conforman el soundtrack de mi vida, en lo que fue asistir al escenario donde alguna vez juré estar en mi adolescencia y pude disfrutar ya adulto. Me prometí volver las veces que sean necesarias para revivir esa sensación en mis oídos, mientras bailaba al son de “Kumbala”.
En medio del escenario, junto a las más de veinte mil personas que asistieron al cierre, una última nota musical nos brindó la felicidad de una cita a media luz. La noche se hizo música y pasión; una ciudad entera se volvió a enamorar…
