Es de contextura delgada, mide aproximadamente un metro setenta, lleva una licra negra y una camiseta de la pantera rosa. En su vocabulario no faltan las palabras proscritas, por eso cuando habla de su esposo, del que está separada por decisión propia, le dedica unos cuantos versos a su suegra.
Tiene 76 años y la misma vanidad de cuando tenía 40, de ahí que lleve las pestañas gordas y las cejas perfectamente acicaladas.
“En el casino te hacen sentir importante: ¿Señora Rodríguez, va a cambiar fichas?, me decían. Ya estoy ‘chira’, hermano, yo respondía”.
Flor Rodríguez baraja y parte el mazo de las cartas. Con ellas mitiga la nostalgia de esos días en los que se sentaba frente a una máquina por más de nueve horas, con un puñado de monedas para retar al destino.
Sus uñas, perfectamente cuidadas, lucen un esmalte de color ciruela que hace juego con la pulsera de bolitas que lleva en su mano izquierda para espantar las malas energías.
Esas moneditas, aparentemente insignificantes, podían sumar mil dólares fácilmente, cantidad tope con la que el casino del Hotel Oro Verde de Guayaquil premiaba su fidelidad a través de créditos.
Jugando con la suerte
Como todo jugador empedernido, Flor —nombre protegido— se dirigía al casino a las siete de la noche y volvía a su casa a las cinco de la mañana. Todos los días.
Ese ritual, al que le fue fiel durante más de tres décadas, la llevó a hacerse de ciertas cábalas, como jugar siempre en las mismas Triple Diamond de frutas y bolas. Sus preferidas.
Hasta esos castillos, donde ella y nadie más gobernaba su vida, el personal de la sala le llevaba sanduchitos y vasos de gaseosas, porque sus jornadas eran largas y sus propinas generosas.
“Me hice viciosa y punto”, dice sin anestesia.
Chas-chis, chas-chis, chas-chis suena la bisutería —¿una suerte de placebo?— al rozar la mesa donde ella reparte siete cartas para sí y siete para su interlocutora.
“Pagamos por patas (tres naipes iguales); por ruso (dos naipes iguales), y por mesa (tres o cuatro naipes iguales y media escalera o una escalera completa)” aclara con los ojos atornillados en sus cartas mientras abre con curiosidad cada naipe que el azar ha puesto en sus manos.
Flor emprende una partida de Rummy y con el juego se abre como el seudoabanico que tiene en sus dedos.
Se encuentra en el comedor de su pequeño departamento, una especie de chalet vetusto desde el que se aprecia un SmartTv que ocupa toda la pared principal de su sala.
Podría decirse, sin temor a equívocos, que a Flor allí no le hace falta nada: tiene lavadora y secadora, una refrigeradora llena, las medicinas que necesita y otros artilugios que hablan de comodidad.
Sin embargo, las paredes roídas del condominio en el que habita no están a la altura de los sitios por donde se ha paseado.
“A mí no me roban porque me conocen; hasta los fumones de esta zona me quieren. Cuando viajo encuentro las cosas en orden”, dice satisfecha.
Se queda callada, empieza a mover la boca de izquierda a derecha como si ese movimiento le ayudara a pensar y roba otra carta del mazo.
“Patas de ases”, vocea.
“Hay una propuesta para abrir los casinos”, le comento.
“Desde el año pasado dizque los van a abrir pero siguen cerrados”, responde con la mirada en sus cartas.
Se acabó el dinero y los casinos se cerraron
“Creo que tenía la misma angustia que sienten los drogadictos por la droga cuando se me acababa el dinero para jugar. Luego me ocurrió lo mismo cuando dejaron de funcionar los casinos; eso es verdad, yo me sentía así y decía, diosito, de dónde saco más plata. Entonces empecé a pedir dinero prestado. Mi marido pagó dos de mis deudas, pero eran pequeñitas, de cuatro mil dólares cada una”.

Flor juega bingo todos los martes en Avenida del Ejército y O’connor, en una sala de Guayaquil donde es socia y en la que se reúnen unas 70 personas de lunes a domingo.
Como si fuera buena alumna de un salón de clases, se sienta siempre en la primera fila, por eso sus nuevas compañeras de diversión y fatiga le guardan el puesto.
Hace poco, con el número 69, se ganó un pavo inmenso, dice.
El lugar es una casa grande, con aire acondicionado y sillas y mesas para unas cien personas. El sitio es propiedad de María Limones, quien construyó la edificación a punta de bingos.
“Todo es legal”, dice Flor. “Tiene permiso”, aclara.
El juego empieza a las cuatro de la tarde, pero ella asiste tres horas antes porque primero se entrega al placer del Rummy con sus compañeros de jornada.
Si su racha es buena puede ganar hasta 10 dólares en un día porque cada jugador caza solamente centavos por mesa.
A un lado de la mesa en la que ha puesto sus barajas reposan veinte tablas de bingo, cuyos material e impresión delata la abismal distancia (hojas A4 fotocopiadas en una máquina a cuya tinta le falta consistencia) que guarda la nueva casa de juegos de Flor con los templos llenos de luces a los que acudía, cuya parafernalia incluía diligentes rupiers.
Los premios por “pancita”, “puntas”, “línea” y “tabla llena” que otorga la casa humilde de bingos son sacos de arroz, litros de aceite, azúcar o lenteja.
Para ser socia de allí —ella es socia de los días martes— Flor debe pagar semanalmente 10 dólares, y aunque termine vendiendo los premios que gana porque no los necesita —sus hijos se encargan de hacer supermercado— le hace feliz jugar allí.
“Ahí todas son viejas igual a mí, pero me quieren. No me gusta ir todos los días porque va otra clase de gente, en cambio los martes va mi grupo. Me quieren. Me ven diferente porque la gente es bien humilde, pero asimismo buena, buena de corazón. Yo las quiero mucho”.

El diablo a una la tienta…
“¿Es difícil dejar de jugar?”.
“Creo que el diablo a una la tienta porque la primera vez que fui a un casino gané, pero quien diga que siempre gana está mintiendo porque en estos juegos es más lo que se pierde que lo que se gana. Yo soy legal, me hice viciosa; me quedaba toda la noche en el casino y decidí refugiarme en este departamento porque no quería llegar a mi hogar y escuchar reproches”.
“¿En qué momento se dio cuenta de que lo suyo era un vicio?”.
“No me importaba nada, a mí lo que me importaba era que mi marido se quedara en otro lado; tuviera mujeres, amantes, mozas, lo que sea, para poder jugar tranquila, hacer mi vida y no ir a mi otra casa”.
Flor se ha dado el lujo de jugar en los casinos de Río de Janeiro, Atlantic City o Argentina.

“Si apuestas más, ganas más. Cuando les pegaba a las cinco bolas me ganaba 800 dólares. Ese era el premio mayor aquí en Guayaquil, pero en los Estados Unidos es mucho mayor. En Atlantic City me gané en una ocasión 17 mil dólares”, manifiesta con la naturalidad propia de quien está acostumbrada a ganar y a perder.
“¿Hay que saberse retirar?”.
“No, los viciosos no nos retiramos nunca, por eso perdemos lo ganado y el capital”, dice mientras roba una carta del mazo que reposa en su mesa y lanza un seis de trébol.
Flor llegó a perder en un solo día mil dólares cuando jugaba en casinos. El inventario de todo el dinero que dejó en ellos podría traducirse en objetos como casa, carro y alhajas.
“Perdí toda mi plata y mis alhajas porque cuando me quedaba ‘chira’ vendía mis joyas. No te digo la cifra de lo que he perdido, pero te puedo decir que es bastante, mucho. Tenía mis reales y un cofre de alhajas (alhajas, repite), no huevadas; tronco de cordones y de pulseras. Pero…
Flor alza la voz, separa en sílabas las palabras y repite la misma frase tres veces:
“No-me-a-rre-pien-to, no-me-a-rre-pien-to, no-me-a-rre-pien-to. ¡Que viva la vida!”.