Cartografía del Guayaquil de antaño

Ilustración: Manuel Cabrera.
A consecuencia de la crisis de los obrajes en la región interandina, la ciudad creció con nuevas migraciones de la Sierra que contribuyeron a su desarrollo.

La “ciudad del río grande y del estero”, como escribiera el poeta Pablo Hanníbal Vela, tiene tras de sí un pasado que difícilmente hoy en día, propios y extraños, podrían columbrar viendo sus enormes rascacielos justo allí, en la misma zona del cerro desde el cual se fue extendiendo ávidamente sin respetar siquiera sus límites fluviales.

Con sus 202 años de independencia, Guayaquil marca un antes y un después en la historia del país. Pero, ¿cómo fue ese pasado que transcurrió durante los siglos XVII y XVIII?

¿Cómo era esa ciudad de unos pocos miles de habitantes que precedió a la gesta del 9 de Octubre de 1820, cuando un grupo de patriotas confabulados se hartó de agachar la cabeza y recoger las manos ante el rugido del león de ultramar?

Imagen de la ciudad de Guayaquil desde el río. (1690-1700). Fotografía: Guayaquileñas en la historia.

Según la historiadora guayaquileña Jenny Estrada, tomando como referencia al cronista William Stevenson, la ciudad tenía este matiz urbano en el siglo XVIII, poco antes de que ardiera para la eternidad la Fragua de Vulcano:

“No había edificios en Guayaquil que atrajeran particularmente la atención del viajero, ni por su tamaño ni belleza; sin embargo, la generalidad de las casas eran grandes y cómodas y de muy buena apariencia, particularmente aquellas a lo largo del Malecón frente al río”.

Los pisos altos tienen largos balcones de cuatro o cinco pies de ancho, con cortinas de lona que resultan muy útiles, puesto que dan una sombra muy agradable que protege contra los abrasadores rayos solares; y cuando se alza una ligera brisa, se pasa uno de los extremos del rodillo entre las balaustradas de la baranda con el otro extremo hacia afuera, de tal manera que se atrapa el viento y seguía la corriente de aire al interior de la casa”. 

Puesta a prueba por un destino avieso y obsesionado con su destrucción, esta ciudad de casas señoriales y altivas, hubo de hacer frente a pavorosos incendios, pestes, epidemias y asaltos piratas que no discriminaron al rico del pobre, al negro del blanco, al indio del mulato.

Todos llevaron su buena parte en la repartición de tragedias aunque, quizás, las mujeres llevaron lo peor por estar sometidas a ultraje de excitados filibusteros.

En ese ambiente de inapelable derrota, solo la solidaridad de los guayaquileños y de los que habían sido generosamente acogidos por una urbe dispuesta a sacudirse el polvo y las cenizas, pudo darle nuevos bríos para que no decayera en sus ánimos de crecimiento y desarrollo.

Damas de Guayaquil son despojadas de sus joyas por los corsarios del pirata Woodes Rogers, en el templo de Samborondón, en 1709. Fotografía: Guayaquileñas en la historia.

Una nueva categoría: la militar 

En una muestra palmaria de que “lo que no destruye el fuego, lo purifica”, la ciudad, que había sido elevada a la categoría de Gobernación militar, mantuvo sus estructuras administrativas. 

Hacia 1790 era administrada por un gobernador y trece tenientes de ese mismo despacho; el Cabildo contaba con seis dignatarios, existía una tesorería real —Carlos IV estaba lejos de imaginar que faltaba poco para que perdiera sus rentas de ultramar—, había administradores de alcabalas y un tribunal para la disputa de tierras. 

Como es de suponer, la educación era privilegio de unos pocos, no había escuela pública y los niños pobres recreaban su infancia desnudos, corriendo por las calles “vestidas de un oscuro gris” y nadando en el mismo río de sus antepasados y de sus descendientes.

Calle Nueva o Real donde se aprecia al fondo, la iglesia de La Merced. Óleo pintado por los dibujantes de la expedición “La Bonite”. 1837. Fotografía: Guayaquileñas en la historia.

Los dominicos, que habían llegado a estas tierras por 1510, poco después de los franciscanos, tenían una escuela primaria en donde enseñaban las primeras —y probablemente las últimas— letras a unos pocos elegidos que luego se dedicarían a menesteres más rentables que estudiar.

La religión y la moral eran aprendidos en casa, mientras que el latín, la lectura y las enseñanzas elementales de retórica eran parte del pénsum escolar, pero no para todos, no, sino solo para los hijos varones, ya que las niñas debían aprender, sí o sí, con cuántas cucharadas de sal se hacía un arroz y con cuántos huevos, una tortilla. Así de básico.

El futuro de las mujeres era determinado así: las hijas de los hacendados, de los hombres de negocios y de los profesionales, aprendían de sus madres y tías “solteronas” la supervisión de sirvientes; es decir, se las capacitaba para desempeñar labores propias de su clase.

Las mujeres de la clase baja tenían reservados oficios tales como la distribución de bienes y servicios, tenderas, regatonas, taberneras, chinganeras, parteras y, cómo no, prostitutas. 

En el caso masculino, los futuros hacendados y comerciantes aprendían el manejo de los negocios y la administración de tierras de la familia. Muchas mujeres de la aristocracia criolla fueron propietarias de predios urbanos y rurales que administraban personalmente.

De esta manera, Guayaquil, que para entonces ya tenía el prestigio de ser el mayor y mejor calificado astillero de los mares del sur, empezó a abrirse al mundo.

Hágase la luz, Guayaquil 

Gracias a la inclaudicable convicción de creer en sí misma, al finalizar el siglo XVIII, en su último tramo, la ciudad tuvo un auge de connotaciones históricas.

En 1788, los guayaquileños pudieron verse las caras públicamente, por primera vez, gracias al alumbrado a base de aceite. 

Las calles —que en ese tiempo eran presa fácil de los aguajes y que estaban cruzadas por numerosos ramales y esteros— continuaron rellenándose con materiales varios, se construyeron edificios públicos, se mejoraron las defensas del puerto y, en 1794, se dictó la primera Ordenanza de Aseo de Calles.

Las ratas, portadoras de la mortal fiebre bubónica que había diezmado a la población y que seguiría haciéndolo hasta inicios del siglo XX, debieron ponerse a buen recaudo. 

A consecuencia de la crisis de los obrajes en la región interandina, la “ciudad cosmopolita, hogar fecundo” creció con nuevas migraciones de la Sierra que contribuyeron de manera determinante a su desarrollo general, sobre todo en el campo.

Con olor a cacao y miras el sur…

Es imposible no dejarse atrapar por el olor del cacao tostado al sol —en la actualidad, la calle Eloy Alfaro, por el Astillero, es un claro ejemplo de esa seducción—, especialmente si se es migrante europeo o sudamericano, razón por la cual muchos de ellos sucumbieron a la pepa de oro y se quedaron a vivir como residentes permanentes.

Algo especial, que no tenían otras, tenía esta ciudad arrimada al río.

En proporción a su incesante trajinar, el número de habitantes de la provincia, para 1790, sumaba ya 38.559. La ciudad de Guayaquil tenía entonces 8.596 residentes, de los cuales 4.791 eran mujeres.

Detalle de un grabado de la ciudad que muestra la arquitectura original de las viviendas de esa época. 1790. Fotografía: Guayaquileñas en la historia.

Cruzado el umbral del siglo, hasta 1804 el distrito de Guayaquil formaba parte de la Audiencia de Quito; entre 1717 y 1720 y entre 1739 y 1804 integró el Virreinato de Nueva Granada.

La cédula real del 7 de julio de 1803, que entraría en vigencia un año más tarde, desprende la Gobernación de Guayaquil de Quito y Bogotá y la anexa al Virreinato del Perú, a efectos de que se encargue de la administración, la justicia y la hacienda. 

Este cambio estrecha los vínculos de la gente guayaquileña con familias del Perú. Recuérdese, por ejemplo, que preclaros guayaquileños —uno de ellos justamente líder del 9 de Octubre— se educaron en Lima y, lograda la independencia, preferían el sur.

Aunque don Fernando VII aún no había sido sometido por las tropas napoleónicas, las ideas revolucionarias iban madurando.

Una ciudad a todo ritmo y “a la moda” 

Mientras tanto, la vida diaria continuaba con relativo esplendor entre los miembros de la sociedad guayaquileña, lo que dejaba un buen sabor de boca a los viajeros que pasaban por el puerto y querían quedarse por más tiempo que el que comprendía una efímera visita.

Al respecto, Pierre Lafond escribió de las guayaquileñas: “Las mujeres de Guayaquil tienen una conversación de lo más agradable. Las señoras de sociedad visten modas europeas, aunque algunas están atrasadas, naturalmente, pero saben sacarles partido”.

Este viajero francés de cuyo extenso periplo pueden dar fe muchos países costeros, se refería a los vestidos de gala como el tontillo, el guardainfante, los faldellines, las crinolinas y los polizones. 

La ropa interior, que en ese entonces dejaba demasiado para la imaginación, consistía en calzonarias largas de encaje fino y bombachas hasta la rodilla. Se usaban zapatos de satín, tafetán, o raso sin taco para la casa, donde se gustaba andar sin medias. 

Ajenos a la melancolía propia de otras regiones, en donde la tristeza es casi un asunto de consanguinidad, la afición a las fiestas y al baile ponían de manifiesto el carácter alegre de los costeños, en quienes no se notaba atisbo alguno de aristocracia cuando de diversión se trataba.

Al son de las arpas, vihuelas, guitarras y los violines, la cachucha, la redova, el escobillado, la contradanza y otras danzas españolas ponían el ritmo en los pies de los porteños. Los zapateados quedaban como plato fuerte para la madrugada, hora de mayor entusiasmo y confianza.

Cual si fuera una competencia, todo el mundo fumaba y era costumbre brindar cigarros, de modo que todos aquellos que no sabían fumar debían soportar la mofa y el bidurrio de las mujeres, expertas en hacerlo.

Se adornaban con gargantillas de oro, dijes colgantes y la indispensable pajuela de oro para los dientes, más otra como barrita a modo de cucharilla para extraer la cerilla del oído.

Dicharacheras y alegres, hacían del baile una pasión con tanta gracia que se les apodaba las gaditanas de la América española.

“El alza que te han visto”, “La puerca raspada” y otros ritmos campesinos se mezclaban con los populares para animar las juergas.

Pese a la crisis del cacao, que supuso una recesión de una década, Guayaquil había tomado un impulso económico sin precedentes en 1790, dejando atrás esa fisonomía de aldea grande para ir adquiriendo características de ciudad. Tenía todo para serlo; le sobraba voluntad.

Independencia ad portas 

Si se hubiera instalado a la población de la ciudad de esa época en el estadio de Barcelona, esta hubiera ocupado menos de la mitad, ya que algunos viajeros dan cuenta de 20.000 habitantes.

No obstante, un censo oficial ordenado por el gobernador Cucalón, en 1804, indica 13.700, siendo 4.500 los varones y el resto mujeres y niños.

Daule, Santa Elena, Baba, Babahoyo, Machala, Jipijapa, Montecristi y Portoviejo estaban bajo su autonomía territorial, de allí que el total de la población provincial bordeara los 66.156 habitantes, incluyendo 11.000 españoles. 

De los tres incendios fuertes (1801,1804 y 1812) solamente podía ocuparse la memoria doliente de los más antiguos, pues de estos no quedaba ni un pedazo de palo tiznado.

De ancho, la Ciudad Vieja solo comprendía una calle con casas a ambos lados y algunas sueltas, y otra calle que se iba formando hacia el oeste (actual Rocafuerte), paralela a la primera.

La Ciudad Nueva, unida por un puente de madera de 800 varas, tenía el ancho de 3 o 4 cuadras del río hacia adentro (actual calle Pichincha hasta Boyacá).

El sur y el oeste solo eran puntos cardinales, referencias geográficas, lugares que se propagaban hacia confines infinitos y nada más. 

Guayaquil según óleo del pintor norteamericano Louis Renny Mignot, quien visitó Ecuador en 1857. Fotografía: Guayaquileñas en la historia.

Las calles y callejones transversales empedrados eran tan angostos que por allí a duras penas solo podía circular el viento, tanto que, en algunas partes, los balcones se topaban entre sí para facilitar el diálogo entre vecinos.

Existían 3 plazas públicas y, en la de armas, que era la más grande, se encontraba la Iglesia Mayor (sitio de la actual catedral, calle Chimborazo).

Subordinada su existencia al río, la obra del malecón adquiere dimensiones maduras, la Ciudad Nueva tenía una plaza de toros, un matadero municipal y una compañía de teatro para funciones regulares.

Los almacenes, depositarios privilegiados de un comercio en auge galopante, presentaban novedades tales como arañas de cristal, candelabros, espejos, claves o pianos, vidrios, vasos y botellas, todo lo cual era adquirido por una sociedad ávida de consumo.

La clase alta, aquella que dio origen a los “gran cacao”, hablaba el francés como segundo idioma y los libros se difundieron libremente, ayudando a propagar ideas cuyo fin era uno solo: la libertad.

Así mismo, la hamaca de mocora se preservó como elemento insustituible en viviendas de ricos y de pobres, junto a los muebles de estilo francés. 

Casas de dos y tres pisos comenzaron a alinearse frente al río, contrastando con la hilera de viviendas lacustres, construidas sobre balsas apegadas a la orilla, donde moraba la gente pobre, así como en cajones y covachas ubicadas alrededor de los astilleros que habían sido trasladados hacia el sur. 

Eran los suburbios primigenios que, con el tiempo, fueron yéndose a pasos agigantados hacia los últimos rincones de la ciudad, reclamando un espacio propio.

Mientras la tierra de las haciendas vecinas estaba destinada al cultivo del cacao, tabaco, algodón y otros productos exportables, la Sierra se encargaba de abastecer de carne, leche, queso, mantequilla y casi todos los vegetales, frutas y granos. 

El comercio de víveres estaba monopolizado por las “regatonas”, una tropa de mujeres serranas y paiteñas que practicaban una especie de piratería fluvial llevadas en canoas por sus maridos hacia los ríos Daule y Babahoyo.

Allí, bajo la atenta mirada del cielo y de los pájaros, interceptaban las balsas que bajaban con provisiones frescas para pagarles sumas irrisorias a los balseros y así vender todo a precios arbitrarios y exorbitantes en el mercado local. 

Vista norte sur del Malecón de la ciudad y la iglesia de la Concepción cuando estaba a cargo de los Dominicos. Grabado realizado en 1847por el dibujante de la expedición italiana Gaetano Osculatti. Fotografía: Guayaquileñas en la historia.

Sal, mariscos y algo de productos lácteos llegaban también desde los pueblos de la península de Santa Elena.

En este ambiente de constante crecimiento comenzó a crepitar la llama que inflamó la independencia.

El puerto había hecho suyos los ideales de libertad no solo del 10 de Agosto de 1809, sino de aquellas un poco más lejanas, pero decisivas, como las revoluciones francesa y estadounidense. 

La ciudad ya era mayor de edad como para seguir al amparo de la madre patria y quería labrar su propio destino.

El mal trato dado por las autoridades españolas, que elevaron los impuestos y prometían liberar el comercio a través de reformas borbónicas que no llegaban, sublevó definitivamente el ánimo de los criollos. 

Así era Guayaquil antes de la independencia, la urbe porteña en la que mujeres y hombres han sabido mantener incólumes la usanza del comercio y de la juerga. Y, por supuesto, la resiliencia.

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