El barrio Cuba y su redención de los pecados

Barrio Cuba
Ilustración: Juan Fernando Suárez.
"Me siento orgulloso de mi barrio; siempre ha sido catalogado como malo pero ¿usted ha escuchado alguna vez de algún crimen en el barrio Cuba o en el camal? Somos sanos y unidos".

La lluvia le ha dado una tregua a Guayaquil. Son las once de la mañana del 8 de marzo y de a poco en los alrededores del Camal Municipal los habitantes asoman sus dientes y achinan sus ojos. 

«Varón, apoya con la entrevista», le dice el monosilábico y cálido Cristian Loor, morador de la zona, a uno de sus vecinos más antiguos.  

El octogenario hombre se seca el sudor y diligentemente pregunta: ¿qué se le ofrece? 

Lleva una camisa hawaiana, un pantalón blanco, una gorra, unas gafas y todos los elementos —inclusive fonéticos— que invitan a pensar que nos encontramos en alguna isla caribeña. 

¿Qué se le ofrece saber o conocer?, repite con voz alta y diáfana el hombre. 

Se llama Francisco Sánchez Galán, dice que sus abuelos fueron fundadores del camal y que él nació y creció allí, en el legendario barrio Cuba, situado en el sur de Guayaquil. 

El barrio Cuba fue el tercer asentamiento de la ciudad, solamente precedido por los barrios Las Peñas y El astillero. Se extiende desde la calle El Oro y colinda con el barrio del Astillero, al norte, y con el Centenario, al oeste. Hacia el sur llega hasta el mercado Caraguay y al este es abrazado por la ría. 

El Municipio bautizó con este nombre al barrio en 1929, en un acto de reciprocidad con Cuba debido a que este país erigió una estatua del expresidente Eloy Alfaro Delgado en el sector La Vedada, en La Habana. 

Esa percepción, que pareciera antojadiza, se ve magnificada si alzamos la mirada y hacemos un zoom en nuestras retinas: la geografía del lugar está tachonada de casas vetustas, espaguetis eléctricos y balcones-cordeles, o cordeles-balcones, que da lo mismo. 

Solamente los camiones que van y vienen, a renglón seguido y cargados de ganado, nos despojan de esa idea. Allí cada día se faenan, a razón de una tasa de 17,52 dólares por cada ejemplar, alrededor de 300 reses.

«Este camal era de madera, fue construido a la orilla del río. Todo esto era puro fango, se salían las vacas de los corrales y todo el mundo corría. Los terrenos pertenecían a los herederos del doctor Antonio Parra Velasco, propietario de la hacienda La Saiba, quien donó todas estas tierras». 

Francisco Sánchez Galán (80 años, exmatarife, actual pastor evangélico) y José Villón Arias (65 años, «treinta y pico» de ellos trabajando en el camal). Fotos: Isabel Hungría.

El barrio Cuba se ha caracterizado por ser alegre. El 11 de octubre de cada año se festejaba el Día del Matarife, de ahí que grandes orquestas ofrecieran allí conciertos memorables, como Blacio Junior. A inicios de los años sesenta, la apertura de la Feria Caraguay, que reunía anualmente a los ganaderos de la zona a propósito de las fiestas de octubre, culminaba con la presentación de artistas internacionales como Tongolele, Iris Chacón, Daniel Santos, Alci Acosta, entre otras estrellas del espectáculo.

Ese furor desbocado quizá sea hoy el causante de que medio barrio, o barrio y medio, sea evangélico. Y es que el bullicio que habría de esperarse de una zona comercial como esta ha sido reemplazado por los recitales que en cada esquina ofrece algún parlante cristiano. 

«Dios me ha ayudado porque soy pastor evangélico, y así transcurro. Aquí donde me ve fui futbolista profesional del fútbol:  jugué en Matarife, en 1960; en Patria, en la selección del Quinto Guayas, en el Independiente de Bahía, en el Club Sport Manta, fui vicecam…», continúa con su relato Sánchez. 

Francisco Sánchez Galán y José Villón Arias en Callejón Camal, barrio Cuba.

En realidad no hay morador de la vieja guardia del barrio Cuba que no se haya dedicado alguna vez al deporte. Los logros en ese sentido no les han sido mezquinos a los «cubanos», ahí están para muestra el tenista Pancho Segura Cano, el billarista Pablo Veintimilla, el futbolista Miguel Cortijo Bustamante y el boxeador José «Karate» Loor, todos ellos amamantados y criados en la pequeña Cuba guayaquileña.   

A la izquierda, Santiago Maravilla Borbor, comerciante de vísceras y barcelonista de corazón. A la derecha, fotografías del libro editado por la Universidad de las Artes sobre el barrio Cuba.

El callejón de la muerte 

Entrar al callejón de la muerte es tan peligroso que ni los habitantes de los alrededores se atreven a ingresar solos.  

«Chinchorro» Ernesto, morador de la cuadra, nos espera en la bocacalle y a todas las personas con las que se encuentra al paso les informa que somos de una universidad y que estamos haciendo un trabajo sobre el barrio. 

La colombiana Marina, un poco reticente a hablar, nos cuenta que llegó hace catorce años al callejón de la muerte y que el lugar le agrada porque disfruta de la brisa del río. 

La colombiana Marina habita en el callejón de la muerte, Barrio Cuba, desde hace catorce años.

En efecto, el Guayas queda a unos cien metros de donde ella vive, por ello podría decirse que habita en un sitio privilegiado si no fuera por los aguajes…  

—Eso es lo único que le puedo decir —zanja el diálogo Marina.

El callejón de la muerte mide unos doscientos metros de largo y termina en las riberas del río Guayas.

En este callejón la mayoría de las casas han sido edificadas a partir de retazos de madera. Sus ventanas son mallas de alambre y sus techos fragmentos de zinc. El lugar luce apacible. El rumor y la brisa del río permean la atmósfera de una paz bucólica que solo es posible encontrar en alguna campiña, pero un gallo aparece de súbito como si quisiera advertirnos que «al gallo que canta le aprietan la garganta». 

Más claro no canta un gallo. Barrio Cuba, callejón de la muerte.

Vicente Cepeda Tomalá Sabina tiene 70 años y llegó a los 12 al barrio Cuba. 

«Claro que había problemas, había mucho robo, delincuentes, pero se comenzaron a ir y esto se fue calmando», aclara. 

Le comento entonces que allí hay muchos evangélicos, y él responde: Sí, yo también soy hijo de Dios.  

—Tuve una pequeña enfermedad, me aparté, seguí en el trago, las mujeres, y tuve que buscar a Dios. 

Su hogar queda a diez metros del río, de ahí que sostenga, con conocimiento de causa, que en la orilla hay por lo menos seis metros de profundidad. 

Vicente ha vivido allí de la pesca de bagre, jaiba y camarón, como tantas otras personas que habitan en los alrededores y que, como él, también han sido pescados por una religión que los invita a vivir en comunión con Dios y la sociedad.  

El último confín del callejón de la muerte. «Chinchorro» conversa con su vecino Vicente Cepeda Tomalá.
El río Guayas alimenta a buena parte de los moradores del legendario barrio Cuba.
Sara Naranjo Villalta (58 años), con su esposo, Vicente Cepeda Tomalá (70 años), y su cuñado, Desiderio Cepeda Tomalá (72 años).

Bendecidos por Dios

«Este negocio es próspero y bendecido por mi socio que es Dios», dice en un letrero ubicado en la fachada de la casa de Bellita Álvarez. Con un brazo vendado debido a la fisura que sufrió tras una caída, ella señala que su barrio es bonito y que no hay delincuencia —insiste— «gracias a Dios». 

«Era bien peligroso y desordenado pero todo ha cambiado», se alegra. 

A la izquierda, Bellita Álvarez (50 años) en el portal de su casa. A la derecha, uno de los callejones más emblemáticos de la zona del camal, y un gato esperando su porción de carne.

Más conocido como «Hediondo a gol», Carlos Fabio Aguirre Pineda es otro de los vecinos del barrio Cuba. Con una voz similar a la del «Rey de la Cantera» dice que jugó fútbol profesional en Bonita Banana, Saquisilí, River Plate de Riobamba, Deportivo Quevedo… 

«Me siento orgulloso de mi barrio; siempre ha sido catalogado como malo pero ¿usted ha escuchado alguna vez de algún crimen en el barrio Cuba o en el camal? Somos sanos y unidos”.  

Mientras conversamos con Aguirre nos percatamos de que tres sujetos nos observan fijamente, entonces el hombre dice, mediando una sonrisa socarrona: «No se preocupe, no le va a pasar nada, él único dañado está sentado ahí y anda conmigo». 

Carlos Aguirre Pineda (50 años), exfutbolista, morador del barrio Cuba toda su vida.

A dos cuadros de allí, en Robles y Trujillo, también sector del camal, se encuentra la iglesia evangélica Cristo Satisface, a la que acuden cotidianamente seculares y cristianos a pedir favores. Y a rendir cuentas.  

A la izquierda, la iglesia «Cristo Satisface». A la derecha, nave y púlpito de la iglesia evangélica,bálsamo para los moradores del barrio Cuba que se identifican con los dogmas cristianos.

Saqué la pata y lo soñé… 

José «Karate» Loor, exgloria del boxeo nacional y mundial, nos recibe con un vaso de avena Quaker y con los recuerdos atorados en su garganta. 

Cada tanto va soltando información que avala con el libro «Nacido y criado. Tentativas para entrar al barrio Cuba» que lleva en sus manos, editado por la Universidad de las Artes. Mírame en esta foto, dice, mientras trashoja las páginas y muestra las imágenes en las que aparece. Y agrega entonces: 

—Esta es Rosa «Garrapata», mi madre, tenía uno de los cabarets más grandes de la ciudad, el «No te piques», donde venían políticos, empresarios, pelucones. Se repletaba. En esta calle, Callejón camal, cuando los borrachos peleaban lo hacían a puñete limpio, nadie portaba armas. 

A la izquierda, doña Rosa «Garrapata», dueña del extinto cabaret «No te piques», uno de los más famosos locales del barrio Cuba de los 70. Fotografía del libro «Nacido y criado. Tentativas para entrar al barrio Cuba», editado por la Universidad de las Artes.

José «Karate» Loor actualmente es presidente del comité barrial, de ahí que todos los vecinos lo saluden con cierta genuflexión.

Ese respeto no siempre fue tal. «Karate» llegó al pináculo del éxito cuando era todavía jovencito. A sus 12 años un ladrón le robó los zapatos a punta de cocachos. Ese mismo día, más tarde, caminaba con su madre y volvió a ver al ladrón, entonces, «saqué la pata y lo soñé». 

A partir de ese hecho, cuenta, comenzó a consolidarse como un peleador de fuste, y el barrio empezó a llamarlo «Karate». 

«Me llevaron a la capilla Santiago Apóstol y empecé a entrenar. A la edad de catorce años fui el primer campeón nacional de box de todo el Ecuador, en la categoría amateur», relata «Karate» con los pectorales agrandados. 

El paso glorioso de José «Karate» Loor por el box ha quedado inscrito en las páginas de las memorias del barrio Cuba.

Agrega que luego vinieron más logros: tricampeón nacional, vicecampeón continental, cuarto en el mundo, segundo en… Pero, como el antiguo refrán menciona, «cuanto más alto, más dura es la caída». Después de haber alcanzado el cielo a puños, cayó en el mundo de las drogas. 

«Vino un empresario que me hizo la vida imposible y estuve cuarenta años en los basurales, inhalando base», recuerda. 

Despertó de ese letargo cuando su nieto más querido y, poco tiempo después, su hijo, murieron. El primero se ahogó en una represa; el segundo se electrocutó en la penitenciaría. Acontecimientos que se convirtieron en una suerte de revulsivo, para levantarse, en la vida de José «Karate» Loor.

«De la mano de Dios», aclara él, alto y fuerte. 

José «Karate» Loor actualmente ofrece clases de box a los niños del barrio Cuba.

Ahora «Karate» se ha convertido en un evangélico entregado a su fe. «Aquí ves cultura, trabajo y honorabilidad, al turista siempre se lo recibe con seguridad. Aquí no hay un niño que no deje de ganar diez dólares diarios, haciendo mandados, cogiendo el «winche» (ganchos en los que colocan las reses) o cargando gavetas», relata mientras su mirada recorre a un vecino que canta a toda faringe alguna canción evangélica, al tiempo que se desplaza por la mitad de la calle. 

«Aunque sean viciosos temen a Dios», matiza el ahora exboxeador cristiano.     

¿Y el caldo de tronquito? 

En el barrio Cuba, donde la gente es más conocida por sus apodos que por sus nombres, venden fritada y caldo de salchicha, dos platos que han reemplazado al ceviche de huevo de toro (testículos), ceviche de guaguamama (placenta de ternero), y caldo de tronquito (falo del toro).  

José Villón Arias, de 65 años, parece entrenador de fútbol, pero en realidad distribuye carne. Mientras conversa amenamente pasa por su frente la mascarilla que lleva consigo para ahogar el sudor que detona en su piel, como si de un pañuelo se tratara.  

Con una brizna de amargura comenta que ya no desposta reses porque el Municipio tiene su propio personal y maquinaria: «Mire, antes vendíamos y comíamos ceviche de huevo de toro o de guaguamama, pero ahora la administración bota todo porque dice que eso no es comestible». 

A la izquierda, panorámica de uno de los callejones más emblemáticos del barrio Cuba. A la derecha, Luis Rojas (50 años) con un compañero de trabajo. Ambos son matarifes.

Como quiera que sea, a pesar de ganar menos por esos impedimentos, Villón sigue con la actividad de la que siempre ha vivido: la venta de carne. 

Suponemos entonces que en su mesa nunca falta un pedazo de carne, pero las paradojas de la vida se imponen: 

—No niña, tengo ácido úrico, no puedo comer carne.  

Y la redención de la carne se vuelve omnisciente al amparo de un parlante que empieza a bramar: «Yo quiero nadar en el río de Dios, yo quiero nadar en el río de Dios… sumérgete, no mires atrás, no mires atrás». Mientras tanto, las aguas del río Guayas, vecino generoso del barrio Cuba, empiezan a subir.

Agradecemos profundamente a Cristian Loor por ayudarnos a ingresar al barrio Cuba para escribir este texto.

Comparte en tus redes sociales
Scroll al inicio