Cultura urbana

El arte y la maña de un retratista callejero

Ilustración: Manuel Cabrera.

El día que Luis Figueroa Olivares debutó como retratista en las calles de Guayaquil su primera clienta le dio una retahíla de reclamos por hacerle esperar tanto. La letanía de protestas de la mujer no cesaba cuando el dibujante se sentó, tomó su lápiz, cruzó las piernas, puso el cuaderno en su regazo, pidió a la señora que ladeara un poco la cabeza y empezó a esbozar su rostro. 

Una noche fue a visitar a un primo suyo que vivía en las calles Bolivia y Coronel para venderle una máquina de escribir eléctrica. El negocio no prosperó, pero caminando de regreso, por la calle Chimborazo —porque estaba más alumbrada— vio un caballete con una invitación para inscribirse en la escuela de  artes plásticas (ahora colegio de Bellas Artes).  

En ese momento, su corazón palpitó a raudales. Nunca antes había tenido ningún acercamiento tan personal con el arte. Era el año 1997, Luis tenía 34 años y pasaba por el peor momento de su vida: bebía más de lo que su fuero interno le dictaba.

Se acercó a la escuela y dijo que no tenía ningún documento, pero que deseaba estudiar. Las dos personas que lo atendieron eran una secretaria y el célebre caricaturista Luis Peñaherrera, más conocido como Robín, creador de “Juan Pueblo”.

—¿Usted sabe dibujar? —le preguntaron. 

—Claro, si desean los retrato a ustedes —respondió. 

Al cabo de quince minutos cada uno tenía el retrato en sus manos y la certeza de que Luis podía ser un digno representante del instituto, por eso, ya una vez inscrito, siempre le pidieron que se pusiera la camiseta de la institución.  

—Aparte de ser alumno, yo era callejero, hacía plata todos los días. Era un representante en firme de Bellas Artes —manifiesta. 

—¿Aprendió a dibujar en Bellas Artes o a pulir su técnica?

—No, aprendí a llamar las cosas por su nombre. El músculo del mentón se llama “morla” —en realidad se llama borla y se encuentra en la barbilla—, y usted se encuentra en posición “sedante” —remarca, aunque quiso decir sedente, la postura que adoptamos cuando nos sentamos con la espalda recta. 

Algunos años después, se abrió la carrera de Arte en la Universidad Estatal y el profesor José María Cevallos, de la cátedra de Historia del Arte, le pidió que lo reemplace cuando debiera ausentarse. Esa invitación lo llevó a matricularse en la universidad, en donde cursó tres años. 

—Allí aprendí un poco más de cultura, pero eso a mí no me hace porque cuando alguien quiere opacarme saco lo que tengo. Puedo estar vestidito así, muy informal, pero tengo muchos ternos —se ufana. 

Luis Figueroa, caricaturista y retratista, lleva más de treinta años vendiendo su arte en las calles de Guayaquil. Desde hace veintisiete se ubica en el Malecón Simón Bolívar. Fotografía: Isabel Hungría.

Gracias a la crisis encontró su derrotero

Llegó 1999 y, como al resto de ecuatorianos, el feriado bancario había dejado a Luis con los bolsillos en crisis y la flama de la creatividad en ascua. Trabajaba para la empresa cervecera Brahma, donde creaba letreros publicitarios y en el cenit de la crisis económica que arreciaba, le agradecieron por los servicios que prestó. 

Cogió entonces su maletín, sus colores, su waipe, su mota y recorrió con su bicicleta cuanto almacén sin rótulo encontraba. Una vez que convencía a sus prospectos de clientes, colocaba letras de acero, de madera o de cualquier material que le solicitaran.  

Un día invitó a su esposa Karina al cine. Al llegar, la taquilla estaba tan llena que debió comprar entradas para la próxima función. Entonces, se topó con una pareja de amigos que le propuso caminar hasta Las Peñas. Con su esposa subieron por las escalinatas donde vieron unos “dibujos feísimos”. 

La pareja se acercó al autor de los retratos, preguntó cuánto cobraba y de inmediato sus retinas se llenaron de ceros: ¡cinco mil sucres! Luis Figueroa tuvo entonces una ensoñación con el rey Midas. Tenía claro que su destreza para el dibujo no tenía parangón. 

De pequeño, su tía le había dado pistas cuando lo ponía a llenar invitaciones con tinta dorada. Luego sus maestros, cuando lo felicitaban por los rostros de los editorialistas que dibujaba en sus cuadernos. Después su escuela de Bellas Artes, cuando el doctor Gustavo Palacios —padre del expresidente de la República Alfredo Palacio y profesor famoso por su cicatera forma de calificar— le ponía diez en todos sus trabajos.  

Consciente de su talento para crear con manos, yemas, carboncillo, óleo y cuanta pintura tuviera cerca, decidió jugársela ese día de cine invirtiendo lo único que tenía en su bolsillo. Compró un cuaderno de dibujo —hojas A3—, un lápiz oscuro, un borrador y una cinta scoth. 

Con el monstruo en sus manos y la quimera en la cabeza se ubicó veinte escalones más arriba del dibujante —”que pintaba feísimo”— y se dispuso a ofrecer sus servicios. 

No terminaba de  instalarse cuando una señora —su primera clienta— comenzó a reprenderlo por hacerla esperar. 

—Está confundida —pensó el dibujante.

Mientras la mujer seguía sermoneándolo, Luis cuenta que su voz interior le decía “esto es para ti, esto es para ti”.

Figueroa se sentó. Primero plasmó los pliegues de los párpados de la mujer, luego la comisura de sus ojos, después las pupilas, posteriormente las cejas y así fue ofrendando su lápiz al arte con un movimiento simultáneo de cabeza. Mirada en la modelo, mirada en el cuaderno. Al cabo de quince minutos alzó su lápiz y volvió en sí.   

Ese día Luis y su esposa llegaron a casa a las cuatro de la mañana sin haber visto ninguna película, pero con los bolsillos llenos de ilusión; habían descubierto una nueva forma de subsistir.  

Trashojando una carpeta

Luis Figueroa a sus 56 años luce sereno, como si el río que tiene a sus pies —el Guayas— se hubiera mimetizado con él y el sol estuviera cansado de posar en cada uno de sus retratos. 

Lleva una gorra celeste con amarillo que combina con los colores de su camiseta; unos jeans azules, unos skippers café y un canguro negro en el que guarda el dinero que mañana se transformará en su desayuno, su almuerzo y su merienda.  

Hace 20 años, un 27 de octubre, a las ocho de la mañana, se estableció en el Malecón; antes hizo lo mismo en 9 de Octubre y Chile, detrás de la Plaza San Francisco. Y con los años se ha vuelto más prolijo.

—Esto es como una máquina —dice Luis desde una silla donde evoca sus inicios mientras espera a sus clientes—. En el primer dibujo me demoro un poquito, en el segundo un poquito menos, en el tercero menos aún, y después todo es rapidísimo.

Su jornada de hoy ha sido tranquila, pero eso no significa que Luis haya podido dedicarse a la contemplación. Un turista italiano le ha pedido que retrate a sus perros —en total, catorce cuadros—. Con entusiasmo trashoja la carpeta que tiene en sus manos para que su contertulia observe la diferencia entre un perro y otro.  

Una pequeña muestra de la destreza de Luis Figueroa con sus lápices. El carboncillo es su herramienta predilecta. Fotografía: Isabel Hungría.

El gremio de retratistas 

En Guayaquil hay actualmente doce retratistas registrados en el gremio al que él pertenece y del cual es su presidente. 

—¿Admira a alguno de sus colegas?

—Sí, pero no por su técnica, sino como persona, y eso es lo más importante. 

—¿Usted es el mejor?

—No, eso se lo dejo a los clientes. Siempre le digo a mis hijos que en todo lo que hagan deben destacar. Siempre fui bueno para el dibujo, he sido determinante y detallista.

Su tono de voz es tenue y así se mantiene durante toda la conversación. Se niega a subir el volumen, a pesar del pedido de su interlocutora, que teme no poder escuchar luego la grabación. 

—Mi voz es así —dice irrefutable el retratista. 

Figueroa ganó un concurso de plumilla en el que fuera su colegio, el Vicente León, un evento auspiciado por diario El Universo. Pero su reivindicación como artista llegaría más tarde, cuando ingresó al instituto de Bellas Artes, donde se convirtió en un dibujante de fuste. 

El artista en acción

Por cada retrato, Figueroa cobra 10 dólares, no obstante su tarifa puede ser tan incierta que llega a 50 dólares si nota que el cliente es exquisito. Está acostumbrado a ganar plata, por eso no desprecia ninguna propuesta económica cada vez que negocia su arte. 

—Con cinco dólares se puede comprar una libra de carne, ¿qué empresa me va a pagar lo que yo gano aquí? —confiesa. 

Luis pacta con un joven el precio de un retrato en siete dólares (por la caricatura hubiera cobrado cinco). 

—Mírame y baja un poquito el mentón —pide al muchacho de complexión gruesa, que bordea los 17 años. 

Luis le saca punta al carboncillo, se acomoda, cruza las piernas, hace trazos y difumina. Ya en la efervescencia de su ritual artístico, en medio de un conato de lluvia que no dura más de cinco minutos, cambia el lápiz de carboncillo por uno de cerámica y se vuelve a enajenar. 

—No tiene la belleza de los otros cuadros, pero se parece y eso le encanta a la gente; no se trata solamente del parecido sino de la velocidad; sin borrador, sin nada. Tuve que reemplazar el lápiz porque está garuando y al difuminar con las yemas se hizo un poquito de lodo en el soporte, pero como soy retratista viejo cambié de estilo —aclara.

Figueroa es rápido y preciso con sus trazos. Por cada retrato cobra diez dólares, y por cada caricatura, hasta cinco dólares. Fotografía: Isabel Hungría

El dibujante continúa con las lecciones de pintura

—Eso se llama truco en el arte. El significado de “arte”, según el diccionario español, es “maña”, así como “maña” es igual a “arte” porque el arte es maña. Hay que sabérselas nomás. 

Lo que el retratista quiere decir es que “truco” significa, según el Diccionario de la Lengua Española, “cada una de las mañas o habilidades que se adquieren en el ejercicio de un arte, oficio o profesión”. 

Figueroa además es de esos dibujantes de la vieja guardia a los que la tecnología les escuece los ojos, por eso puede reconocer fácilmente las virtudes de varios tipos de lápices, como el Faber Castell de cerámica, con el que rescató el retrato que hizo del joven cliente; o el de sepia o el sanguínea. Eso sí, es categórico al defender el lápiz de carboncillo, al que le dedica contundentes elogios: “es bello y la gente lo ama, pinta como si fuera una fotografía”. 

—Mírame los dedos, son mis pinceles, cuando yo pinto utilizo esto, esto y esto —se refiere a la eminencia tenar, el rodete dígito palmar y la eminencia hipotenar de la palma de la mano—. Para mí todas las partes de las manos y del cuerpo son una herramienta, por eso también me pongo el lápiz en la oreja o en la boca. 

El carboncillo es la técnica que más utiliza y si bien puede difuminar con la técnica de rayas, él se decanta por las yemas porque le dan realismo a su trabajo. Está consciente de que la cartulina sobre la que dibuja no es la mejor, pero se defiende al revelar el precio de mejores soportes para su arte como la pancacoa de 600 gramos o de la fabriano, cuyo costo supera los 12 dólares.

Manifiesta que en sus exposiciones colectivas recibe siempre halagos y que le gusta trabajar con los indígenas, pues su padre es de Sevilla de Oro, un cantón de la provincia del Azuay que hoy tiene menos de diez mil habitantes. 

—Cuando voy a la Sierra, a El Ejido, mi insignia es Tránsito Amaguaña (la activista indígena +). Pero ellos trabajan al óleo, yo con carboncillo, por eso no me ven como una amenaza. 

—¿Ha retratado a algún famoso?

—Hace dos años retraté a Luisito Comunica; no quería cobrarle, pero la producción me pagó 170 dólares-. 

—¿Regatean los extranjeros?

—Pero claro, por un dólar pelean. 

Los saco “muñeco”

Reconoce que muchas veces le ha tocado arreglar las facciones de sus clientes para que se vayan contentos. En esos casos es habitual que le agradezcan con evidente vehemencia: 

—¡Me ha sacado idéntico, maestro!

Luis ríe a carcajadas y remata con una frase criolla: 

¡Yo los saco muñeco!

A las mujeres —dice— trata de no ponerles todos los rasgos, como las quebraduras de los ojos o los pliegues de la boca, para que en otra ocasión lo busquen. 

—Cuando dibuja a una persona ¿en qué se fija primero? 

—Los ojos determinan la belleza de una persona, pero así también en la mirada puedes ver la gloria, la maldad, la envidia.

En una ocasión, una chica le pidió que fuera a su universidad porque le habían pedido que llevara a un artista de la calle. Luego de negociar cuánto le cobraría por ir, el dibujante fue al coloquio y se vio azotado por las preguntas que le hacía uno de los académicos.   

—Me había tomado unas cinco cervezas y cuando llegué había un aforo de unas dos mil personas. Pero yo soy cuajado, a mí es muy difícil que me tumben. 

El petimetre académico le hizo preguntas sobre Van Gogh, la técnica del puntillismo,  el cubismo y un sinfín de temas relacionados con el arte, a los cuales —asegura—respondió con soltura. 

—Cada vez que hablaba me aplaudían, tuvieron que quitarme el micrófono porque yo me le fui de largo hablando de arte, de Velázquez, de Durero, de Da Vinci. La entrevista era de 15 minutos y llegamos a 45 y yo todavía no había comenzado a hablar.  

Un piropo que emociona

Luis Figueroa cuenta también que cierta ocasión una mamá pasó por sus dominios con un niño de unos cuatro años, quien al ver sus gráficos colgados en el caballete gritó: 

—¡Mamaaá! ¡Eso es magia, eso es magia! 

Y de inmediato Figueroa vuelve al presente, se queda callado tras el recuerdo, se conmueve, traga saliva y sus ojos se encharcan. Con la emoción aún desbordada intenta hablar pero solamente logra emitir un sonido balbuceante que lo orilla a quedarse callado nuevamente. Luego, al cabo de un rato, consigue articular palabra:

—Fue un hermoso piropo. 

—¿Qué había dibujado, quizá algún personaje mágico, como Harry Potter?

—No, no me gusta. A mí me encanta Pinocho. 

—¿Quién es su caricaturista preferido? 

—El de Mafalda (Quino); también me encantan Bill Hoest (Los Melaza) y Pepo (Condorito). 

—¿Y su pintor favorito?

—Carl Bloch, un danés que pinta como Da Vinci y Miguel Ángel. 

—¿Y cuál es el cuadro que más le atrae?

La Piedad. El Cristo debe ser rosadito y entra en esa palidez de todo muerto; esos colores sucios, ocres, verdosos, negros, dándole ese entorno tenebroso de la época de Da Vinci. 

—¿Y el cuadro más difícil?

—No, pregúnteme por el cuadro más lindo que he pintado. El de mi mamá —falleció en el 86, cuando él tenía 23 años—. Es el más lindo que he pintado en mi vida, y nunca lo terminaré, lo tengo en la sala de mi casa; no le falta nada, pero siempre le pongo algo, un girasol, una orquídea. Un día, hace 30 años, me dio por pintarla y aún no lo termino. Es al óleo. ¡Un cuadrazo!