Cultura urbana

El hip hop convierte las calles en pista de baile

Revista Bagre
Ilustración: Manuel Cabrera.

Músculos al viento y latidos disparados. Luis, Joseph, Ítalo y Steven tienen 30 segundos para convertir la calzada en una pista de baile donde todo es posible, en donde una maniobra puede seducir o ganarse la indiferencia de aquellos que van con rumbo desconocido.

Sobre ellos, la noche lleva largo rato siendo negra y solo las luces de los carros dan muestra del ritmo frenético que se vive a esa hora entre Sauces 1 y la Garzota.

“¡Busquen trabajo, marihuaneros!”, grita alguien desde un automotor. 

Pero los bailarines, que tienen la piel encallecida —manos y hombros sobre todo— de tanto roce con el pavimento, ignoran el improperio y siguen con un ritual que, de no ser por la luz verde, arrancaría aplausos.

Revista Bagre. Hip Hop.
Ítalo, Luis, Joseph (Norbit) y Steven bailan hip-hop cotidianamente en un semáfoto del norte de Guayaquil. El sueño de estos jóvenes es viajar a Colombia o a España, en donde no ven con desdén lo que hacen. Fotografía: Isabel Hungría.

¿Electricidad de 220 voltios entre los huesos, un ratón fugitivo entre las piernas o el dominio absoluto del tiempo y el espacio? 

¿Qué es eso que atrapa, seduce y emociona? 

Sus cuerpos tienen propiedades que otros cuerpos ignoran; es como si hubieran aprendido a dibujar en el aire arte abstracto o a componer música visual en altos decibelios.

Mientras las postrimerías de su espalda suda a chorros, el colorado Ítalo, el mayor de todos, interpreta, sin partitura de por medio, un slow motion en cámara lenta, como si el cambio de luz no lo apurara. 

El semáforo, ese artilugio que funge de pistoletazo de salida, está en rojo y, quizás, parece demorarse más de lo debido, como diciéndole a cuatro chicos: vamos, adelante, demuestren lo que saben. 

Algunos vidrios eléctricos, y otros manuales, se bajan un momento y dejan conocer cuánto vale su generosidad, su asombro, su contento. 

Todas son monedas, ni un solo billete. 

Los chicos corren y recogen el “estipendio” sacando cuentas que incluyen, sobre todo, los zapatos, tan solidarios con ellos, tan a ras de suelo, tan usados y abusados, que ya mismo se evaporan. 

Los cuatro mosqueteros, todos para uno y uno para todos. El fruto de su trabajo es repartido al final de la jornada en partes iguales. Fotografía: Isabel Hungría.

Una casa no es una casa sino quienes la habitan, sugiere César Vallejo en su poema “No vive ya nadie en la casa”; lo mismo sucede con las calles, que no son ellas sino quienes le toman el pulso cotidianamente. 

Los pasos del hip hop

El espectáculo bajo el semáforo sigue porque el vaticinio de la lluvia, aunque pudiera refrescar a los bailarines, se quedó solo en amenaza. 

Con las piernas hacia arriba, como si saludara con ellas a sus espectadores de ocasión, y sostenido con una sola mano, Joseph (Norbit, como el de la película) demuestra que la ley de la gravedad es puro cuento. 

Dice que ese movimiento se llama jumper o hand hop, que es uno de los más complejos y el que atrapa más miradas de la gente. 

Habitantes de los márgenes de la ciudad —Gallegos Lara, el suburbio y Bastión Popular—, cada uno de ellos reconoció sus lazos de consanguinidad bajo los semáforos. 

Fue allí que se comprometieron a exigirles a sus cuerpos todo lo que podían dar, porque esto de llevar un sismo permanente de ocho grados entre sus huesos no es cosa de hace un día ni unas horas. No. 

Hay que darle y darle hasta que el ojo del extraño se encariñe con lo hecho.

Treinta segundos tienen los bailarines de hip hop para seducir a su público. Unas cuántas monedas será la retribución a su esfuerzo y talento. Video: Isabel Hungría.

Otra vez la luz roja se pone de su lado. 

Ojalá durase más de un minuto para que Steven (Junior) pueda seguir con ese boogaloo, como si estuviera cercado por una circunferencia y bailara con ella. 

Luego vendrán, siempre con la anuencia del semáforo, un baby freeze, un leftward, un puppet, un wave, un dobleiu, todos acompañados de frenéticas maniobras y de unos latidos que se pueden escuchar de lejos. 

El aprendizaje

La noche avanza sobre la ciudad, el tráfico decrece con las horas y Luis Mario, de 16 años, el menor de todos, debe mostrar lo suyo porque a menos carros, menos cosecha. 

No hay mucho dinero recogido y repartirlo entre cuatro siempre supone un acto de desprendimiento, de solidaridad, de comprensión. 

¿Alcanzará para el tallarín de un dólar que les vende un venezolano cada día? Habrá que ver lo que depara la voluntad ciudadana.

Un movimiento llamado t-rex completa, por ahora, el repertorio de hip hop que ha aprendido cada uno por su cuenta y riesgo. 

Steven lo aprendió a los 13 años, en el colegio, en el Otto Arosemena

Luego se fue a Vergeles, a estudiar en un colegio militar. Yendo y viniendo de regreso a casa por las calles conoció a los otros miembros del grupo.

“Me llamaron mucho la atención, les pregunté cuánto tiempo tenían bailando y si podía aprender con ellos. De esto hace ya cuatro años”, comenta Steven, quien luce una argolla, un arete y un tatuaje en forma de demonio

Revista Bagre. Manos. Arte calle.
Un baby freeze, un leftward, un puppet, un wave, un dobleiu. Al momento de mostrar las habilidades en el hip hop todos los pasos se convierten en un arte visual de altos decibeles. Fotografía: Isabel Hungría.

A Luis Mario lo influyó su hermano, que también baila. Tal como Steven, se inició en el colegio y afianzó su aprendizaje con otros chicos con las mismas inquietudes. 

Ítalo, “El Colorado”, tiene más experiencia por la acumulación de años. Es el mayor y no solo baila sino que pinta: es un artista plástico al que le gusta el arte. 

Empecé a hacerlo como un hobby, porque me gusta bailar”, señala, y agrega que la covid también lo afectó, pues nadie quería bajar los vidrios de su auto por temor a contagiarse. 

Por eso, “en julio del año pasado empecé nuevamente a venir”.

Norbit, en cambio, se inspiró en la película Step up 3 para comenzar ese gusto sin vuelta atrás que es el baile.

“Me encantó tanto esa película que me gustó el baile, pero jamás me atreví a hacerlo hasta tiempo después en el colegio, donde tenía un primo y un amigo que bailaban”.

Alumno del Vicente Rocafuerte, sometido a un duro entrenamiento en el parque Puerto Lisa, Norbit asegura que bajó hasta 50 libras porque era gordo.

Las calles, sus aliadas

Revista Bagre. Manos. Hip Hop. Calle.
Las manos y los hombros pasan la factura al final de la jornada, sobre todo en esos días en los que el sol se vuelve intratable. Fotografía: Isabel Hungría.

La estatua de Roldós tiene un año viéndolos sin pestañear hacer street show, enfrentados a la cruel paradoja de que cuando hace sol la gente se muestra más generosa. 

Sin embargo, el sueño de estos bailarines es irse a Samborondón —también quisieran irse después a Colombia o España—, en donde su gente puede ofrecer mucho más de 20 dólares diarios. 

Estos bailarines que dominan el break dance, el popping y otros movimientos que ponen en ridículo a las leyes de la física, cuentan que solo cinco minutos pudieron actuar en Samborondón.

Fueron echados sin pena ni gloria, tal como les sucedió en Los Ceibos, junto al McDonald’s, en donde “de una” los municipales les quisieron arranchar las cosas. 

Ni siquiera les dieron los buenos días y hasta los amenazaron con llamar a la policía. 

Luis, Joseph, Ítalo y Steven reconocen que los altos niveles de inseguridad en la ciudad son un obstáculo, pues los pueden confundir con maleantes.

El parlante marca Culson, propiedad de un pariente de Ítalo, con siete horas de vida o un poquito más, comienza a dar signos de debilidad. 

El mal recuerdo del viernes, en el que, tras ocho horas de raspar sin anestesia el pavimento, debieron repartirse cuatro dólares entre cuatro personas, es solo un mal recuerdo. 

Hay que seguir entrenando en el parque de la Kennedy, hay que seguir bailando como si hubieran sido predestinados desde antes de nacer, porque a ellos de Sauces 1 nadie los saca.