“¡Aproveche, que lo sacamos monstruoso!”.
Eso dice Marco Antonio Izurieta a cada transeúnte que desacelera su paso para observar las fotografías que a manera de exposición ha puesto sobre un trípode en la esquina de las calles 9 de Octubre y Pedro Carbo, de Guayaquil.
Son ocho las fotos de la muestra: seis de tamaño regular y dos tamaño postal.
En ellas una pareja de extranjeros posa románticamente delante de la Plaza San Francisco y del edificio del Banco Central, puntos icónicos de la ciudad de Guayaquil que fungen de paredes del estudio improvisado que Marco Antonio instala todos los días en el parque.
“Tuve muy buen ojo desde mis inicios para tomar fotos, rara vez me salían desenfocadas”, dice.
Los ojos, los recuerdos, las memorias… todo lo que dice Marco Antonio evoca la actividad a la que se dedica desde hace 25 años, cuando decidió dejar la venta de productos químicos y comprarse la Polaroid en 125 mil sucres, que lo escupió en el Malecón Simón Bolívar en tiempos en que gran parte de la ciudad olía a orina.
“Me encanta la venta, me encanta estar en contacto con la gente, pero sobre todo me gusta PRIGMATIZAR (alza la voz como si estuviera impartiendo una clase de Filosofía) el rostro de las personas”.
“Al tomar una foto veo el perfil de la persona, su mejor lado y la manera cómo se para”.
“Me proyecto especialmente en la profundidad de campo. No solo me enamoro de la imagen, me enamoro de la fotografía. Es como el pintor que para pintar un cuadro debe primero enamorarse del paisaje”, dice bajo un sol que gravita sobre su cabeza.
El pterigión, una carnosidad que se ha alojado en su ojo izquierdo, no le impide ser un magnífico fotógrafo, como el mismo se califica sin titubear. Esta muestra de autoconfianza y amor propio proviene de una frase que ha escuchado a menudo:
“No me vanaglorio, por favor, pero muchas personas que han venido aquí me han dicho: primer fotógrafo que me saca bien en una fotografía”.
Con 59 años a cuestas —aunque luce unos 10 años menos— este artista de un metro setenta y tres de altura, piel morena, salpicado de lunares, delgado, pelo apretado, de carácter extrovertido y con una facilidad extraordinaria para conversar dice que su “querida Guayaquil” se puso hermosa desde el año 2000 en adelante.
Quizá por eso él ha hecho ósmosis con sus calles y ha adoptado esa forma campechana del habla guayaquileña caracterizada por su jerga desenfadada.
Una pareja de complexión rolliza se detiene para ver las fotos de su exposición: “Venga, venga”, les anima, “que yo tengo la cámara que elimina la guatita”.
“Dígame Marc Anthony, por favor”, sugiere Marco Antonio con voz ronca y evidente entusiasmo en medio de los gritos furibundos de vendedores de agua, lotería y otras chucherías.
Entonces aclara, demostrando lo dicharachero que puede ser, que sus amigos le llaman de esa forma porque es fanático de este cantante.
“Bieeeennnn, tu amor me hace bieeeennnnn”, parafrasea al puertorriqueño para afianzar su comentario.
“Me robaron la cámara“
Marco Antonio Izurieta dejó de vender productos químicos para dedicarse a la fotografía, actividad que ejerce desde hace más de 25 años cuando tuvo su primera Polaroid y se ubicó en el Malecón para ofrecer sus servicios.
Marco Antonio dice ser una persona letrada a la que le gusta leer, profundizar y captarlo todo, de modo que no le supuso mayor esfuerzo aprender a tomar fotos.
Su afición por esta profesión viene de años atrás, cuando a sus 25 años vio una imagen familiar que lo dejó patidifuso.
“Vi un retrato en el que yo tenía siete años y me di cuenta de que pueden pasar los años pero la imagen de la persona queda PRIGMATIZADA (vuelve a elevar la voz); entonces empecé a interesarme en que las personas se den cuenta de cómo eran y cómo son ahora”.
Las primeras lecciones de fotografía las recibió de un tío suyo que trabajaba en Kodak, después ingresó a un gremio de fotógrafos que se reunía en las calles 6 de Marzo y Aguirre, en donde pudo conocer al famoso Elio Armas, un colega al que admiró mucho.
Luego Marco Antonio, ávido por conocer todo lo que involucrara la fotografía, se compró una cámara Yashica, cuyos rollos mandaba a revelar a Ecuacolor.
Para Marco Antonio Izurieta no hay cámaras como las análogas, por más modernas que sean las de ahora.
“Venga que lo saco monstruoso” le dice a cada transeúnte que camina por su cuadra para convencerlo de que no hay mejor fotógrafo que él.
“Trabajaba con un compañero y un señor me pidió que le hiciera una sesión de fotos a unas cuadras de aquí. Entonces le entregué la cámara a mi colega para ir a ver el lugar donde tomaría las fotos”, cuenta Marco Antonio. “Al llegar al sitio, el cliente me pidió que lo esperara porque debía sacar dinero de un cajero para pagarme. Lo esperé 15 minutos, media hora, una hora, y al ver que no volvía regresé a mi puesto de trabajo. Ya en el sitio, al pedirle a mi compañero la cámara me respondió: tu cliente dijo que le habías pedido que te la llevara y se la entregué a él”.
“¡Nos robaaaaaron!”, fue lo único que Marco Antonio atinó a decir en ese momento.
“Me había enamorado tanto de esa cámara que sabía lo más mínimo: qué velocidad ponerle, qué diafragma, qué abertura; o sea, conocía a esa Canon más que a mi mujer, jajajaja”.
Un instruido letrado
Aquel robo causó gran amargura en el fotógrafo, pero no tanta como la pérdida de la casa en la que creció y vivió.
Ese tema lo ha conducido a dominar una materia como si fuera un instruido letrado: la sucesión de bienes.
“Resulta que un estafador que trabajaba con un abogado pillo se quedó con la casa de mi tía después de dizque haberle comprado la propiedad en cien mil dólares. Y yo me pregunto: ¿dónde están los cien mil dólares? ¿Cómo me demuestra ‘el comprador’ de dónde sacó ese dinero para adquirir la propiedad de mi tía? ¿Enriquecimiento ilícito, acaso; lavado de activos, tal vez? ¿Y por qué nunca declaró al fisco ese dinero?”, dice Marco Antonio con manifiesto anhelo de justicia.
La casa, avaluada según él en cien mil dólares, está ubicada en las calles Noguchi y Francisco de Marcos, en donde él vivió desde los 12 años.
Marco Antonio arguye además, con solvencia en asuntos bancarios, que el banco debería tener una constancia de las transferencias porque es imposible guardar cien mil dólares en un colchón.
Aunque el hombre lanza cada tanto cuñas publicitarias a quienes se acercan a observar sus fotografías, no pierde el hilo conductor de la conversación.
Se muestra esquivo cuando se le consulta más detalles del hecho. “Tuve problemas legales” se resuelve a confesar después de un prolongado silencio, entonces aclara que una inquilina del piso de abajo de la vivienda de su tía era maltratada y él intervino.
“Este hombre estaba al tanto de las intimidades de la familia, por eso supo que mi tía no tuvo hijos y que mi hermana y yo éramos sus únicos herederos. Lo que sucede es que en los documentos de mi mamá, que ya falleció, no consta el apellido de mi abuela (Mondragón) sino las palabras ‘madre desconocida’. Pero en la fe de bautismo (que reposa en el cantón Catarama) y en la partida de nacimiento, sí”.
Se prolonga en su exposición: tiene conocimiento de que “una heredad no se puede veeendeeer sin el consentimiiiiento de todos los heredeeeeeeros”.
“Mi tía, que murió de 95 años y a quien cuidé, nunca ha pedido prestado dinero a nadie y menos a un empleado de un abogado”, remarca con indignación.
Explica que tiene tres años para pelear por esa casa, antes de que el caso prescriba, pero no tiene dinero para pagar a un abogado, por eso está dispuesto a entregarle a cambio por la defensa uno de los departamentos del bien que espera recuperar.
La determinación de Marco Antonio por ser autodidacta le ha conferido un halo de maestro que permanentemente lo orilla a preguntar a su interlocutora si conoce algunas de las palabras que pronuncia. “¿Usted sabe lo que significa cloaca? ¿Usted sabe lo que significa testaferro? ¿Usted sabe lo que significa costas procesales?”.
La necesidad de seguirse explayando lo aboca entonces a contar que “por buena gente” purgó 22 meses de cárcel.
“Me acusaron de coyoterismo y trata de blanca por ayudar a unos amigos extranjeros”.
En ese lapso el protagonista de la trapacería le pidió a su hermana la cédula de identidad para hacer un trámite.
Fue así que “le falsificó la firma a ella y luego la echó, pero se puede demostrar que la firma es falsificada, a través de un perito, y si se comprueba la falsificación el notario va a pagar los platos rotos porque si vomita uno, vomitan todos”.
Tómese una fotografía y llévese un metropolitano
Los rayos de sol empiezan a pegar con crueldad en Guayaquil. Marco Antonio camina hacia su refugio: una banca que le prodiga buena sombra. Desde ahí, situado a unos 10 metros, puede divisar a todo aquel que se acerca a su trípode.
—¿No le da miedo que se lleven su equipo?
—Nooooooooo, para nada.
—¿Lo molestan los metropolitinos?
—Cómo pueden molestar a un ícono de la fotografía, además yo tengo un eslogan bonito: tómese una fotografía y llévese un metropolitano gratis (ríe a carcajadas).
Cuenta entonces que hubo un tiempo en que a ningún fotógrafo le permitían usar el trípode porque las autoridades esgrimían que obstaculizaba el paso peatonal, pero tuvieron que recular en esa decisión porque este es un “aparato an-ces-tral”.
Marco Antonio se pone de pie.
—Si usted me acompaña un minutito se va a dar cuenta de por qué es ancestral— pide.
Camina hasta el Monumento al Fotógrafo, que está en la misma plaza, a unos siete metros horizontalmente de la banca, y empieza a impartir una clase de fotografía, como si se tratara de un médico diseccionando un cadáver en un anfiteatro.
—Anteriormente la fotografía en blanco y negro se hacía a través de la caja que usted ve aquí; se debía meter la mano para tomar la fotografía nocturna; en la parte de adentro había un líquido compuesto de citrato de plata, que le daba la imagen a la fotografía. En el momento que uno iba a proyectar la imagen de la persona, sacaba la tapa, una vez —hace el ademán—; la volvía a poner, dos; la volvía a poner, tres; la imagen quedaba impregnada en el papel fotográfico y de ahí se colocaba ese papel en un recipiente con nitrato y citrato de plata”.
—¿Y qué pasó con el trípode ancestral?
—Además de que el trípode mantiene el peso de la cámara, es necesario porque en el día puedo tomar la foto normal, pero en la noche lo necesito para bajar la velocidad y la cámara absorba toda la luz exterior sin distorsionar el rostro de las personas.
—¿Cuál es el lugar más bonito de Guayaquil para fotografiar?
—Guayarte, es pintoresco.
—¿Qué momento del día es mejor para tomar una foto?
—Cualquiera. A mí me da lo mismo, todo depende de la experiencia que uno tenga. Cuando hace sol simplemente aumento la velocidad y cierro el diafragma para que la cámara capte más rápido la luz. En la tarde bajo la velocidad y abro el diafragma; y en la noche abro totalmente el diafragma y bajo la velocidad para que la cámara capte la luz exterior.
El diafragma en realidad se encarga de graduar la intensidad de la luz; hace las veces del iris del ojo, que se abre o se cierra; y la velocidad es el tiempo en el que se recibe la imagen.
La cámara y el “chololar”
Marco Antonio ha hecho de su cámara actual, una Nikon, una credencial que no se quita ni para tomar café, una bebida presente en todas sus tardes para evitar que el sueño se apodere de sus neuronas en virtud del tiempo que le dedica a su labor en la plaza: de 10:00 de la mañana a 10:00 de la noche.
—¿Cuánto cuesta todo su equipo?
—Hay de diferentes precios, usados semiusados y nuevos, estamos hablando de 400 dólares hasta 5.000 dólares porque hay cámaras que tienen 30, 40 y 50 millones de pixeles. Esta tiene 24 millones de pixeles por eso en el momento de la toma nocturna, tanto el primer campo como el segundo salen nítidos. Esta cuesta alrededor de mil 200 dólares, y el trípode normalmente 120 dólares, pero en la Bahía fluctúa entre 50 y 70 dólares.
—¿Sus clientes más frecuentes son ecuatorianos o extranjeros?
—Son las personas más humildes porque hay mucha gente arrogante que saca su teléfono y se toma fotos.
Las fotos salen mejor con la cámara que con el “chololar” porque ningún teléfono puede PRIGMATIZAR —aparecen nuevamente los resabios de maestro que lleva dentro— una imagen. También me han contratado para despedidas de soltera y he visto de todo, pero yo he trabajado pro-fe-sio-nal-men-te.
Explica que en una despedida tiene que cobrar bien porque “primeramente está mi reputación, luego mi integridad como fotógrafo y después mi trabajo sicológico”, (de nuevo la risa se apodera de su garganta).
—Oiga, pero hoy no ha tenido clientes.
—Yo tengo paciencia, recuerde que además de fotógrafo soy vendedor. Para ser fotógrafo hay que tener una buena vida, una buena perspectiva y tener inte…
Corta la charla. Una nueva pareja se aproxima a su remedo de exposición. La atiende.
—¡Venga que lo sacamos monstruoso!
—Una foto a tres dólares y dos a cinco —los motiva.
La pareja se aleja, y él, digno representante del Guayaquil más insolente exclama:
—¡Salgan a pasear más seguido!
La vida de Marco Antonio, paradójicamente, parece haberse mimetizado con la fotografía, que exhorta siempre al retratado a posar con una sonrisa artificiosa.
Con esa impostada actitud, de la que él se ha permeado, quizá busque tapiar el acceso a su insondable mundo interior.
“Yo no pierdo la fe en dios. Pero todo a su debido tiempo…”