Allí están, arremolinados en esa suerte de escaparate de dos kilómetros, artistas y comerciantes de todo tipo de chucherías cuyo único deseo es granjearse un mañana sin hambre. La aorta por la que transitan, la 9 de Octubre, cuyo nombre evoca una fecha importante como el día de la independencia de la ciudad, era llamada en el siglo XVIII Calle de Los Franciscanos, Calle de la Artillería y Calle del Congreso.
Nació con la urbe moderna cuando en la ciudad vieja, en donde actualmente se encuentra el barrio Las Peñas, se agotaron los espacios para edificar nuevas instalaciones. Entonces los concejales, decididos a construir el cabildo, resolvieron extender la ciudad hasta lo que hoy es la calle Olmedo, según escribió el cronista Carlos Matamoros Jara.

Pero es en el siglo XIX cuando pequeños negocios comienzan a darle flujo debido a la construcción del parque Centenario, una plaza emblemática que partió en dos la avenida y convirtió sus veredas en un atractivo para los guayaquileños.
Hoy esta avenida bulle con la marea de gente que va y viene en distintos sentidos en medio del vapor ardiente de la calzada.

Este ambiente, atizado por el calor, propicia el entusiasmo de un séquito de aguateros que, al mediodía, tiene en los rayos solares a un cómplice invaluable. “Agua, aaagua, aaaaguaa”, se desgañitan sin tregua para llamar la atención de uno, dos o tres sedientos que intentan huir del inclemente sol.
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Néstor Aguirre, quien ejerce dignamente las funciones de barrendero, conoce las costuras de esta calle como a sus propios lunares, porque diariamente, desde las 06:30 hasta las 15:00, camina con una escoba, cloro, creolina y otros artilugios que le permiten adecentarla.
Con 40 años a cuestas y cuatro bocas que alimentar va forrado de pies a cabeza, como si el clima le fuera ajeno, para recoger la basura y poner nuevas bolsas en los 22 cestos de metal que la empresa para la que trabaja le ha asignado.
“No hay que pensar qué trabajo coger, si te gusta o no; hay que agachar porque hay una familia que necesita”, dice mientras sonríe cortésmente detrás de su mascarilla.
Lleva ocho meses en esta tarea, tiempo suficiente para ver, oler y palpar las miasmas del puerto que estoicamente sanea. En los basureros de su parcela, que va sobre la calle que pisa desde Malecón hasta Escobedo, se encuentra a diario con todo tipo de desperdicios: desde heces fecales hasta ratones.
No obstante, lo que más le causa pesar es el comportamiento irresponsable de algunos transeúntes que esputan la acera cuando él apenas ha terminado de limpiarla.
Pero Néstor de temas escatológicos prefiere no hablar, aunque entiende los apuros que enfrentan los mendigos ante la falta de letrinas nocturnas donde vaciar sus excretas.

Tuvo justificado temor cuando la covid revoloteaba como ave carroñera sobre las cabezas de los guayaquileños, sin embargo, recuerda que esa fue una temporada tranquila en lo que a su trabajo respecta, porque los desechos públicos se redujeron a su mínima expresión.
Lo suyo, claro está, es la limpieza. Pero la limpieza integral, por eso lleva siempre consigo su colonia, su antitranspirante y les pone brazos a las veredas de su jurisdicción, en donde rasquetea chicles, desmancha bordillos y barre cunetas, aunque esta última actividad no sea de su competencia.
“De la acera para arriba es mío, pero es feo que la acera esté limpia y la cuneta sucia”, esgrime amable para justificar su espíritu bienhechor y el carácter que le imprime a su imprescindible oficio.



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“¡Lotería, loteríííaaa!”, anuncia a voz en cuello otro grupo de individuos que urgidos por el día y la hora seducen a los viandantes, con la ilusoria promesa de que más tarde, cuando el reloj marque las 19:00, su austera vida no será otra cosa que un triste recuerdo.
“¡Hoy juega, hoy juega!”, repiten con vehemencia, mientras trashojan los boletos que llevan en sus manos convertidas en bisturí cada vez que seccionan los guachitos situados en el centro de las planchas.
Julio Seminario, en cambio, no grita ni deambula por las calles para llamar la atención. Floretea un fajo de billetes como si se tratara de un abanico con el que mitiga el inclemente calor, aunque la temperatura en esta danza de dinero sea lo de menos.
Desde hace 20 años se instala en 9 de Octubre y Pichincha con una bandolera negra, que procura seguridad a sus pertrechos, y una credencial desgastada, que avala su condición de cambista.
A este oficio debió acostumbrarse, aunque muchas veces vuelva a su casa, en el Batallón del Suburbio, en cero. Hace dos décadas lo despidieron de la empresa para la que trabajaba y se vio urgido a encontrar en la calle la forma de llevar el plátano a su casa.
Tiene 68 años y con él son 60 los compañeros de su gremio que, plantados en esa zona, apelan al mismo ritual: abanicarse con euros, pesos, soles, yenes y cuanta moneda exista, mientras esperan con paciencia imperturbable a turistas, familiares de migrantes y personas con préstamos en euros.
“Aquí se compra más barato que en el banco”, aclara al mismo tiempo que se baja la mascarilla y entra en confianza con su ocasional interpelante.
Que el euro está a 1.25 para la compra y a 1.18 para la venta; que no recibe bolívares ni pesos argentinos desde hace un año por su continua devaluación; que lo máximo que ha cambiado son cuatro mil dólares; que no hay moneda que se salve de ser falsificada; y que los 20 años que lleva en su vereda le han dado la experiencia para identificar los billetes falsos que le han pretendido cambiar.
¿Y cómo están esas matemáticas? La calculadora ayuda, matiza con una sonrisa apocada mientras camina con la mirada a un hare krishna que invade su metro cuadrado para ofrecer incienso.
Vuelve en sí y hace algunos apuntes necesarios sobre su labor: el dinero del que parece ufanarse todo el día cuando agita sus manos y se da aires de acaudalado no es suyo, de modo que a las 18:00, cuando su faena diaria concluye, rinde cuentas al prestamista que le provee los billetes, se saca la credencial y se desentiende de su bandolera.


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Wilfredo Pineda no tiene credencial pero lleva dos meses en Ecuador y uno pergeñando el saxofón en el vestíbulo del Banco Central, justo al frente de donde se ubican los cambistas. Por disposición del municipio de la ciudad, desde hace un año los artistas que trabajan en la calle no necesitan de ningún documento que avale su capacidad.
Pelo entrecano, piel cobriza y contextura delgada, deleita desde su acera a todo aquel que tiene oídos, porque su repertorio, como el de todo músico profesional, es variado.
Cuenta con nostalgia que fue a sus 16 años cuando en una escuela militar empezó su romance con el saxofón y tomó la decisión de convertirse en músico. Aclara, y lo hace con rigor, que es técnico especialista en educación musical y que, como todo concertista cultivado, jamás profana el saxofón sin contar con un atril que sostenga su partitura.
Además, aconseja a todo saxofonista neófito, con su inconfundible acento venezolano, que estudie primero la teoría y el solfeo para después ejecutar con mayor soltura el instrumento.
Hace 10 años hizo suyo el Preluder Conn-Selmer de segunda mano que le permite deleitar hoy al público. Pagó 80 dólares por él en una ganga imperdonable, pues un buen saxofón puede valer entre 6 mil y 9 mil dólares, como los nobles y apetecibles Yamaha y Selmer.
No conoce nada de música ecuatoriana, aunque se ha propuesto interpretar el pasillo El aguacate. “Tú eres miiiii amooooor, mi dicha y mi tesoooooro, mi solo encaaaaantoooo…”, amenaza Wilfredo con su garganta. Entonces vuelve a lo suyo, prepara los pulmones, sopla la boquilla y desliza sus dedos por el tubo cónico, mientras golpetea uno de sus pies contra la calzada.
“Tiruriru-riru-riru-riru-riruriru — tiruriru-riru-riru-riru- rirurí…”, sale de su instrumento. La finta de baile que ejecuta al compás de los acordes de Moliendo café secunda la habilidad que Wilfredo derrocha, la cual se ve recompensada con la generosidad de sus seguidores a quienes dedica solo palabras de elogio: “el guayaquileño es bien receptivo”.
Le complace la calidez del costeño, que le recuerda a la gente de su entrañable Maracay, ciudad venezolana en la que vivía. Ahí pudo conocer al quizá más famoso de los músicos contemporáneos de Venezuela: Gustavo Dudamel, cuyo padre, asegura sin atisbo de fábula, tiene una gran amistad con su papá.
Caen las 16:00 horas y su jornada laboral, que empezó a las 10:30, está a punto de morir. Toca “Quizás, quizás, quizás”, del cubano Osvaldo Farrés, y “Havana”, de Camila Cabello. Las interpretaciones motivan a un transeúnte a pedirle una tarjeta para coordinar otro día una presentación privada.
“Aquí se sonríen, son carismáticos. Ojalá pueda arreglar mis papeles”, dice con un halo de esperanza. Entre tanto se coloca la mascarilla y retira el micrófono de su Prelude Conn-Selmer.
Recoge también el amplificador de sonido con el que ha ofrecido un poco de arte a esta hermosa e insufrible avenida, que empezó a latir raudamente cuando en el siglo XIX el teatro El Edén, el negocio de sombreros Madame Tamburini, el salón de baile Fortich y el Banco del Ecuador aterrizaron en su perímetro e hicieron de ella la más representativa de Guayaquil, la ciudad que bulle con sol o sin él, la que parió a Medardo Ángel Silva y a Julio Jaramillo, la que cobija cálidamente a cientos de inmigrantes y la que permite soñar a un tropel colosal de valientes nómadas.