El arte siempre ha estado bajo el ojo del “buen gusto” y de esta forma ha sido aceptable para una comunidad o rechazado. Este tipo de posturas a lo largo de la historia ha llegado a ser cada vez más común, porque tal parece, cuando hablamos de arte y de artistas, que todos se sienten en el deber moral de emitir un veredicto, sean o no consumidores de arte, profesionales de la cultura o aprendices de esta profesión. Y sí, acaban de leerlo bien, es una profesión.
Todo este preludio de ideas da lugar al escándalo por el mural de Okuda en el bicentenario del 24 de Mayo, en esta ciudad aún Franciscana y de conveniencia curuchupa. El 16 de mayo de 2022 se realizó la entrega formal del mural del artista español bajo la colaboración y el financiamiento de la Embajada de España y de la empresa telefónica Movistar, así como de Pintulac. Fue un regalo para la ciudad por su bicentenario y formó parte del proyecto “CAMINarte, Ruta a la libertad”, del Instituto Metropolitano de Patrimonio (IMP).
Esta obra posee un equilibrio compositivo, simétrico, donde podemos evidenciar un buen balance de personajes, como son las bordadoras de Llano Grande —con todos sus atributos representados en los collares y las flores— y este personaje animado llamado Pikachu que figura en los tejidos artesanales. El artista fue enfático al decir “que el arte es irreverente, que trata de incorporar diferentes visiones y crear discusión, para que la temática permanezca viva en el consciente colectivo”. Y lo consiguió con un mural muy imponente. Al margen de que nos guste o no, es imposible negar su buena factura y su calidad estética.
Más allá de estos argumentos, el gran conflicto con esta obra es que posee el peso de estar enmarcada en la celebración del bicentenario y no tener nada que ver con ella. Otro desacierto es que posee una temática de bordadoras de Llano Grande, que tampoco está ligada con la comunidad o con la identidad histórica de la 24. Se pudieron haber realizado varias propuestas y guías con el artista y la comunidad de su entorno.
La 24 es un lugar que evoca leyendas, como la del robo del copón y las hostias; donde se hallaba desde chocolates hasta tejidos y zapatos. Como decía mi abuelo, era el lugar en donde estaba la mejor cerveza de Quito, la Victoria; pero también una quebrada llamada Ullaguangayacu o de los Gallinazos, que luego recibiría el nombre de Jerusalén. Es imposible no mencionar que con los años, la 24 se volvió un lugar de vida nocturna, entre bohemia, prostitutas, excesos y comercio informal. Así que había suficiente historia en un mismo lugar como para recrear algo fantástico de la mano de Okuda San Miguel.
Quizá solo hubo, y es habitual en la ciudad y el país, una pésima guía histórica y una falta de asesoría o curaduría de arte urbano.
Les dejo una pregunta: ¿qué pasaría si la obra de Okuda estuviera en cualquier otro lugar de Quito, fuera del Centro Histórico, y no hubiera sido enmarcada en estas celebraciones? ¿Habría tenido más aceptación por parte de los capitalinos?
Por último, es nefasto ver cómo se excluye a artistas nacionales de la gran oportunidad de intervenir una obra de gran formato en un espacio patrimonial. Acaso para las autoridades municipales y estatales el arte urbano local solo sirve para proyectos pequeños o las llamadas reactivaciones, en los que por diligencia de sus propios voceros se dan “incentivos económicos o voluntariado”, un discurso desgastado por instituciones culturales que no entienden ni valoran económicamente dicha profesión.
Para cerrar, si bien el gusto y el soñar mediante una obra de arte son necesarios —y en estos tiempos me atrevería a decir que es urgente vivir a través de ellas—, también es importante respetar su ejecución como en cualquier profesión.
Consumir cultura es vital.
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