Erotismo y vampiros: ¿todavía podemos ser víctimas de Drácula?

erotismo y vampiros
Ilustración: Juan Fernando Suárez.
La imagen del actor Bela Lugosi, con el cabello engominado y una capa negra larguísima, se convirtió en la figura arquetípica de lo que esperamos que sea un vampiro.

¿Qué conecta a Robert Pattinson y su peinado ligeramente rebelde con el Nosferatu de Friedrich Murnau? Excepto la palidez, los colmillos y una sexualidad inquietante, casi nada. En realidad, el vampiro dejó de ser un personaje que cause miedo y se convirtió en algo afable, juvenil, humano. Quizás demasiado humano. Sin embargo, para entender esto habría que hacernos una pregunta básica. ¿Qué es un vampiro?  

Para Carl Jung, estas criaturas son alegorías que responden al temor a la muerte y a la fascinación ante la inmortalidad, ambos sentimientos transversales a los seres humanos. La verdad es que, a lo largo de la historia de las civilizaciones, muchas culturas han registrado entidades que “roban” la energía vital de las personas. Desde Lilith (en la mitología mesopotámica o hebrea) hasta los Jiang Shi (los llamados zombis chinos, o vampiros chinos), dichos seres han sido protagonistas de historias que han constituido parte del imaginario popular durante siglos.

Sin embargo, la inspiración definitiva para la figura del vampiro no llegaría de la mano de apariciones fantasmales, sino de figuras históricas sumamente polémicas y hasta éticamente deleznables como fueron Gilles de Rais (1404-1440), Vlad III de Valaquia (1428-1476) y Elisabeth Báthory (1560-1614), personajes que, si bien en la actualidad serían considerados asesinos seriales y fetichistas, en aquella época, mucho más propicia para interpretaciones sobrenaturales y extravagantes, constituyeron el punto de partida del mito vampírico moderno.

La invención de un mito literario y cinematográfico

Estas figuras históricas darían elementos biográficos e históricos de referencia a varias obras literarias, específicamente a tres iniciales e iniciáticas muy importantes: El Vampiro (1819) escrita por el médico inglés John Polidori, cuya biografía estuvo muy relacionada a varios poetas ingleses del siglo XIX; Carmilla (1872) de Sheridan le Fanu, célebre narrador irlandés, especialista en relato fantástico; y Drácula (1897), quizás la más popular de las tres, escrita por Bram Stoker. 

Las tres obras mencionadas son esenciales porque, si bien la novela de Polidori esbozaría las características generales del vampiro, Carmilla añadió un elemento sexual que resultó fundamental para las posteriores variantes sobre el personaje y, finalmente, Drácula integró los ingredientes esenciales de las futuras sagas vampíricas: 

1) Vestuario elegante y decadente

2) Una belleza marcada por cierta palidez y frialdad expresiva 

3) La sangre como elemento sagrado, vehículo de la vida y la muerte

4) La inmortalidad como condena

5) La cruz cristiana, el agua bendita, la estaca o el ajo como artefactos para derrotar al vampiro

6) Ambientación gótica (aunque esto tendrá variantes conforme avance el siglo XX)

7) Un erotismo ligado al sadismo, a la succión de la sangre con colmillos sobre cuellos pálidos, y a lo sobrenatural (aunque esto también se fue modificando con el paso del tiempo)

Escena de Nosferatu, en la que el conde Orlok se alista para morder un cuello.

Así, el relato vampírico adquirió un protagonismo especial en el cine. Aunque Nosferatu (1922), de Murnau, y Vampyr (1932), de Dreyer, son antecedentes fundamentales en la historia del cine vampírico, Drácula (1931), de Tod Browning, es la película icónica del subgénero, incluso en la actualidad: la imagen del actor Bela Lugosi, con el cabello engominado y una capa negra larguísima, se convirtió en la figura arquetípica de lo que podría ser y de lo que esperamos que sea un vampiro.

A Lugosi le acompañaba todo para caracterizar a ese personaje: su origen húngaro, serbio y rumano, su formación shakesperiana, sus cejas tupidas y sus ojos levemente rasgados. Por eso, configuró la referencia visual de cómo debía lucir un vampiro. 

Cuando los ingleses tomaron la posta y la productora Hammer empezó a producir películas de vampiros, el gran Christopher Lee tomó a Lugosi como referencia visual, aunque radicalizó sus gestos. Su caracterización, en la película Drácula (1958), llevó el mito vampírico en una dirección más actual, como preámbulo de la liberación sexual de los años sesenta y setenta. 

Si algo caracterizaba a estas películas (aparte de la persecución del actor inglés Peter Cushing, emblemático por haber encarnado a Van Helsing) era el desparpajo de los vestidos semitransparentes, los maquillajes acentuados, las bocas de color carmín con grandes colmillos, y otros símbolos sexuales que ponían en juego actrices británicas como Melissa Stribling o Carol Marsh, quizás por primera vez en la historia de las películas de este tipo. 

Drácula de Terence Fisher.

Fragmentos de varias cintas vampíricas de la productora Hammer

Esa voluntad por hacer explícito el carácter sexual del vampiro se haría más evidente no solo en las subsecuentes películas de la productora Hammer —Las novias de Drácula (1960), Drácula: príncipe de la oscuridad (1966), Drácula A.D. 1972 (1972) o las que integran la trilogía de los Karnstein (una serie de películas centrada en el personaje de Carmilla)—, sino también en otros contextos cinematográficos. 

Así, en España, Vicente Aranda filmó La novia ensangrentada y Javier Aguirre Fernández, El gran amor del Conde Drácula. En México se filmaría, con ese mismo espíritu, una película considerada maldita, Alucarda (1978) de Juan López Moctezuma, la misma que incluía alusiones a brujería, posesiones demoníacas, lesbianismo, orgías. 

El vampirismo se ha había convertido para ese momento en una estética rupturista, afín a los devaneos del softcore (pornografía ligera, donde no se llegan a ver actos sexuales), el cine de explotación, la libertad sexual, la estética del rock, la revisión de ciertos hechos históricos, como en Blacula de 1972, dirigida por William Crain —donde el vampiro es negro, pues había sido un príncipe africano mordido por el Drácula rumano durante una visita protocolar—, o, incluso, en motivo de sugerentes réplicas, como en Nosferatu de 1979, dirigida por Werner Herzog.   

El vampiro mainstream

Quizás fue el agotamiento del mito por el cual este tema perdió importancia mediática y capacidad expresiva (aunque hubo todavía alguna película de vampiros valiosa, como El ansia de 1983, con el cantante David Bowie en el cartel). Sin embargo, esta temática fue reemplazada en el gusto popular por otras tramas fantásticas y terroríficas, algunas más cercanas al gore y al slasher (como Pesadilla en la Calle Elm o Viernes 13), a otras formas de posesión diabólica (Poltergeist, Hellraiser) o a fenómenos extraterrestres (como la mítica serie V). 

A inicios de los noventa, no obstante, reapareció con fuerza el mito del vampiro en películas como Drácula de Bram Stoker (1992) de Francis Ford Coppola. 

Esta película se podría considerar como el punto central del vampirismo contemporáneo, en el que, si bien se mantiene la estructura simbólica del mito, la estética se vuelve progresivamente más standard (al menos en su versión más hollywoodense). De hecho, si bien aquel filme es una adaptación del clásico de Bram Stoker, no posee el erotismo espontáneo y orgánico de las películas producidas por Hammer (más bien se siente extremadamente calculada), aunque técnicamente es superior a cualquier adaptación previa. En adelante, todas las películas de vampiros son recreaciones más o menos afortunadas de esa estética y propuesta simbólica ya configurada a mediados del siglo pasado.  

Posteriormente aparecerían películas como Entrevista con el vampiro, adaptación de Neil Jordan, a partir de una novela de Ann Rice (quien se basó para crear su obra en un personaje de una película llamada La hija de Drácula, de 1936). En sus novelas los devaneos eróticos y los conflictos existenciales de los vampiros se vuelven centrales. Hablamos de vampiros existencialistas, atormentados, con problemas sentimentales, sexualmente diversos. Aunque esta película es brillante (probablemente mejor que la de Ford Coppola), es evidente que el mito vampírico había perdido potencia para reflejar y sintetizar los miedos humanos ante lo desconocido (de lo que hablaba Jung): los vampiros se habían humanizado. 

La saga de Crepúsculo, con todos sus líos adolescentes (a veces tan teatrales como el Drácula de Lugosi, aunque sin su magia fundacional), encarnaría finalmente la domesticación del vampiro y el desplazamiento de lo atávico e incontrolable hacia otra clase de cine de terror como, por ejemplo, en El Babadook, de 2014, o Lamb, de 2021, que sí dan miedo.

Fotograma de Robert Pattinson en Crepúsculo (2008).

Actualmente, la sexualidad desaforada del vampiro habría que buscarla en el cine independiente como, por ejemplo, en Solo los amantes sobreviven (2013) o Lo que hacemos en las sombras (2014), aunque a momentos sea en clave paródica. 

Sin embargo, y recapitulando, la película de Coppola posee una de las escenas más enigmáticas y provocadoras de la historia del cine, en su erotismo barroco e infernal: cuando Jonathan Harker (un joven Keanu Reeves en la cinta) es seducido por las “novias” de Drácula (una de ellas, Monica Bellucci). Una recreación del erotismo vampírico de las películas producidas por Hammer, en la que dialogan bastante bien la rareza y el exceso con esa amalgama de sensualidad y violencia que tanto nos ha atraído a lo largo de los años.

En todo caso, si ponemos atención al fragmento de las películas de Browning y Coppola, nos daremos cuenta de que relatan un mismo momento narrativo, aunque evidentemente el segundo lo hace de una manera mucho más explícita. 

Otra escena que catapulta el erotismo vampírico es la protagonizada por Winona Ryder (Mina) y Gary Oldman (el conde Drácula): mientras Mina toma una copa de absenta iluminada en tonos claroscuros, con una decoración decadentista, lujosa, exuberante, se muestra su pálida belleza, que parece propicia para encarnar una víctima. 

Escena de Drácula, con Gary Oldman y Winona Ryder.

Quizá la distancia que hay entre ambas escenas nos muestra el modo en que el erotismo vampírico se ha adaptado a las sensibilidades de épocas muy distintas y, probablemente, lo haga durante mucho tiempo más, de modo que sea inevitable no pensar en esas criaturas que, como decía Carl Jung, nos remiten al Eros y al Tánatos, esos seres que nos seguirán seduciendo desde las sombras.

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