Cuando pensamos con nostalgia en aquellos días de nuestra infancia y temprana adolescencia, no es raro encontrarnos con viejos fantasmas de alegrías pasadas. Antiguos placeres mundanos que hacían las delicias de nuestros mejores días están casi siempre vinculados con aquellos momentos en donde fuimos genuinamente felices. Muchos de estos han impulsado nuestras pequeñas aspiraciones y han formado varios de los conceptos que aún creemos o defendemos.
He considerado introducir este texto con tal apego nostálgico debido a que su temática, la cultura otaku, me toca personalmente y, como muchos nuevos adeptos que han respirado de los nuevos aires de la ola del anime actual, hemos llegado a ella gracias a series televisivas.
Para este sobreviviente de la última década de los ochenta y posterior desarrollo de los noventa, la llegada de series como Dragon Ball, Súper Campeones, Sailor Moon o Caballeros del Zodiaco, hizo que nos replanteáramos la forma en la que veíamos, no solo a la televisión y al ocio, sino que también la forma en la que concebíamos el mundo. Recordemos que el término otaku, según la RAE, está directamente relacionado con el gusto por el anime (animación japonesa) y el manga (historieta japonesa).

Aquellos que conocimos a la cultura del país del sol naciente por alguno de estos medios, nos dejamos maravillar por ese conjunto de costumbres y creencias que no podía dejarnos indiferentes a quienes estábamos acostumbrados a un tipo de televisión especifico; una programación que venía impregnada de valores que festejaban el “sueño americano” y que se acomodaba en esos estándares.
Por otra parte, el marcado bagaje cultural con el que venían impregnadas esas series hacía que más de un niño de este lado del charco sienta, como mínimo, un atisbo de curiosidad inusitada.
Y aunque mi generación tardó demasiado en ver con buenos ojos y aceptar la convivencia de nuestro status quo con estas novedosas narrativas, ahora ya podemos decir abiertamente que la llamada cultura otaku está, y permanece, más activa que nunca dentro de nuestro imaginario colectivo.
Actualmente, pertenecer a esta suerte de subcultura no significa un problema en cuanto a la imagen con la que la sociedad mira a los otakus. Las épocas en las que, incluso, el término “friki” era considerado peyorativo (por venir del inglés “freak”, “fenómeno”), han quedado atrás. Quienes gustan de más cosas de la cultura popular general, aparte de las japonesas antes mencionadas, son llamados frikis y empatados con los llamados otakus por uso y antonomasia.
Así, lo otaku ha ido gozando cada vez de más aceptación gracias a que ha sabido instalarse como una parte importante del entretenimiento actual. Les debemos mucho a las series que cruzaron el charco primero y que supieron captar a esos primeros adeptos que se han quedado con esta cultura como con una bandera personal.
Se agradece incluso que, ahora, este fenómeno sea visto de mejor forma frente a la población en general, pues podríamos hablar, en otro momento, sobre el bullying que recibíamos aquellos que manifestábamos nuestro gusto por estas producciones abiertamente en épocas de juventud.
En un comienzo, gente de generaciones anteriores que creció y se formó en los albores de los años sesenta o setenta, venía ya con un aviso de esta “invasión asiática” (término que un profesor mío alguna vez acuñó para referirse al fenómeno que nos trae a este artículo hoy), a través de series televisivas como Mazinger Z o Voltron; indispensables programas que eran vendidos como parte de los bloques infantiles.
Aun así, el verdadero despegue de la popularidad de la animación japonesa no sería vista, de este lado, hasta los noventa, con series como las anteriormente mencionadas.

Con todo esto dicho, cabe en este punto preguntarnos: ¿qué fue lo que hicieron bien (o no) estas series para calar tan profundo en nuestro imaginario? ¿Qué hacen las series actuales para atrapar a los nuevos adeptos?
Pensemos que nosotros, otrora niños o adolescentes, veníamos de alimentar nuestra sed de ficción con la programación estelar exportada desde Estados Unidos, programación fuertemente sesgada hacia el uso y aprendizajes de valores, todos ellos relacionados con los estándares morales requeridos por las televisoras (con todo y moraleja explícita, en muchos casos; basta recordar a He-Man).
No obstante, hay un dato que es importante para entender la amplia aceptación por parte de los niños latinoamericanos para la animación japonesa: el rechazo o poca importancia de los niños norteamericanos en los bloques de programación infantil. Se dice que varias series, como Dragon Ball, por ejemplo, no supieron despertar el interés en la infancia norteamericana, al menos no en un primer momento.
En esa parte del globo, tardarían al menos una década más en alcanzar el éxito que ya empezó a surgir en Latinoamérica desde finales de los ochenta. Sin embargo, al llegar esas series hasta acá, muchas de ellas “rebotadas” o rechazadas por televisoras por no apegarse a los estándares de una animación infantil norteamericana, aquí fueron admiradas y consumidas hasta el hartazgo.
Esto se puede deber a que los niños latinos estábamos más acostumbrados a las narrativas lentas y melodramáticas que mirábamos, de soslayo, junto con los adultos de la casa que consumían telenovelas y demás programas actuados. En Estados Unidos, los programas infantiles se basaban en episodios cortos, sin demasiada relación entre ellos y con formatos autoconclusivos, enfocados principalmente en la venta de juguetes.
Engancharnos, por tanto, a una serie de animación japonesa nos resultaba más sencillo, puesto que el hilo argumental que se desarrollaba durante cada episodio siempre nos fue más fácil de seguir.

Los animes actuales han sabido aprovechar la atención latinoamericana y han bombardeado masivamente a nuestro continente con cada vez más series para el consumo de masas. Las historias que van adquiriendo relevancia en Japón son traídas directamente o con muy poca diferencia a este lado del mundo.
Para los otakus actuales, no solo la aceptación les ha sido favorable para poder expandir su subcultura, sino que también los atajos mediáticos que ofrece el internet actual han contribuido a que los elementos necesarios para su correcto posicionamiento estén alineados. Muchas obras como Demon Slayer o Attack onTitan se han convertido en clásicos instantáneos y son esperados por fanáticos en todo el mundo.
Habría que darle una mención especial a aquellas series que llevan más de veinte años en emisión y que han sabido mantenerse en el imaginario colectivo imbatiblemente, juntando a varias generaciones de fanáticos que esperan el final de sus historias, como One Piece o Hunter X Hunter.
Y como decía, para un otaku de la vieja guardia como el autor de este texto, se agradece este nuevo y constante brío para esta subcultura que no decae puesto que así, quienes nos consideramos, hasta ahora, otakus, podemos seguir apreciando y aprendiendo de la cultura nipona sin tanto trámite ni precaución.