Juan Gabriel: «lo que se ve no se pregunta»

Juan Gabriel
Ilustración: Manuel Cabrera.
En una era en que “salir del clóset” es tan importante para la imagen y la representación en los medios, Juan Gabriel se negó siempre a que lo encasillaran bajo un estigma.

No crecí rodeada por hombres amorosos, sensibles, honestos. Toda mi infancia, desde la primera vez que mi padre me llevó a un partido de fútbol, los hombres me dieron miedo. Estudié en un colegio en su mayoría de varones, donde el ambiente era decididamente masculino. Mi terror se intensificó. De ahí, cuando me mudé a Estados Unidos, donde vivía la familia de mi madre, mi abuelo continuó esta fórmula de autoridad sobre las mujeres de la casa, sin importar nada. Pero alguien que era universalmente aceptado, admirado y escuchado era el gran Juan Gabriel. 

Recuerdo que todos los sábados, sin falta, el abuelo sacaba su pequeña radio y ponía disco tras disco de música mexicana. Entre ellos, claro está, el de Juan Gabriel. Nunca pude entender por qué mi abuelo y mi padre, dos hombres “chapados a la antigua”, con sus típicas reacciones homofóbicas y su inamovible versión de cualquier disidencia amaban tanto a un hombre que desafiaba todos y cada uno de sus prejuicios.

“El Divo”, le decían, “súbele el volumen, me encanta esa canción”, tarareaban, cantaban a todo pulmón los clásicos como “Hasta que te conocí”, “Se me olvidó otra vez”, “No tengo dinero”, y muchas otras. Cuando salía en la televisión, con sus trajes de charro enteramente bordados en lentejuelas, sus camisas de vuelos, su famoso delineador negro marcándole la mirada, yo no podía más que compartir ese sentimiento de presenciar a un grande en todo su esplendor. Creo que esa fue una de las pocas cosas que nos unió a mi abuelo y a mí. 

Cuando murió Juan Gabriel, el 28 de agosto de 2016, estábamos mi abuela y yo viendo la televisión. De repente, hubo un luto en nuestra casa, como en las casas de toda Latinoamérica: se había ido, como si fuera una visión, un ángel, el cantante más grande que tuvo México en las últimas décadas. “Amor eterno” sonaba cada hora, a modo de himno nacional, y sus fotografías adornaron junto con velas y Vírgenes de Guadalupe todos los santuarios y altares. 

Por supuesto, como ocurre cuando muere algún artista, especialmente los de alta trayectoria, los canales de televisión hacen reprises de conciertos, entrevistas, noticias, todo lo que pueda recordarnos la locura de la fama y la persona que habitó una inolvidable máscara.

De Juan Gabriel repitieron (era obvio) la escandalosa entrevista que Fernando del Rincón le hiciera en 2002 cuando el periodista cuestiona su sexualidad. Es interesante que no preguntara ¿usted es gay? sino ¿Juan Gabriel es gay?, como advirtiendo una dualidad, un enfrentamiento continuo entre la imagen pública y el ser privado, división que va difuminándose cada vez más en esta era de los medios, que es sin duda alguna una “era de la desnudez”. 

La respuesta que da, más que una cachetada, es una confrontación: “Dicen que lo que se ve no se pregunta, mijo”. Le sigue un manifiesto íntimo, un acto de fe, una declaración contundente sobre la mirada del público. No niega nada, pero no admite nada. Y esto es significativo, porque es una ventana a la visión que tenía Juan Gabriel (y probablemente los hombres mexicanos de su época) sobre la sexualidad, la expresión y el arte como un medio de escape. 

Antes de su muerte, Juan Gabriel ya era un ícono de la música latinoamericana, estimando las ventas totales de sus discos en más de cien millones de copias en todo el mundo, ​ haciéndolo uno de los artistas con mayores ventas en la historia. Pero lo que nos mueve a reflexionar en este texto no es la fama y la fortuna que “Juan Gabriel” disfrutó, sino el personaje, y con algo de suerte, el ser humano detrás de la extravagancia. 

Para empezar, Juan Gabriel no era Juan Gabriel. Alberto Aguilera Valadez era su nombre. Y la historia del pequeño Alberto empieza en las tinieblas, en el centro de la tormenta. Su infancia, marcada por la ausencia física del padre, la ausencia emocional de la madre y las vicisitudes propias de las familias campesinas mexicanas a mediados de siglo, transcurrió en un constante estado de lucha, de supervivencia, fugándose del internado de la Escuela de Mejoramiento Social para Menores a los trece años y yéndose definitivamente de su casa en 1968, a sus dieciocho años, para hacer lo que más quería hacer en este mundo: cantar. 

Probó suerte en Tijuana, Ensenada, Rosarito, Lake Elsinore, sin conseguir mucho. Cuando regresó de Estados Unidos a México, y bajo el nombre de Adán Luna (un pseudónimo muy lorquiano) logró hacer coros para artistas de la talla de Angélica María, Roberto Jordán, y tantos otros que después serían grandes amigos. Estuvo en la cárcel, falsamente acusado de robo, salió del encierro gracias a Enriqueta Jiménez, cambió su nombre a Juan Gabriel en honor a sus figuras paternas y saltó al estrellato.

Por supuesto que todo esto es un resumen, una semblanza, si se le quiere llamar así. Todo esto es lo que se dice, lo que se puede probar con documentación, lo que es de “dominio público”. ¿Pero quien realmente fue Juan Gabriel? ¿Por qué siempre escondió su orientación sexual? ¿No decir la verdad explícitamente es esconder la verdad? 

Me acuerdo de haber leído en una revista un artículo sobre los nombres de Juan Gabriel. Juan, en honor a Juan Contreras, el hojalatero que le ayudó en sus primeros años y se convirtió en padre sustituto en su tiempo de interno, y Gabriel por su padre biológico, Gabriel Aguilera Rodríguez.

Es importante notarlo al iniciar un intento de comprensión del personaje, más que nada porque en las composiciones de Juan Gabriel siempre hay una nostalgia, un concepto del abandono que, aunque se adhiere a los temas tocados en la música mexicana, en él toma una particularidad singular. La soledad siempre nos vuelve indefensos, intranquilos; el ser humano nunca puede estar solo. Buscamos a alguien que llene ese vacío, buscamos un oficio que nos ofrezca compañía para llenar ese vacío. Los grandes filósofos y todas las religiones buscan llenar ese vacío. Pero para Juan Gabriel la soledad no equivale a estar solo, no es un estado sino un sentimiento.

La gran tragedia de este gigante de la música no fue necesariamente la ausencia de cuerpos, sino las grandes ausencias de su vida, aquellas que perduraron para siempre. 

Otro tema importante en su música y en su vida en general fue el amor, o, mejor dicho, el desamor. Canciones como “Se me olvidó otra vez”, “Yo no nací para amar” y “Solo sé que fue en marzo” revelan un conflicto más allá de la fachada emocional: un conflicto en el amor en sí, que se juzga entre la vida y la muerte, entre la luz y la oscuridad, entre el vuelo y la caída.

Este irresuelto claroscuro que sigue resonando fuertemente en los bares, en las cantinas, en los audífonos de hombres tristes, no necesariamente tiene que ser visto como un dilema heterosexual. Aunque las canciones estén dirigidas a una mujer, denotan una sentimentalidad y una emoción marcadamente femenina. En la misma entrevista de 2002 anteriormente citada, Juan Gabriel dijo: “El arte es femenino, eso es lo que puedo exteriorizar… Yo siempre he visto que el arte es femenino…”.

Esta es la clave para entender el paradigma que estableció Juan Gabriel en el escenario, a la vista de miles y millones de personas: cuando se es artista, la expresión lo es todo, sin importar los estatutos sociales. En otras palabras: el arte es la auténtica libertad del ser. 

Aunque haya roto las normativas de comportamiento usualmente masculinas en los espectáculos, redefinido la expresividad artística y replanteado una nueva idea de masculinidad, Juan Gabriel nunca dijo las palabras “soy gay”, “me gustan los hombres”, “estoy sexualmente atraído a los hombres”.

En una era donde “salir del clóset” es tan importante para la imagen y la representación en los medios, Juan Gabriel se negó siempre a que lo encasillaran bajo un estigma, un tabú. Y así lo expresó en una entrevista en 1996: “Yo he tenido amigos, como he tenido amigas, nunca tuve preferencias sexuales de ninguna índole, nunca crecí con esas cosas, porque yo me crie solo, me crie salvaje”. 

Entonces es importante responder la pregunta: ¿Juan Gabriel puede ser considerado un ícono gay si nunca “salió del clóset” o abogó por los derechos de la comunidad LGBTIQIA+? Por un lado, Juanga es uno de varios personajes icónicos de la cultura pop que nunca se pronunciaron explícitamente sobre su sexualidad, como Andy Warhol, Liberace, Walter Mercado, Freddy Mercury.

Incluso “salir del closet” es un concepto mediático totalmente nuevo, que nace justamente para remediar la falta de representación en el plano cultural de nuestra sociedad. Ahora siempre esperamos que todos y todas las artistas establezcan públicamente sus preferencias sexuales, que lo privado sea público, que no haya intimidad cuando alguien es de relevancia. Esta “necesidad” que alimenta el consumismo morboso de la imagen, el culto a la imagen, no hace más que dividir una visión ya de por sí fragmentada sobre la presencia de las disidencias sexo-genéricas en la televisión, la música y el arte. Pero el hecho de que no haya declarado una preferencia sexual distintiva no disminuye su aporte a la visibilización de una comunidad que continúa siendo violentada. 

México es uno de los países donde se reportan los más altos índices de violencia en contra de personas LGBTQIA+, pero, como en todas sus contradicciones, adora a Juan Gabriel, quien continúa inspirando a artistas, performers, incluso drag kings.

Por otra parte, ocultar la sexualidad es parte de la idiosincrasia latinoamericana, herencia de la moral, del catolicismo y del machismo reinante, pero Juan Gabriel se rehusó a ocultarse bajo la fachada del típico charro que se acuesta con mujeres, se emborracha, deja hijos regados en cada ciudad, se casa cinco veces, se divorcia cinco veces, y vive hipócritamente la fe de sus padres. No, él era demasiado para eso. Sin saberlo, estaba desestructurando la educación tradicional que encasilla al hombre y a la mujer a fines específicos, a actitudes específicas, a características distintivas, abriendo las puertas a una nueva forma de masculinidad, en la cual los hombres son expresivos, abiertos, sentimentales, y lo más importante, honestos consigo mismos y con los demás. 

Al fin y al cabo, Juan Gabriel es y será inolvidable, sean cual sean las especulaciones en torno a su vida, sus amores, sus canciones. El color y la alegría que trajo a millones de hogares alrededor del mundo (incluido el mío), la libertad y el sentido de pertenencia que brindó a cientos de niños y niñas que crecieron escuchándolo y viéndolo cantar y bailar con sus relucientes trajes, las letras que incluso trascienden hasta la tumba, adornando las lápidas de viejitas enamoradas, manifiestan algo más que solo el trabajo del artista. Son un testimonio vivo de cómo un acto de valentía puede vencer años de prejuicios, de silencios incómodos, de perfiles amargamente definidos.

Miles de personas seguimos escuchando con admiración sus canciones, viendo en YouTube sus conciertos, con una perspectiva totalmente diferente a la que teníamos antes. Juan Gabriel nos enseñó que no hay que ser artista o estar en un escenario para ser nosotros mismos, para disfrutar nuestro cuerpo y nuestras emociones a escondidas, como si fuéramos delincuentes o enfermos mentales. El Divo se ocultó bajo la más auténtica máscara que existe: la luz interior, la magia, el relucir del alma. 

Por eso, desde siempre y para siempre, Juan Gabriel es nuestro amor eterno e inolvidable. 

Por eso y por todo lo demás, Juan Gabriel, gracias.

Comparte en tus redes sociales
Scroll al inicio