Cultura pop

El cine, mi lugar seguro

Cinéfilo
Ilustración: Manuel Cabrera.

Fue en el cine del colegio Benalcázar. Yo tendría poco más de dos años. Casi tres, quizás. No más. Estaba a punto de ver una de las películas más taquilleras de todos los tiempos. De hecho, fue el gran éxito de 1982. Mi mamá y yo nos habíamos sentado en las butacas elevadas, las del balcón. Y ahí, desde la primera fila de ese segundo piso, con los ojos bien abiertos, sin esconderme ni huir, ni siquiera en los momentos de más tensión, y en silencio, lo vi: una criatura se acercaba a un niño, siguiendo un rastro de caramelos, caminaba con un paso algo torpe y luego de pasar por zonas a media luz, se mostraba por completo.

Ese ser cabezón y entrañable era E. T. Y sí, fui al estreno de esa película acá en Ecuador. Aquello sucedió hace cuarenta años. Fue entonces que comenzó mi relación con el cine.

Pero, quisiera hacer una aclaración: lo que comenzó ese día fue una relación con el cine como arte de contar más que con un espacio. 

Los recuerdos de ese día no los tengo registrados como las escenas de una película en la que yo era protagonista y espectadora. Solo siento aún los ecos emotivos dentro de mí. Sé, porque me lo ha contado mi madre, que lloré muchísimo cuando el extraterrestre se despidió de su amigo terrícola. Sé, asimismo, porque me lo contaron mis parientes, que luego lloré todas las veces que vi E. T. gracias a nuestro Betamax.

El videoclub de enfrente tuvo que hacer una copia de la cinta de Spielberg solo para mí. La vi tantas veces que se desgastó. No tengo la memoria de mi rostro de niña entre lágrimas, llevo el llanto por dentro: la sensación de haber perdido a un ser querido, pero al que pude recuperar cada vez que pulsaba un botón.

Escena de la película E.T. Fotografía: Poptaim.

Ahí, en ese lugar innominado que habitamos junto con lo que sucede en la pantalla, está la magia del cine. No solo en un espacio físico. 

Hace tiempo me di a la tarea de recopilar mis pasos por una educación sentimental de videoclub, guiada por la nostalgia de los lugares que desaparecieron en mi ciudad. Ese mismo recorrido puedo transitarlo hoy, desde la memoria, con las salas de cine a las que fui. Incluso, puedo recordar un cine en la calle Quinta, en Viña del Mar, al que fui a meterme, sola, luego de una discusión en casa: fui a ver una película de Jean Claude Van Damme, mi crush de la adolescencia (no comments). El cine se había convertido entonces en un refugio.

Y lo sigue siendo.

Sola o acompañada. Porque, he de decirlo, me encanta ir sola al cine. Y no porque sea huraña o no tenga con quién ir. Es porque me gusta que me cuenten historias. Y a veces, hay historias que prefieres que te las cuenten solo a ti. El cine, en sí, es una de mis historias favoritas. No es que no me guste ir con mi mamá, con mi hijo o con amigos al cine. De hecho, si algo aprecio en la vida, es que haya alguien que me quiera tanto como ese amigo amoroso que me lleva en mis cumpleaños a ver películas de horror, a pesar de que a él esas cintas le producen taquicardia.

Aún me gusta reservar entradas para películas de monstruos con mi mamá. Me gusta ir al cine con mi hijo y ver cómo sus ojos se agrandan frente a la pantalla. Pero también me gusta ir sola, comprarme un hot-dog gigante con una Coca-Cola y ver lo que quiero ver sin comentar con nadie esa película.

Me gusta también ir a los cines no tan comerciales. En una sala pequeña, pero que siempre me acoge, vi Joker, de Todd Phillips, y vi también Dolor y Gloria, entre otras tantas películas, por placer y por trabajo. Y es que, en algún punto, a la gente empezó a interesarle lo que yo podía decir sobre el cine. Escribir de esa relación. 

Escena de la película Joker. Fotografía: IMDb.

Fue, de hecho, por trabajo que volví a una sala de cine desierta luego del gran encierro: vi Tenet, y juro que no sabía qué sentir. Estaba emocionadísima por volver al cine, pero decepcionada por la película. Intenté imaginar una historia terrorífica de una mujer sola en una sala de cine, pero la verdad es que me sentía bien de estar ahí, volvía a un espacio que para mí siempre fue querido. Y a los lugares donde fuiste feliz, pienso, has de volver, sin importarme lo que digan los poetas trasnochados. 

Pero la emoción del cine, insisto, más que con un espacio físico, tiene que ver con un espacio interno, algo así como la ciudad de La Habana que habitaba en Guillermo Cabrera Infante en su novela La Habana para un infante difunto. Ahí trazaba un itinerario de la urbe gracias a los cines en los que estuvo, pero también hablaba de sí, de su familia, de la ciudad que le quedó para recordar desde el exilio. Sentir de lejos. Los cines de esa ciudad vivirían dentro de él, no importaba cuánto mar hubiera de por medio.

Porque, creo, el cine vive dentro de ciertos seres. Más allá de la espacialidad, la distancia y otras categorías.

Disfruto de las películas en streaming, debo decirlo. Las disfruto tal como alguna vez las disfruté gracias a los casetes y discos. Y, mejor aún, ya no tengo que ocupar espacio con miles de cintas o cajitas de dvd. Ese material no va a desgastarse. Siento que hay algo de eternidad en ese espacio que es la web. Sí, es algo fugaz, intangible, pero que posibilita otro tipo de conexiones e, insisto, te permite asistir una y otra vez a una historia que para ti ha sido importante. 

Recientemente vi de nuevo Blade Runner, una película que me gusta especialmente. La he visto muchas veces. Nunca la vi en el cine. Para su estreno yo era muy chica y mi mamá nunca fue mucho de ciencia ficción ni inteligencia artificial. Así que la vi yo solita, grande, en un video. Y la amé. Y luego de tantos años, sigo amándola. La pude ver ahora, poniendo pausa para ir al baño, para alimentarme súbitamente, a media luz, en mi cuarto, mientras afuera llovía como solo puede llover en esta ciudad: con tristeza y furia. Entonces fue inevitable pensar en que quizás yo vivo también en una ciudad oscura y sucia, siempre lluviosa, como la que habita Deccard, buscando el amor y el sentido de la humanidad. Todo eso desde mi trinchera.

Escena de la película Blade Runner. Fotografía: Alt Film Guide.

Seguramente es cierto que no es lo mismo un estreno en sala de cine que en streaming, pero aquí va otra confesión: no suelo ir a las salas en los estrenos. Me horrorizan las aglomeraciones. Suelo ir a ver una película cuando hay pocos seres alrededor, conversando entre escenas, con los teléfonos prendidos o sencillamente suspirando porque no saben qué hacen ahí. Así que no sé con veracidad si es mejor ir al estreno en el cine o verlo en una pantalla más chica. La historia me la están contando, de todas formas.

Busco medios para que me cuenten historias. Estoy suscrita a las principales plataformas, Netflix, HBO, Disney y Mubi. Además, sí, soy fan de las series. Me gustan. Pero prefiero ver temporadas de un tirón a esperar que se estrenen los capítulos semana a semana, porque, como diría una amiga, nuestro lugar de enunciación no puede ser la espera.

Por ejemplo, tuve que amarrarme las manos para no ver los últimos capítulos de The Walking Dead a cuentagotas. Vi el final una vez ya completo. Y si traigo a colación esta serie no solo es porque siguiera su trama, sino porque ahí, en medio de esa historia que se extendió por más de diez años, aparece el cine como espacio emotivo: en una de las comunidades que se forman para reconstruir la civilización, una de las grandes atracciones es una pequeña sala de cine improvisada; los sobrevivientes lograron salvar un proyector y unas cintas y en un teatro, con un telón, proyectaron una película. Qué más daba que fuera de dibujos animados: la emoción en los rostros de quienes ahí estaban era la de quienes habían vuelto a ese lugar querido, sin importar que el mundo hubiese colapsado.

Escena de la serie The Walking Dead. Fotografía: Cultura Ocio.

Y digo esto porque creo que el cine en salas no va a morir a pesar de las pesimistas opiniones de los puristas. Así como tampoco ha muerto el libro físico frente al digital. La sala de cine es un espacio tangible, pero también un territorio de los afectos, así como las páginas de un libro, una extensión del cuerpo, una proyección de la mente. Algo que irradiamos los que nos sentamos a que nos cuenten historias.

El cine es la historia.

Es también, ojo, una serie de cifras. Porque no vamos a engañarnos. La industria del cine mueve mucho dinero y más allá de los espacios de recreación, la disputa entre pantallas tradicionales y plataformas se da por cifras. En el cine, hace años se viene manejando el concepto de taquilla, que da cuenta de cuántas entradas se han vendido de tal o cual cinta, y en un tiempo determinado.

Así se calculan los costos: cuánto se invirtió, cuánto se recuperó, cuánta es la ganancia. Y, si bien es una visión “realista” de la industria, también es algo sesgada, porque una taquilla elevada no garantiza la calidad del filme. Casos se han visto: la misma Blade Runner, que mencionaba en líneas anteriores; The Shawshank Redemption, y hasta The Fight Club, que son películas que nadie calificaría como olvidables, fueron fracasos de taquilla.

El director Martin Scorsese, hace poco, se pronunció sobre la obsesión de la industria por la taquilla: la calificó como repulsiva y hasta insultante. Edgar Wright también lo dijo ya, que una película no recaude lo suficiente los primeros días de estreno no quiere decir que esta sea mala. Y viceversa, por supuesto, porque seguro hay muchas películas que han sido taquillazos y, al mismo tiempo, decepciones.

Y no solo ocurre en el cine como espacio físico. Recientemente, la cadena HBO canceló la serie Westworld, después de cuatro temporadas, dejándola sin un final. Y si bien es cierto que la serie no tenía tanta audiencia como otros “éxitos” como la misma Game of Thrones, sí mantenía a espectadores fieles de la estética y la calidad de la historia, aunque no fuesen muchos. Porque, si algo hay que apuntar sobre las plataformas, es que son muy democráticas. Para bien y para mal. Si una audiencia pide que un personaje reviva en la siguiente temporada o que se catalogue bien o mal una película, pues las plataformas están a la orden del día.

Escena de la serie Game of Thrones. Fotografía: HBO.

En algún momento, la líder en las plataformas era Netflix, con 222 millones de suscriptores hasta diciembre del año pasado, pero que haya surgido (y con fuerza) la plataforma Disney Plus implicó una competencia brutal para la primera, porque muchas películas infantiles salieron del catálogo de Netflix.

Asimismo, es notorio el auge de producciones originales que cada plataforma exhibe para atraer y cautivar suscriptores. Y son producciones que ganan premios, como el caso evidente de Roma (2018), de Alfonso Cuarón, que vino a culminar con una disputa que se gestaba desde 2014: ¿pueden competir las producciones de plataformas en premios internacionales de cine?

En 2021, la Academia de Ciencias Cinematográficas admitió que compitieran para los Óscar películas que solo tuvieran estreno en streaming, dado el encierro que sufrimos a nivel mundial. Es que la pandemia lo cambió todo, ¿cómo pensar en estrenos en salas si no podíamos siquiera asomarnos a una ventana?

Escena de la película Roma, de Alfonso Cuarón. Fotografía: Cultura Genial.

Dicen que las anteriores reglas —para entrar en competencia una película primero debía estrenarse en salas— volverán a regir en 2023. Pero ¿alguien puede vaticinar el futuro de los premios, siempre tan controversiales como vendedores? ¿Podría alguien siquiera, en el peor de los escenarios, predecir la muerte del cine?

Si la novela no ha muerto, tampoco el libro de papel, ¿por qué el cine sí? No habrá de morir la forma de contar historias a través de imágenes. El cine es el recuerdo. Es el ahora. Es parte del borroso futuro, en pantalla grande o chica. A solas o en compañía, aunque cada vez me siento más cercana de esa máxima terrible de Joseph Conrad: “Vivimos como soñamos: solos”.

Sin embargo, creo que el cine es una forma de acercarnos, y no solo al resto, sino a lo que fuimos, los fantasmas de nuestro ser pasado, porque la verdad es que aún sigo llorando cuando pesco E. T.  en alguna plataforma y veo la escena en que el extraterrestre apunta con su dedo el corazón y la cabeza del niño al tiempo que le dice a su amigo: “Estaré aquí”.