Derechos humanos

Jéfferson Onofre: el arte es su voz ante el silencio

hipoacusia
Ilustración: Carlos Almeida.

Mi primer contacto con Jéfferson Onofre fue a través de Messenger. Le escribí para concertar una cita con el anhelo de auscultar sus sueños pero su inexplicable silencio, luego de que leyera mi mensaje, me dejó un caudal de dudas.  

Una hora más tarde, Cecilia Mora, su madre, respondió por él: ¿usted sabe lengua de señas o necesita un intérprete?

La pregunta de Cecilia fue como un guantazo. 

Jéfferson, de 31 años, sufre de hipoacusia severa. Yo estaba al tanto de eso. De hecho, esa tesitura halagüeña —acaba de obtener una licenciatura en Artes Visuales— fue el motivo por el cual le escribí, pero desde mi acotada realidad desestimé sus fronteras. O, más bien, las mías.  

Jéfferson con su cuadro “Entre el bien y el mal”. Fotografías: Isabel Hungría.

¿Qué es la hipoacusia?

La hipoacusia, sordera o deficiencia auditiva, es un trastorno sensorial que consiste en la incapacidad para escuchar sonidos y que dificulta el desarrollo del habla, el lenguaje y la comunicación. Puede presentarse en forma unilateral, cuando afecta a un solo oído, o ser bilateral cuando ambos oídos están afectados. 

En el caso de Jéfferson, la hipoacusia —bilateral severa— le ha negado el acceso a un cúmulo de oportunidades, mas no la quimera de ser profesional. Hace un mes —el 10 de diciembre— se convirtió en Licenciado en Artes Visuales por la Universidad de las Artes. 

Otra de sus victorias fue haber logrado junto con la universidad y sus autoridades (William Herrera, Saidel Brito y Javier Patiño) que se reconociera en el Consejo de Educación Superior (CES) a la lengua de señas como su lenguaje universal, y al castellano como su segunda lengua, para llegar así a su trabajo final de tesis. 

Su muestra de titulación “Armar el rompecabezas del yo” estuvo del 30 de agosto al 2 de septiembre pasados en la Casa de la Cultura Núcleo del Guayas. 

Y es que a Jéfferson la vida le ha enseñado que ningún reto es insalvable. Su apetito por zamparse el universo se huele en cada rincón de su casa, lugar donde su madre, después de haberme interpelado sin saberlo, me recibe cálidamente y funge de intérprete.

Cecilia me permite recorrer los meandros del irreversible y a veces asintomático silencio de Jéfferson.

El joven no solo pinta; también elabora bisutería, diseña ropa interior, esculpe, trabaja con fomix, lápiz, óleo, acuarela, yeso, resina y con cuanto material tenga a la mano, de ahí que su vivienda sea una suerte de réplica de una sala de exhibición de pinturas y artesanías.  

El recién graduado engrana entusiasta fonemas para describir las obras de arte que ha creado, algunas de ellas colosales peldaños para conseguir su titulación.  

“Cuando empieza a pintar su imaginación vuela y prevalece su apreciación personal, sin alejarse de lo conceptual”, dirían los profesores de sus obras. 

En todo caso, su pintura es el reflejo de todo su trayecto de vida. En su cuadro Plegaria, una obra de color blanco sin mácula, sostiene una conversación con Dios; lo interpela. 

Jéfferson junto a “Plegaria” y “Mutación”, dos de sus obras.

Pero Jéfferson no ha hecho todo solo; su madre ha sido un puntal en la materialización de sus utopías. Además de acompañarlo en la consecución del título, lo introdujo en el campo de las artes, aunque no lo hiciera conscientemente. 

Cuando supo que estaba embarazada —Jéfferson es su único hijo— compró unos cuentos de Charles Dickens que venían acompañados de unos casetes que nunca pudo sacar de su caja.

“Fue doloroso ver esos cuentos. Aún los tengo. Ese fue mi primer dolor. Lloraba”, dice Cecilia con los ojos acuosos.

Jéfferson tenía seis meses de nacido cuando una fuerte gripe le escamoteó el sentido del oído. 

Autorretrato de Jéfferson, desde su mirada introspectiva.

“Las personas llaman especiales a las personas sordas pero no son especiales. Cada ser humano es especial, él solo tiene una condición diferente que no le permite escuchar y hablar correctamente”, remarca su madre. 

La deficiencia auditiva, como se le dice al hecho de no poder escuchar, influye directamente en el lenguaje, de ahí que la persona que no escucha no pueda articular bien las palabras.  

En Ecuador hay 67.929 personas con discapacidades auditivas, según datos del Consejo Nacional para la Igualdad de Discapacidades (Conadis) recabados por la Universidad Católica, sin embargo no hay registro de cuántas personas sordo señantes existen (quienes se comunican por lengua de señas ecuatoriana).  

Janina Castro es intérprete de señas y fue la encargada de darle voz al nuevo profesional, acompañándolo en la sustentación de su tesis.

Cuando la contacté no tardó en puntualizar dos cosas: “no se dice lenguaje de señas o de signos, sino lengua de señas, y cuando te refieras a una persona sorda jamás le digas sordomuda, porque eso es ofensivo”. 

Janina es oyente y se involucró con la comunidad sorda hace dieciocho años a través de una institución religiosa. 

Allí aprendió la lengua de señas empíricamente. Luego ingresó a la Asociación Comunitaria de Sordos del Guayas, donde siguió un curso intermedio, y actualmente está estudiando Interpretación de Lengua de Señas, una carrera de tercer nivel que dura dos años, en el Instituto Tecnológico Superior Crecer, ubicado en Quito. 

Janina se decantó por profesionalizarse porque es cercana a la comunidad sorda y porque nota un crecimiento en la demanda de intérpretes.

“Es importante saber que la lengua de señas no es universal, es decir no se usa la misma palabra de seña en Ecuador que en otro país, e incluso hay diferencias entre una región y otra, por ejemplo en la Costa la palabra arroz tiene una seña distinta a la de la Sierra. Esto debido a las costumbres de cada provincia”, aclara. 

También expresa que existe un diccionario de lengua de señas titulado Gabriel Román, que aglutina aproximadamente unas 5.000 palabras, y que incluye gráficos de cómo se hace la seña y un video que explica el concepto de la palabra. 

“El diccionario es para todos, tanto para la comunidad sorda como para la comunidad oyente”. 

Jéfferson con sus obras: “Quimera” e “Impotencia”.

A los cuatro años, Jéfferson ingresó a la Escuela Municipal de Audición y Lenguaje, en donde demostró habilidades en la pintura, el ajedrez, el teatro, la danza, y la gimnasia olímpica. 

Paralelamente, recibía clases de pintura con el maestro Ángel Valverde; de danza con Olga Valdez y de teatro con Marina Salvarezza. 

“Participaba en todos los eventos de la escuela, pero la pintura fue siempre su fuerte”, aclara Cecilia. 

Así fue Jéfferson cimentando su formación como artista. Continuó en la escuela colegio Fe y Alegría – María Reina y luego pasó a la Unidad Educativa Abaris, donde terminó el colegio. Esta institución es pionera en recibir jóvenes deficientes auditivos.

“Allí los chicos que oían manejaban la lengua de señas, lo que permitió a Jéfferson su integración sin problema”, matiza Cecilia.

El mismo colegio preparó al joven para el examen de ingreso a la universidad. En la prueba obtuvo 700 sobre 1.000 puntos. Jéfferson lo tenía decidido, estudiaría pintura, por ello buscó un cupo en el Instituto Superior Tecnológico de Artes del Ecuador (ITAE).  

“Cuando empezaron las clases vinieron los inconvenientes porque el Gobierno hablaba de inclusión pero eso no se veía reflejado en la educación de las personas con una condición diferente; puedes ingresar a la universidad, pero no existen soportes pedagógicos ni material académico para enseñar”, aclara Cecilia. 

Esa fue la primera decepción para Jeffrey, quien pensó en retirarse de la carrera. 

La presencia de Cecilia en la universidad se hizo entonces constante; “llegué a sentirme estigmatizada, como una madre problemática, conflictiva”, relata, aunque es enfática en aclarar que siempre le prestaron ayuda. 

Por otro lado, los profesores ya no escriben en la pizarra, y si acaso utilizan diapositivas —a las que Jéfferson les iba tomando fotos como parte de un ritual ineludible— son un diminuto insumo ante la vorágine de conceptos, proyectos y bosquejos que se plantean dentro de un aula.  

Cecilia se vio forzada a exponer los contratiempos a los que se enfrentaba su hijo. Acudió a la Dirección de Cultura, y estuvo incluso dispuesta a elevar su caso a la Asamblea Nacional, pero no fue necesario porque la Senescyt y Saidel Brito, académico comprometido, quebraron una lanza por Jéfferson.

Con el objetivo de que el alumno pudiera continuar con su carrera, pidieron a cada profesor que le entregara por escrito todo lo que habían visto en clases. 

“Pensamientos de mujer”, una representación del anhelo de la mujer de conseguir el éxito.

Cecilia creyó que los problemas habían terminado, pero poco tiempo después el ITAE se fusionó con la Universidad de las Artes, y Jéfferson debió saltar de un tecnológico a una universidad, lo que le obligó a redoblar sacrificios porque aumentaron los años de estudio, el número de materias y los dolores de cabeza.

Jéfferson nuevamente quiso retirarse, pero ya estaba en tercer año. Había reprobado dos veces Fotografía y el temor de no aprobar la materia en tercera matrícula era un fantasma que lo acosaba. Luego, para más inri, vendría la pandemia. 

Las primeras clases virtuales le recordaron a Jéfferson sus primeros días en el ITAE, pero a medida que pasaron los días se fue aplomando. 

—Tú ahora la computadora, pero tú la universidad no, ¿verdad? —le dijo varias veces a su madre para recordarle que lo que estaba en su cabeza, es decir lo que había aprendido a lo largo de su carrera, debía prevalecer y no su criterio. 

Jéfferson, ¿cuántas veces sentiste que no llegarías? 

El audífono azul que lleva en su oreja derecha —cuyo valor es dos mil dólares aproximadamente, donación de una institución municipal— empieza a fallar.

Me asalta una duda: si Jéfferson no escucha, ¿por qué usa un audífono? 

La vibración. Jéfferson no puede diferenciar un pasillo de un reguetón pero a través del audífono puede reconocer una canción rápida, una lenta y, si desea, bailar. 

El audífono le ayuda a interpretar los sonidos. O sea, no escucha nuestras voces. Escucha la pronunciación de las sílabas, el golpe del fonema. Es como si, tratándose de la vista, viera la silueta de una persona, no sus características. 

Su dificultad para escuchar le ha otorgado otras capacidades, como por ejemplo saber cuando se avecina un temblor. Y su conocimiento de la lengua de señas, ver aquellas noticias que cuentan con un intérprete. 

Con idas y venidas, frustraciones y sueños, a Jéfferson la carrera le duró más de lo que había imaginado: diez años. 

“Mucho trabajo, mucho dibujo; los profesores hablaban rápido, yo no entendía, veía los movimientos de la boca, la expresión; me esforzaba pero no podía seguir las instrucciones, luego todo cambiando, pero nunca fue fácil”, dice a través de Cecilia y de su tía Sadie Mora, quien ha llegado a su casa acompañada de Gelma Goyes, abuelita de Jeffrey.

Will Vélez, deficiente auditivo y alumno de la Universidad de las Artes, sigue la impronta dejada por él. A esta meta contribuyeron rectores, secretarias, profesores, psicólogas, trabajadoras sociales, compañeros. ¿Nombres? 

Guadalupe Álvarez, Juan Carlos Terán, Juan Carlos Fernández, Almita Ceballos, Verónica Orellana, María José Bustos, Olga López, William Guerrero, Íngrid Andrade, Valeria Revelo, Ma. Fernanda Plaza, Carmen Cortez, Juan Caguana, Tyrone Maridueña, Fernando Intriago, Michael Bermeo…

“Persistencia”. Insistió, resistió y no desistió, como la abeja, que trabaja incansablemente hasta lograr su meta.

En sus obras Jéfferson se identifica con el búho, aunque esta ave escucha diez veces mejor que los seres humanos. También el ave tiene una visión estereoscópica que le aporta una profundidad de campo enormemente plástica. En ese sentido, pareciera que el búho y Jeffrey hicieran ósmosis. Se fundieran.