Derechos humanos

Cuidados Intensivos: conjugando el verbo esperar

Ilustración: Carlos Almeida.

Son las cinco y media de la mañana en el Hospital Teodoro Maldonado Carbo, de Guayaquil, y un grupo heterogéneo de personas vuelve impetuosamente a la realidad.  

“A despertarse todos” grita un guardia de seguridad al que se le ha ordenado que diariamente haga las veces de despertador de esa numerosa cofradía de atribulados que duerme sobre cartones, sábanas, edredones, perezosas o colchones inflables en un remedo de albergue cuya única herramienta para guarecerse del sol —o de la lluvia— es una techumbre sin paredes.

“Los guardias nos despiertan todos los días a las 05:30 porque dicen que damos mal aspecto al hospital. Pero, ¿qué podemos hacer aquí? ¿Trabajar?” se queja Juana con las ojeras teñidas mientras espera noticias de su sexagenario esposo, quien lleva doce días internado en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) por problemas cardíacos. 

Su vecina de camastro, en cambio, lejos de rezongar, se estira, se sienta, se coloca raudamente los zapatos y abre un bolso del que saca jabón, pasta dental, cepillo de dientes y champú. 

Desea ser la primera en ocupar el único baño de mujeres que hay en esa especie de tienda de campaña rodeada de maleza. 

“Hoy tenía 140 / 100 de presión; le van a poner un marcapasos”, dice Juana sobre su esposo. 

Familiares de los pacientes que se encuentran en la Unidad de Cuidados Intensivos del hospital Teodoro Maldonado Carbo pernoctan en una sala improvisada en espera de noticias sobre sus parientes. Fotografía: Isabel Hungría.

En este espacio, cuya extensión no supera los treinta y seis metros cuadrados, pernoctan unas treinta personas, todas ellas familiares de los pacientes que en la sala de UCI luchan diariamente con la parca. 

El esposo de Juana, sin embargo, parece haber logrado —de momento— lo que no muchos enfermos logran allí: estabilizarse. Lo saben ella, su vecina y todos los que conviven en esa estancia provisional porque a diario uno o dos inquilinos, luego de ser llamados por los médicos, pegan un grito, recogen sus bártulos y se marchan con la lágrima viva.  

—¡Ay, diosito! —dice Juana al recordar esos episodios. 

Al cabo de un rato, la vecina diligente regresa con sus aperos de aseo y pone a secar la toalla que ha usado en el respaldo de su silla, entonces, saca de una funda un paquete de galletas.  

Mientras engulle bocado, narra que a su papá le practicaron una traqueotomía porque le dio un derrame cerebral. “Pero ya está despertando y se encuentra mejorcito”, dice con una brizna de ilusión. 

Ella lleva cuarenta y cinco días allí aguantando los estragos del sol, la lluvia y los mosquitos, quizá por eso ahora ocupa uno de los espacios más codiciados por la ristra de personas devenidas en gitanas que la rodean: está cerca del baño y frente al televisor pantalla plana instalado por la administración del hospital. 

Juana se alista para darse una ducha. Se pone de pie, toma sus cosas y se coloca en la fila que en ese momento ha crecido como los decibelios de las voces presentes. 

La bulla viene de todos lados: de un señor que ha preparado café; de un anchor que está leyendo el teleprónter en la televisión; de un comentarista de fútbol que se ha parapetado en una tablet; de Bad Bunny que bosteza reguetón en un celular… 

La camaradería se palpa con cada taza colocada bajo el dispensador de un termo rojo que contiene café, cuya perilla es subida y bajada agenciosamente por su propietario. 

La vecina coge café y acerca al grifo la taza de Juana. 

Esta escena de solidaridad, sin embargo, se diluye con otra menos idílica: un señor abraza la cartera de su esposa como si se la fueran a arrebatar. 

—¿Han robado alguna vez, vecina?

—No que yo sepa. 

Entonces, vuelve la fe en el ser humano. 

 —Romero Banchón y Álvarez Bustos —grita el guardia a las siete de la mañana. 

Los familiares de ambos se acercan aterrados. 

—Traigan una rasuradora y una Vaselina —solicita el guardia a cada uno.

El resto escucha, respira y continúa conjugando el verbo esperar, mientras la lumbre a la que le reza la vecina desde hace cuarenta y cinco días resiste los embates de la cruel intemperie.