Derechos humanos

Santa Marianita, el pueblo de las tumbas sin muertos

Pescadores desaparecidos Manabí
Ilustración: Gabo Cedeño.

El día que sepultaron a Manuel García lo velaron tres horas en su casa. Sacaron el ataúd para llevarlo a la iglesia y hacerle una misa. Luego cuatro personas tomaron la caja en hombros y caminaron hasta el cementerio. Allí lloraron, rezaron, se despidieron. Dejaron flores en la tumba, pero adentro no había nada; solo una camisa y un pantalón. El ataúd estaba vacío y todos en el pueblo lo sabían. 

A Pablo Sánchez, quien tenía en ese entonces un año como sepulturero, no le parecía extraña esa costumbre de sepultar a los “muertitos” sin que esté el cuerpo. 

Ya lo había visto antes con otros pescadores que, como Manuel, desaparecieron en el mar. Solo que esta vez había algo más. Pablo no solo sepultaba a un amigo, Manuel era su cuñado, esposo de su hermana Fátima (ella había muerto diez meses antes de un paro cardíaco). 

Una semana antes de la desaparición de Manuel, el sepulturero Pablo lo vio por el centro de Santa Marianita. Alcanzó a distinguirlo desde el cementerio, desde la misma tumba en donde ahora está tratando de recomponer los recuerdos de su memoria. Manuel le contó que lo habían invitado a pescar, pero que él no quería ir.

Como faltaba un tripulante en el barco, aceptó viajar dejando a su familia en tierra, sin saber en ese entonces que cinco días después estarían velando su ropa, porque su cuerpo nunca apareció. 

Pescadores desaparecidos
Pablo Sánchez limpia la tumba vacía de Manuel García. Fotografías: Leonardo Ceballos Chica.

—Venga, lo llevo donde están los finaditos —dice Pablo y camina despacio, loma arriba, porque el cementerio es un terreno empinado donde hay unos 300 cadáveres.

El cementerio huele a humedad, a ese olor que expulsa la tierra cada vez que llueve y luego el sol la calienta. 

A la humedad Pablo le llama “cambio de clima” y eso le causa una carraspera que le tiene “jodida” la garganta.

Pablo habla bajito, y dice que eso de las tumbas vacías es una costumbre de la gente de este pueblo y de otros más en la costa. 

Una costumbre que en Chile, otro país costero, es algo muy común. Incluso existen cementerios destinados solo para pescadores desaparecidos. Les llaman los cementerios simbólicos y hay diez en diferentes pueblos de la zona costera de la región del Biobío. Son espacios con decenas de tumbas y ningún cadáver. 

Los chilenos Berta Ziebrecht y Víctor Rojas publicaron en 2013 un libro sobre aquello. Se llama Cementerios simbólicos. Tumbas sin difunto: pescadores artesanales de la región del Biobío, donde dieron a conocer con detalle el origen de esta tradición, que cuenta con más de 300 años en ese país.  
Dicen que se origina en una isla llamada La Mocha, determinante en los ritos mortuorios de la zona.
Los mapuches (pueblo indígena de Chile) creían que en esa isla había un portal, a donde se llegaba en ballenas, y de ahí las almas partían al otro mundo. Los ritos fúnebres mapuches se mezclaron con las costumbres cristianas de los pescadores, que los españoles habían traído consigo. Una de esas costumbres era, precisamente, la de hacer entierros simbólicos, para tener un lugar donde visitar al difunto. Es así, entonces, como surgen los cementerios simbólicos.

Pablo seguramente no conoce esa historia, pero lo que sí sabe es dónde quedan las tumbas de los pescadores que nunca regresaron.

—Aquí está don Manuel García, bueno, está su ropita nomás. El barco se hundió y él no apareció. Tres días lo buscaron y nada, al quinto día le hicieron el sepelio —relata Pablo con un hilo de voz, como quien se apiada de algo o alguien y le salen las palabras cargadas de lástima. 

Es que al menos hubieran querido ver el cuerpo, pero no fue así. Manuel García nunca apareció y en su casa esperaron cinco días hasta convencerse de que no lo volverían a ver.

Pescadores desaparecidos
Pablo Sánchez, sepulturero, en el cementerio de Santa Marianita.

De las sirenas a los barcos fantasmas 

Pablo, el sepulturero, vive en la parroquia Santa Marianita del cantón Manta, provincia de Manabí. Allí, donde la ciudad se hace pequeña y rural, donde solo hay una calle principal y las demás se pierden o quedan cortadas por el borde de un cerro o la arena de la playa, allí vive también Manuel.

Por esas calles los viejos Land Rover llevan en una especie de soporte a las lanchas y las dejan en la orilla del mar. 

Pescadores desaparecidos
El pueblo de Santa Marianita cuenta con una iglesia donde velan a todos quienes fallecen.

Los pescadores desenredan trasmallos en sus botes y en los restaurantes hay una mezcla de olores, de pescado, camarón y otros mariscos; huele a comida, huele a trabajo.   

Santa Marianita es un pueblo de historias. El de las sirenas que seducen a pescadores, el de un pescado enorme al que llaman “la gata” y que puede voltear una lancha y el de los barcos fantasmas que algunos han visto, pero de los que nadie tiene una foto, porque dicen que cuando las toman no aparece nada. 

Sin embargo, el relato que es más una realidad que una historia es el de las tumbas vacías. Unas veinte o más que llevan los nombres de pescadores que nunca aparecieron, aquellos que el mar se tragó. Algunos se cayeron de sus lanchas, otros naufragaron y hay casos en que salieron a pescar y nunca volvieron a saber de ellos, porque ni las lanchas encontraron. 

Pescadores desaparecidos
Santa Marianita es una zona pesquera y turística.

Carmen Rivera, por ejemplo, perdió a su yerno en un naufragio; la desgracia más sonada que ha tenido Santa Marianita y por la que las fiestas y bailes estuvieron suspendidos durante un año. 

En el 2016, siete días antes de Navidad, 23 pescadores salieron en el barco Don Gerardo, pero solo 12 volvieron. Cinco fallecieron y otros seis nunca fueron encontrados. 

De ellos hay seis tumbas vacías en el pueblo y una pertenece al yerno de Carmen. 

El barco fue embestido en alta mar por un buque mercante. Era de madrugada, las cuatro más o menos cuando ocurrió la tragedia. El buque de unos 400 metros de eslora arrasó a un barco que no pasaba los 25 metros.  

—Esa ha sido la pérdida más grande y dolorosa que hemos tenido en Santa Marianita —dice Carmen, los ojos pequeños, achinados, al borde del llanto. 

En ese barco también iba su esposo, Pablo Alvia. Era el capitán. 

La última imagen que tiene de él era la de su paso fugaz por el dormitorio. La había despertado para empezar a alistarse y salir a pescar. Minutos después ella doblaba ropa en la sala, al filo de la escalera. Y lo vio bajar por allí con el bolso en la mano, como habría de recordarlo para siempre. 

Pablo le dijo entonces que le dejaba 70 dólares hasta que él regresara en unos 15 días, pero ella no le puso atención a eso. Carmen quería su beso de despedida. Con el pasar de los años se había hecho costumbre que cada vez que Pablo se iba a pescar le diera un beso. Pero ese día, aquel 14 de diciembre, no hubo nada. 

Pablo se despidió de palabra y Carmen se quedó bajo el marco de la puerta, de pie, esperando ese beso que tanto extrañaría después. Aquel que anhelaría en las noches cuando desde el balcón de su casa se quedaba mirando el cementerio y llorando por horas, pensando en que allá estaba la tumba del hombre que amó, del padre de sus cinco hijos y que un día se fue a pescar y no le dio el beso del adiós.

El cuerpo de Pablo sí lo encontraron. La búsqueda de los otros, los desaparecidos, duró cinco días. Usaron lanchas, helicópteros y drones, pero jamás los hallaron.  

A las familias no les quedó más que hacer lo que todos hacen en esos casos. Meter ropa en el ataúd y prender velas alrededor. Llorar sin tenerlos presentes. Convocar a los amigos de los fallecidos que llegaron a las casas, estuvieron un rato, abrazaron a los familiares y luego se fueron. 

No hay cuerpo allí y eso es muy doloroso. Yo, tan solo con que no me dejaron ver a mi marido estaba muy triste. Quería abrir el vidrio para tocarlo, pero no me dejaron. Ahora imagínese estas familias —dice Carmen.  

Es que el duelo es un ciclo por el que alguna vez toda persona debe pasar. Sin embargo, no es lo mismo despedir al fallecido viendo su cuerpo en el ataúd que no tener la oportunidad de mirarlo por última vez, explica la psicóloga Gema Figueroa. 

“Algo muy común en los sepelios es que siempre hay alguien que al momento de bajar el ataúd a la fosa o a la bóveda pide ver por última vez el rostro de su familiar, ¿pero qué se puede hacer cuando no hay rostro que mirar?”, expresa. 

Ella cree que estas personas tardan mucho más en cerrar el ciclo del duelo, simplemente porque no ven el cuerpo y aunque hacen un ritual o la simulación de un sepelio, siempre mantienen viva la esperanza de que su familiar no esté muerto. A veces, solo a veces, al pasar el tiempo, logran asimilar la realidad. 

Pescadores desaparecidos
Carmen Rivera llora al recordar a sus familiares fallecidos.

El pueblo no quería fiestas 

Por esos días, cuando ocurrió el naufragio, las fiestas de Navidad y fin de año se suspendieron en Santa Marianita. Por las calles la gente caminaba vestida de negro. Había personas que aunque no estaban de luto igual se ponían una camisa o un pantalón oscuro, porque a pesar de que no eran familiares, los finados eran amigos suyos o amigos de sus amigos. 

Manuel Pachay recuerda que él supo desde un principio que esos pescadores no iban regresar, porque cuando un pescador no aparece enseguida es difícil que lo encuentren.  

—Vea, si usted se ahoga en el mar —dice Manuel— no aparece hasta tres días después cuando la hiel se ha reventado. Mientras la hiel no se reviente, ese cuerpo nunca va a flotar. Y si no lo hace pasa un pescado grande y se lo come a uno —comenta el hombre de 70 años, y se toca el lado derecho del abdomen para enseñar donde queda la hiel que no es otra cosa que la vesícula. 

Manuel ya no pesca, los años no lo dejan. Una noche se acostó a dormir en su casa y al siguiente día se levantó entumecido, sin fuerzas, como si las enfermedades se le hubieran metido en el cuerpo mientras descansaba.  

Desde entonces se alejó del mar, pero siente tristeza por los que no están. Ha visto en su vida tantas desgracias de pescadores, que cuando las recuerda cuenta que le da una especie de dolor en el pecho.

—Uno por más buen nadador que sea jamás va a sobrevivir tanto tiempo en el mar—dice Manuel, y enseguida achica la mirada mientras parece escarbar en su memoria para recordar aquella vez que pescando encontró un “finadito” en el mar. 

—Estaba negrito el muerto y tenía la ropa pegada al cuerpo, porque uno cuando muere se hincha y en el mar es peor —comenta. 

Y allí estaba el cuerpo flotando, se perdía en las olas. Pero Manuel no pudo recogerlo, él se acercaba y el mar le alejaba el cuerpo. Se lo mezquinaba. Al final lo perdió y hasta ahora se pregunta qué habrá sido de ese muerto. Pensó por varios días que así han de vagar los cuerpos de los que no aparecen, o tal vez se van al fondo del mar 

—Quién sabe, solo Dios. Nadie puede saber a dónde van o dónde están —expresa Manuel.

Adango Flores, al igual que Manuel, también fue pescador. En su casa se siente la soledad. Ese espacio que llena el silencio cuando una casa es grande y hay suficiente tiempo para extrañar a los que ya no están. Adango dejó el oficio desde que cuatro de sus familiares perdieron la vida en el mismo naufragio donde murió el marido de Carmen Rivera, la mujer que también perdió a su yerno.

En ese barco iban sus dos hermanos y dos sobrinos. Todos murieron, pero solo aparecieron los cuerpos de un hermano y un sobrino. A los otros dos los buscaron por tres o cuatro días, pero no los encontraron. 

Pescadores desaparecidos Manabí
Adango Flores mientras cuenta la historia de sus familiares.

—Recuerdo que faltaban pocos días para Navidad y yo le dije a mi hermano no vayas, porque en un principio le vi las intenciones de no viajar, pero él se fue, le gustaba trabajar —expresa. 

Adango le dijo eso porque su padre, quien también fue pescador, decía que si la gente no quiere ir a pescar no la obliguen. 

Además vivían solo los dos en la casa y no les faltaba comida, comenta. Pero se fue y a los tres días desde otro barco le enviaron un mensaje diciéndole que un buque había chocado con el barco pesquero donde estaban sus hermanos. 

Adango se asomó a la calle principal del pueblo y la gente estaba alborotada. Ya se rumoraba que la mitad de la tripulación había muerto ahogada, pero él no lo creía, se negaba a creerlo. Horas después su hermana se lo confirmó, sus familiares habían fallecido.

—Ese instante fue como un golpe que uno recibe y queda nocáut, pero tuvimos que asumirlo —expresa Adango, dejando instantes de silencio en su conversación, recordando el dolor que en ese entonces lo mantuvo como zombi por varios días. 

Tanto a él como a otros familiares de los fallecidos les pusieron psicólogos, pero nadie sabe el dolor del otro, comenta. 

—Como pescador supe que ya no regresarían. El mar es un misterio. En una selva te salvas si puedes defenderte, pero en el mar te vas al fondo, o te llevan los peces gigantes, los tiburones y calamares, animales del tamaño de un humano o incluso más grandes —narra. 

Su familia no esperó mucho. La mayoría son pescadores, gente de mar que sabe que cuando un cuerpo no aparece en las primeras 24 horas es muy difícil que sobreviva: que si no te ahogas, te mata el frío. 

Ellos empezaron a preparar el sepelio a los dos días. Sepultaron a los dos que hallaron y llenaron un ataúd con ropa y fotos de los desaparecidos.  

Un martes por la tarde llevaron las cajas al cementerio, en hombros como en todo sepelio. Con la tristeza del luto estampada en el rostro, el pueblo salió a las calles a despedirlos.  

Pablo, el sepulturero, los vio pasar. Se acercó a dar el pésame y a llorar un rato porque “hoy estamos y mañana quién sabe”, dice.  

Al siguiente día haría el mismo ritual, en el mismo cementerio, esta vez con el ataúd que llevaba la ropa de Manuel García, su cuñado y amigo, el que sacaron en hombros de la iglesia para dejarlo en una bóveda. Fingiendo que allí iba su cuerpo, aunque no había nada adentro. Y eso todo el pueblo lo sabía.

Pescadores desaparecidos
Tumba de Carlos Antonio y su hijo Carlos Julio, quienes desaparecieron en un naufragio y nunca hallaron sus cuerpos. Ambos son familiares de Adango Flores.

ESCRIBE LEONARDO CEBALLOS CHICA