Según información de la Junta de Beneficencia, el Cementerio General de Guayaquil fue creado mediante una providencia firmada por el libertador Simón Bolívar, el 27 de abril de 1823, allende al cerro del Carmen, considerando como inadecuado que se siguieran enterrando cadáveres en las iglesias, tal como era la costumbre.
En 1888 el Municipio encargó a la Junta de Beneficencia la administración de las cerca de 17 hectáreas que comprende el panteón, el cual fue declarado Patrimonio Cultural de la Nación el 18 de octubre de 2003.
Entre sus muertos más célebres se encuentran 18 presidentes de la República —algunos parcialmente como Eloy Alfaro, una parte de cuyos restos están en Montecristi—, cinco vicepresidentes, ocho próceres de la Independencia, artistas, además de poetas y escritores como Juan Montalvo, cuyos restos estuvieron allí antes de ser llevados a su natal Ambato.
En virtud de todos estos antecedentes, existe una iniciativa para que la Unesco lo declare Patrimonio Cultural de la Humanidad.
Una carta para la eternidad
A José los recuerdos se le vinieron encima y no pudo defenderse; una cicatriz en su alma lo hace llorar.
Han pasado ya diez años desde que su esposa Anita lo dejó, pero a él le parece un siglo. Por eso escribió lo que escribió en esa carta de mayo de 2003 que testifica su amor por el amor de toda su vida.
Allí se lee que ella lo reconforta y le da ánimos para seguir adelante, para seguir recordándola. Anita, fotografiada junto a una mascota, sonríe a todo aquel que se acerque por su tumba, quizás la única de todo el cementerio con una carta firmada, cual si fuera un papel.
José se sume en el silencio de todo lo que le rodea y se va. No quiere hablar. El cielo distribuye gratuitamente palomas en todas las direcciones como enviando mensajes de paz a los corazones atribulados.
Una hilera de palmeras enormes con su melena al viento sobresale por encima de todo. Al final de ellas está la tumba del primer presidente ecuatoriano, Vicente Rocafuerte, pero antes de llegar a su sarcófago de bronce la vista se recrea en muchas otras tumbas cuya construcción data de inicios del siglo XX.
De Italia para Ecuador
Era la época del “gran cacao”, el auge económico permitió a los guayaquileños contratar los servicios de artistas de renombre que dejaron su impronta en el más fino mármol de Carrara (un municipio italiano, conocido por la calidad de ese material), tales como Fabio Capurro, Enricco Pacciani y Emilio Soro.
Muestra de lo dicho es la tumba de Celeste Castillo (1896-1921), hija de uno de los fundadores del diario El Telégrafo, quien “vivió adorada y murió soñando”, y cuyo padre quiso perennizar su recuerdo más allá de la memoria con una célebre escultura que la muestra desfallecida, en manos de un ángel sobre un lecho de rosas tan perfecto que casi se pueden oler.
En similar actitud postrera se aprecia el cuerpo tallado en mármol del niño Leonardo López, muerto en 1939, quien aparece junto a la que sería su madre. También está rodeado de rosas, pero a ras de suelo.
“Antes había arte; hoy todo se repite”
Deambulando por allí, metido en un overol de modesta costura, se encuentra River Santana, un manabita de ojos castaños que se dedica a pintar y a limpiar lápidas desde hace 15 años.
Sin ser un especialista, da buena cuenta de los cambios que ha habido puertas adentro del panteón, cuyo bicentenario se cumple justamente este año.
“En esta parte, digamos hasta la puerta cuatro o cinco, usted puede ver verdaderas obras de arte, esculturas de mármol, bronce y otros materiales finos. A medida que avanza, la calidad es otra”.
Santana se refiere a que hay un contraste entre las tumbas antiguas con las modernas, habida cuenta de que antes eran mucho más detallistas y “personalizadas”.
“Ahora las leyendas se repiten por todos lados, dicen lo mismo, lo único que cambia es el nombre, sin contar esos cristos feísimos que les hacen a algunos que más parecen Barrabás que nuestro Señor”, indica el hombre, para quien antes también había más plata.
Los martes, al parecer, los deudos no concurren masivamente y el cementerio luce casi abandonado, como abandonadas hay decenas de tumbas, en donde apenas se distinguen nombres y fechas. Las flores se marchitaron quién sabe cuándo.
Algunas tumbas tienen un sello del Instituto Nacional de Patrimonio Cultural (INPC), en el que se solicita a los familiares que se acerquen para tratar temas concernientes a su descuido.
Qué dice la ley
La variedad de lápidas, tumbas o mausoleos obedece, aparte del gusto de los familiares, a que no existe en la Ordenanza que Regula la Administración, Servicios y Funcionamiento de los Cementerios una disposición taxativa que ponga límites a los diseños o creatividad de estos, pues en esta se lee que el epitafio debe “honrar al difunto”, y nada más.
En consonancia con esto, a lo largo de las 14 puertas del camposanto hay lápidas adornadas por mapas del Ecuador, otras con paisajes, barcos y hasta con simbologías de extraño significado.
Dos mausoleos y un Cristo “inamistoso”
A tono con esta situación, el mausoleo de la familia Icaza Gainza da la impresión de haber sido bombardeado. Fue construido en 1856 y es, por tanto, una de las construcciones de cemento más antiguas de la ciudad junto con la Cárcel Pública Municipal. Aún majestuoso entre ruinas, nadie lo visita, tal como lo indican una cadena y un candado oxidados.
En mejores condiciones se halla el mausoleo de Yldefonso Coronel, un empresario cuencano que amasó una gran fortuna en Guayaquil, tanto que fue uno de los cinco empresarios que donó más dinero para ayudar a los afectados por la epidemia de fiebre amarilla desatada en 1842.
La fama de este mausoleo, pintado de gris y con las caras en alto relieve de sus ocupantes, también se debe a que, según una leyenda popular, está custodiado por la estatua de un Cristo enojado.
Un detalle que hay que destacar es que, antiguamente, la zona en la que se encuentran estas construcciones era inundable, debido a lo cual tuvieron que ser construidas en alto. Las estructuras altas de las zonas siguientes se debieron, en cambio, a la falta de espacio ya que el último inventario hecho por la Junta de Beneficencia el año 2021 cifró en más de 600 mil los restos de quienes están en el panteón.
De la época de Napoleón Bonaparte
Uno de esos restos pertenece a Josefa Ferruzola de Boloña, nacida nada más y nada menos que cuando Napoleón Bonaparte invadió Rusia, en 1812, y enterrada en 1897. Sin embargo, no se trata de la tumba más antigua del cementerio, pues esta pertenece a la niña Juana Rosa Julia Correa y Pareja, nacida con la República en 1830 y enterrada en 1831.
Difícil precisar si le sobreviven familiares o descendientes, lo cierto es que esta tumba tiene la ventura de estar siempre adornada por una flor y llena de golosinas, como si alguien quisiera contentarla en el más allá, como si alguien tuviera un compromiso con su alma de apenas un año de edad.
A medida que se avanza de puerta, los gatos van desapareciendo y solo uno que otro ronronea entre los cuerpos de bóvedas, entre pasillos estrechos y esquinas imprevistas, no exentas de misterio. Los felinos han hecho suyo ese sitio en el que solo “brillan las tumbas y las flores, en donde han dejado la pasión y el llanto su perfume de lágrimas y amores”.
Los versos antedichos se encuentran inscritos en la tumba del expresidente Carlos Alberto Arroyo del Río (1893-1969), aquel que, desprestigiado como mandatario por la firma del Protocolo de Río de Janeiro en 1942 con el Perú, encontró en la péñola cauce idóneo para su inspiración.
A pocos metros de donde yace el expresidente y en forma paralela, en las faldas de un cerro del Carmen sediento de lluvia, existen otro tipo de tumbas, unas que se fundieron con la tierra y de cuyas osamentas no existe rastro alguno. Se sabe que alguien estuvo allí por las cruces que hay, pero nada más.
Yuxtapuestas y vencidas, como si quisieran inclinarse reverentes ante sí mismas o darse apoyo ante un inminente derrumbe, poco les falta para destruirse del todo. Al parecer, a nadie les importan. Las únicas flores que tienen son las que, generosamente y de forma espontánea, la naturaleza hace brotar a sus costados. Aguardan la caída de las primeras lluvias para llenarse de lodo, de maleza, de óxido… de olvido propiamente dicho.
En torno de una calavera
Aún más arriba de estas tumbas, ya casi llegando a la cima del cerro y donde el cielo parece estar a un tiro de piedra, hace algunos años se denunció la práctica de ritos satánicos en torno de una calavera que habría pertenecido a un delincuente con ficha policial y todo.
En el sitio se hallaron gatos negros muertos, velas, prendas femeninas ensangrentadas, amuletos y otro tipo de objetos que hacen referencia a que lo que allí se hacía o se hace va más allá de lo normal.
Un anciano que está acompañado por un joven que lo ayuda a caminar alimenta la leyenda sin siquiera mirar a los ojos: “Si quiere conocer cómo adoran al diablo, suba no más, pero no me eche la culpa si se asusta”. Y como nadie quiere asustarse, la caminata prosigue en busca de más tumbas raras.
Fuera del perímetro de la ciudad de los muertos, pero solo en determinadas puertas, un grupo de personas se empeña en mantener frescos los ramos multicolores para los muertos de ocasión. Los más baratos cuestan un dólar, pero también hay arreglos de cinco dólares. Las puertas 2 y 13 son las más concurridas por la doliente clientela.
Que solo unos cuantos sepan quién es…
Caso aparte entre todas las tumbas del cementerio y que ha generado la curiosidad —o morbosidad— de propios y extraños es la tumba señalada con el código B-0043656, ubicada a una altura regular, como para no pasar desapercibida por nadie.
En el centro de la lápida solamente se lee, en una placa de metal: “Los que cumplieron con él saben quién yace aquí; lo demás no importa”.
¿Qué motivos tuvo para dejar tallada esa especie de muestra de resentimiento para la eternidad? ¿Qué dolor atravesó su alma al momento de partir? ¿Hubo algún ánimo de revancha en ese texto simple, pero contundente? Elucubraciones, simples elucubraciones acerca de un desconocido con nombre y apellido.
Una flor artificial, como para que no se marchite, sirve de testimonio para demostrar que alguien, de vez en cuando, lo visita.
Algo similar, pero no tan extremo, lo hallamos en una tumba codificada con la serie B-0057552, en donde solo se lee Juan Pablo. No hay más detalles de quién puede estar allí.
Un banquero fantasmagórico…
Una de las tumbas más elegantes de todo el cementerio es la del banquero Víctor Emilio Estrada, cuyo hemiciclo o rotonda, formada por columnas dóricas, lo realizó Enrico Pacciani, el mismo que hizo la escultura de Celeste Castillo.
Pero así como es una de las más elegantes, también acoge entre sus columnas una de las historias más escalofriantes, digna de Edgar Allan Poe.
Humberto Quevedo, maestro carpintero nacido en Guayaquil, recuerda que, siendo él aún muy joven, en 1954, Estrada murió a causa de un cáncer de páncreas.
“El día del entierro hubo un corte de energía eléctrica, la procesión se dio entre tropezones y, cuando llegaron a cierta parte de la ciudad, los cargadores no pudieron más llevarlo en hombros; entonces se abrió la caja y esta solo contenía piedras. Yo vi las piedras, nadie me lo contó… Medio mundo salió despavorido entre las tinieblas”.
Sea como fuere y para alimentar aún más la leyenda, no han faltado viandantes noctámbulos o taxistas que aseguran verlo salir vestido de frac, tipo dos de la mañana, paseando a lo largo de la calle Julián Coronel, antiguamente conocida como “Calle de los Lamentos”, porque allí se encontraban el hospital Luis Vernaza, la Cárcel Municipal y el cementerio… Tres lugares en donde la muerte andaba a sus anchas.
Ocupado casi en su totalidad y extendido hasta las postrimerías del cerro que lo vio nacer, el Cementerio General de Guayaquil es ya un referente histórico no solo de la ciudad, sino de todo el país. Una última morada que cumple dos siglos de vida y muerte.