Sesenta y cinco años, petisa y cabello profuso, Rosario Posligua mueve sus dedos como si fuesen las extremidades de un ciempiés. Sus ojos, mermados por la diabetes y la edad, acusan un leve estrabismo, pero ella no se detiene. Pareciera que su mirada se hubiese mimetizado con el movimiento perpetuo de sus manos.
Minutos antes ha pedido a uno de sus nietos un “parcito de paja mojada” y ha empezado a darle forma a una canasta o “polverita” por la cual le pagarán, al finalizar el día, un dólar con veinticinco centavos.
Bajo el sol porfiado de su natal Montecristi, en la provincia de Manabí, la mujer trenza unas hebras de fibra seca con unas planillas de paja húmeda, mueve lenta y circularmente la artesanía y va apretando las ramas para que el punto del tejido guarde simetría.
Así, diariamente, ofrenda su tiempo a este oficio con el que tejió la trama de su vida desde que a los seis años su madre la impulsó a seguir su impronta: “aprenda, mija, para que después me ayude”.
No es la única tejedora de Manabí, pero sí una de las poquísimas que habita en Montecristi.
En este pequeño cantón de un poco más de cien mil habitantes se concentra la venta de tejidos, pero los artesanos están regados por Santa Marianita, San Lorenzo, El Aromo, Pile, La Tolita y Las Pampas, comunidades colindantes con Pacoche, el bosque en donde se cosecha la mejor Carludovica Palmata, especie mundialmente conocida como paja toquilla o jipijapa, la materia prima con la que teje Rosario.
A saber, Montecristi se convirtió en el nervio del tejido debido a que en este lugar se asentaron las casas comerciales que se encargaban de gestionar los pedidos y elaborar los acabados de los célebres sombreros.
“La mayoría de tejedores vive en Pile; entre novecientos y mil. El 40 por ciento son varones y el 50 por ciento, mujeres, pero en el resto de las comunidades manabitas que se dedican a tejer —unas 35 en total— el 99 por cierto son mujeres”, dice Lorena Bravo, ingeniera en Administración de Empresas y estudiosa obcecada de la Carludovica Palmata y sus usos.
“La calidad de la paja de San Pablo y Barcelona, en la provincia de Santa Elena, no es tan buena como la de Manabí”, continúa Lorena, y agrega que la paja que llega a Cuenca y sus alrededores, también conocidos por artesanías de este tipo, es gruesa porque no se le da el mismo tratamiento que a la de Manabí.
“Ahora las ventas se centran en Cuenca pero Manabí tuvo una historia hermosa y pujante en cuestión de tejidos”, zanja la experta manabita.
De la cultura Valdivia hasta hogaño
Lorena retrocede en el tiempo y relata que esta fibra se usaba ya en la época prehispánica, año 4 500 a.C, y que con el paso del tiempo su empleo se fue perfeccionando.
“De acuerdo con los análisis realizados a los vestigios arqueológicos dejados por las culturas Valdivia, Machalilla, Chorrera y Manteña estas civilizaciones trabajaban con paja toquilla”.
La fibra vegetal, o paja toquilla, fue descubierta en el año 1700 en lo que ahora es Manabí y Santa Elena —en esa época no se hablaba de provincias sino de regiones— y adoptó la clasificación botánica de Carludovica Palmata en 1725.
Condenado azufre
Rosario ignora los intríngulis del componente principal del que ha vivido. Solo sabe que debe entregar a la señora de la carretera —”no sé cómo se llama el apellido”, dice— una docena de polveritas.
—A veces hacemos dos canastas o tres porque las manos no dan para más. Cuando era joven y no había luz gastábamos en kerosene para poder tejer.
El tiempo apisona a Rosario pero los pliegues de su mustia biología reciben los estragos del trajín que le ha supuesto aguzar la mirada, urdir los dedos y destorcer la espalda diariamente.
—Ellas son mis nietas, no saben tejer, y yo estoy vieja, ya no me da el cuerpo —manifiesta con parsimonia.
La paja con la que trabaja viene de El Aromo, no muy lejos de allí. Por un mazo, que contiene doce cogollos, paga tres dólares.
—La compramos blanquita, curada, allá le sacan el palito, la vena, que le dicen, y la azufran.
Antes de que la paja llegue a sus manos, ha sido cosechada, desmechada, cocinada, sahumada, lavada y secada.
Para que la planta arribe a su etapa madura deben transcurrir de dos a tres años. La cosecha dura un día, el desmechado y la cocción con azufre —para sacar la clorofila— otro, y el secado dos días más.
Es decir, desde que la fibra sale de la plantación hasta que llega a las manos de las tejedoras transcurren entre cuatro y cinco días.
—Por aquí ya nadie trabaja con esta paja —menciona Rosario, de ahí que se sorprenda con nuestra visita.
Eso sí, aclara que solo trabaja bajo pedido.
El tapete que es cartera
Con una brizna de orgullo y otra tanta de humildad, Rosario expresa que nunca ha recibido críticas por su trabajo y que la semana anterior entregó unos tapetes.
—Préstame un tapete, Moncita —exhorta con urgencia a su nieta
El tapete es una circunferencia en cuyo borde ha engarzado los colores cardenillo y blanco, a manera de bandera ajedrezada o croata.
Rosario observa el tapete, lo toma, lo dobla por la mitad, acaricia su interior y dice: “mire, aquí dentro le ponen tela y acá arriba el cierre. Yo los vendo como tapetes; ellos —algunos de sus compradores— luego de coserlos, los convierten en carteras”.
Una cartera de estas cuesta 12 dólares, pero a Rosario le pagan lo mismo que por la polverita: 1,25.
“La comercialización es libre, depende de la oferta y la demanda. Esa desigualdad es habitual en la producción. No hay ninguna tabla que regule los precios”, matiza la experta Lorena Bravo.
El proceso del tapete de Rosario incluye el pintado de la fibra con anilina. Para ello la tejedora prende su fogón, coloca agua en uno de sus peroles, agrega la anilina e introduce la paja, la cual debe hervir alrededor de una hora. El proceso de secado dura dos días.
Según Lorena, los problemas de salud identificados en los tejedores se centran principalmente en la vista, la columna vertebral y los pulmones: “El tejedor fino tiene generalmente una vista perfecta pero pierde la visión por las horas de trabajo. También (ellos) se enferman de los pulmones por el azufre con el que hierven la paja”.
Plan de salvaguardia
Con el anhelo de que en Manabí se erija un museo de paja toquilla y de las artesanías, Lorena dice que en los últimos años “ya no se compra mucha artesanía, solo los turistas lo hacen, para souvenirs, pero hace mucho tiempo que los productos de paja toquilla dejaron de ser utilitarios”, entre ellos, las canastas, monederos, lámparas e individuales de mesa que ahora se fabrican sobre todo industrialmente. O incluso los sombreros. De hecho, ya casi no se ven personas que los usen diariamente, no son en Manabí.
El tejido de la paja toquilla está desapareciendo porque la venta de productos elaborados con este elemento no genera ingresos que mejoren la calidad de vida de los artesanos. Rosario no solamente sabe eso; lo vive, y aun así continúa empalmando armoniosa la paja.
Aunque a medida que pasa el tiempo sus manos se desplacen, según la vara con la que severamente justiprecia el oficio en el que ha invertido toda su vida, como lo hace el artrópodo de cien extremidades.