Cultura urbana

Yo estuve en la Diablada de Píllaro

Ilustración: Manuel Cabrera.

Son las dos de la tarde del 3 de enero, el frío ha depuesto su habitual arrogancia y el sol ha optado por darle la espalda al ocasional averno. 

¡Muévanse, guarichas!, grita a todo bronquio Andrés Villacís. 

Las guarichas, sin embargo, no necesitan que nadie las arengue. Ellas zapatean como si debieran sortear la hoguera en la que se ha convertido la calle Rocafuerte, a la altura del parque José María Urbina, en pleno centro de Píllaro, provincia de Tungurahua.

Allí, en medio de una masa informe de público, derrochan garbo y picardía. Llevan caretas, pañuelos, mantas, sombreros (con cintas de colores), muñecos (que simbolizan que allá donde vayan llevarán a sus hijos), cabrestos y botellas de licor. 

No es la primera vez que Villacís chiflea, aplaude y vitorea a las guarichas. 

Desde hace diez años viaja religiosamente desde su natal Salcedo para disfrutar con toda su familia de esta celebración que en 2009 fue declarada Patrimonio Cultural Inmaterial del Ecuador: la Diablada de Píllaro. 

¿Pero qué es la Diablada de Píllaro? Es una celebración ritual que convoca del 1 al 6 de enero a miles de danzantes; una fiesta en la que cientos de moradores de diversas parroquias de Píllaro, organizados en varias partidas de hasta cuatrocientos integrantes cada una, bajan hasta el centro de la ciudad, ataviados con trajes de diablos, guarichas, capariches, parejas de línea y cabecillas para bailar durante seis días al ritmo de las bandas de pueblo. 

Fotografía: Carlos Alberto Proaño.

Hoy es el turno de las partidas con mayor raigambre y prestigio, la de la parroquia Marcos Espinel y la del barrio Tunguipamba, gestoras inequívocas de esta performance patrimonial. Les acompañan el Colectivo Minga Cultural Tunguipamba y las partidas San Andrés y Tunguipamba El Rosal.  

David Campaña, cabecilla de Tunguipamba, segunda generación, secunda a su grupo con entusiasmo y ojos escrutadores. 

Como cabecilla de su partida, es el responsable de lo que sucede con sus huestes, conformadas por alrededor de cuatrocientas personas, aunque hoy —a diferencia del 1 de enero, día festivo y de debut de la Diablada— desfilan alrededor de cien miembros. 

Pero eso es lo de menos: el grupo baila como si mañana erupcionara el volcán Tungurahua. 

Fotografía: Carlos Alberto Proaño.

“Escucha, escucha esto”, dice David con una mano en el oído. Se refiere a la canción “Píllaro Viejo”, interpretada por Los Galenos de Izamba, la banda que ha contratado con la contribución económica de cada uno de los integrantes de la legión que representa. 

Con el ritmo de Los Galenos, cuya especialidad son los sanjuanitos, el pasacalle y los yumbos, crece la efervescencia del baile y diablos y guarichas reparten licor sin paliativos y a bocajarro. 

¡Viva Píllaro, carajo!, grita un entusiasta espectador con el alcohol ya en la mollera.  

Las bandas Niña María y Docencia ponen la nota musical también en la Diablada. 

A mayor cantidad de instrumentos de viento, mejor el sonido de una banda de pueblo, aclara David a gritos en medio de los acordes de saxofones, trompetas, bombo, tambores y timbales. 

Fotografía: Carlos Alberto Proaño.

María Amores tiene 43 años, viene desde Latacunga y es la primera vez que baila como guaricha. Confiesa que le atrae la música de banda. 

“Aquí no hay coreografía ni necesitas vivir en Píllaro para bailar, solo te inscribes en alguna de las partidas, pagas dos o tres dólares, te compras tu traje y te mueves como quieras, lo importante es estar alegre. Soy latacungueña, mashca de corazón (así les llaman coloquialmente a los nacidos en Latacunga) y mamanegrera por tradición”, expresa. 

El baile de las parejas de línea emula la danza de la aristocracia de la época colonial. Mientras que la legión de diablos impide con sus feroces látigos y sus desacompasados movimientos que los espectadores irrumpan en la calle y bloqueen la coreografía.  

Aunque en estas comparsas los protagonistas han sido siempre las parejas de línea, cuyo baile se desplaza a lo ancho de la avenida, los diablos se llevan todos los laureles debido a las variopintas máscaras que portan, lo que le imprime enjundia a la Diablada Pillareña. 

Entre sus fastuosas máscaras figuran la clásica, con su nariz aguileña, sus dientes largos y sus rudimentarios cuernos; la clásica contemporánea, con las mismas características que la tradicional pero con un número mayor de cuernos; y la contemporánea pura, con las particularidades que la imaginación del artesano permita, guardando los rasgos característicos de la Diablada, como la cabeza de una vaca que al abrir la boca exhibe una máscara de diablo. 

Fotografía: Carlos Alberto Proaño.

“La Diablada no significa que adoramos a la santa muerte o a la oscuridad sino más bien hacemos referencia a los mejores valores: la libertad, el coraje, la gallardía, la valentía, el esfuerzo, por eso el pillareño plasma los mejores pasos en la partida con toda la buena vibra”, expresa Galo Velasteguí, propietario de El Palacio de la Diablada, un local ubicado en las calles Bolívar y Rodrigo Guzmán, donde se elaboran máscaras, trajes y se teje cabrestos —fuetes o aciales— para alquilarlos o venderlos.

“En Píllaro usted mismo hace su máscara porque aquí hay más de 56 artesanos”, dice Velasteguí. 

Según Velasteguí, desde el 2009 el Municipio de Píllaro ofrece talleres para que los jóvenes aprendan a elaborar máscaras. “Si usted la hace, lo que le cuesta es el alquiler del traje”, matiza el artesano.  

El precio de sus máscaras oscila entre 40 y 1.300 dólares y su elaboración puede tardar entre dos semanas y un mes. El alquiler de una máscara sencilla tiene un costo de 12 dólares.

Las primeras máscaras de Píllaro datan de 1930. Según Velasteguí, los pillareños sacaban los huesos de los osos o venados e introducían sus cabezas en el cráneo de estos animales. Con el paso del tiempo, los artesanos fueron mejorando las máscaras a las cuales les colocaban solamente los cachos del venado. Mientras más cachos y arrugas tiene una máscara, es más costosa.  

Fotografía: Carlos Alberto Proaño.

Los danzantes

Las mujeres de las parejas de línea llevan vestidos amarillos, fucsias, rojos o lilas y una coronilla, un pañuelón, una máscara de malla y unos guantes blancos. Mientras que los hombres visten un pantalón negro, una camisa blanca, un pañuelo rojo, un sombrero con cintas de colores, una máscara de malla y guantes blancos. 

Los capariches, que también forman parte de la partida, se encargan de barrer el paso del desfile. Cargan consigo una escoba, un poncho, un sombrero y una máscara de malla. 

“Mi padre nunca me dejó participar porque esta fiesta era considerada del diablo, además las guarichas —inicialmente personificadas solo por hombres— eran mujeres que se pegaban a uno y otro diablo”, dice la lugareña Marina Medina con la memoria clavada en su infancia y las retinas adosadas en la comparsa que desfila enfrente suyo. 

Denostada por los escrupulosos e imbricada de leyendas, esta celebración alcanzó recién hace alrededor de dos décadas la popularidad de la que hoy goza. No obstante, está rodeada de mitos. Ningún danzante se puede retirar de su partida si no baila doce años consecutivos. Si lo hiciera, la maldición del diablo caerá sobre su cabeza, a través de alguna enfermedad o la propia guadaña. 

Fotografía: Carlos Alberto Proaño.

Un poco de historia 

La actual Diablada de Píllaro, según el arqueólogo pillareño Luis Lara, cambió de nombre con el paso de los años. Primero se llamó Los Inocentes, luego Los Disfrazados y finalmente adoptó su nombre actual. 

No fue fácil que esta celebración alcanzara la popularidad que tiene ahora debido a su indefectible flirteo con el diablo. 

Según información oficial, “en la época colonial los indígenas se vestían de diablos en rechazo a las prédicas sacerdotales y al maltrato físico, psicológico, económico y moral que recibían de los españoles”.

Sin embargo, para los ancianos pillareños, la Diablada nació de un hecho anecdótico. Cuando las mujeres de Tunguipamaba acudían a lavar la ropa, los habitantes de la parroquia Marcos Espinel iban a seducirlas. Los jóvenes de Tunguipamba, enojados con la situación, crearon máscaras del diablo para espantarlos. Cuando lo lograron, los jóvenes de la Marcos Espinel corrieron y los tunguipambeños les gritaron pobres inocentes; eran los primeros días de enero. Así empezó la tradición de crear el símbolo más representativo de la Diablada: las máscaras. 

La pandemia  impidió que en 2021 se llevara a cabo la tradicional Diablada, mientras que en 2022 se realizó solamente en las parroquias a las que pertenecen las partidas. Este año, 2023, volvió con mayor músculo. 

En 1978 la festividad empezó a tomar fuerza, ya con máscaras de diablos. Las partidas empezaron a pelear por adueñarse de las tres cantinas que había en el centro de Píllaro, a las que bajaban los jóvenes de las parroquias para conquistar a las chicas, representadas hoy por las alegres e inefables guarichas. Por eso el desfile de las partidas se desarrolla en el centro de Píllaro.

Fotografía: Carlos Alberto Proaño.

El diablo ha cumplido

“A dos dólares el banquito”, vocea una informal. Con ese mismo ímpetu con el que ella ofrece comodidad, las vendedoras de fritada, tortillas, e higo con queso mueven sus cacerolas y sus tiestos. El negocio es rendondo. Según un agente policial, en ese pandemónium en el que se ha convertido el corazón de Píllaro hay unas treinta mil personas.

Xavier Llugsa, 30 años, camina con su pesada máscara al hombro y la satisfacción de la cuenta saldada. “Este es mi último año, gracias a dios me retiro sin novedad”, dice, resoplando de cansancio. 

Entre traje y máscara ha gastado este año 500 dólares, pero su bolsillo entiende que hay actividades y apegos que no tienen precio.  

El 6 de enero, tres días después de la presente salida, colgará la máscara y se despedirá de la partida San Andrés, tras doce años mascullando, con el cabresto en sus manos, “uhhh, uhhh, uchaa”, las interjecciones a las que todo diablo apela para amedrentar a su fervoroso y fiel público. Llugsa, que transita en este instante por el purgatorio, no lo hará más, pero eso poco importa cuando el número de diablos crece cada año, para alegría de los pillarenses, de los turistas y de quienes agitan con vigor sus ardientes pailas.

Fotografía: Carlos Alberto Proaño.