En Durán nadie quiere dar la cara.
Ni víctimas ni victimarios, ni agresores ni agredidos.
Es como si hubiera un acuerdo no declarado para hacer que, pese a todo el daño latente, la violencia quede impune o se propague como el fuego en cañaveral seco.
Rigoberto Escandón es taxista profesional. Trabaja desde hace 4 años en las afueras del terminal terrestre de Durán y es parte de los más de 300.000 habitantes de esa ciudad que no saben si el día siguiente estarán con vida o, en el “mejor” de los casos, malheridos.
“Si va para La Delia (cerca al prostíbulo El Imperio), El Arbolito (ciudadela Héctor Cox), Las Cabras (El Cerro) o El Recreo (zona vulnerable), no voy, así me pague lo que me pague”, advierte el chofer urbano, y explica que, pese a la crisis galopante, no puede enfilar hacia esos rumbos ni, tampoco, dar la cara de frente.
Sin dejar de atender una radio Motorola gangosa por medio de la cual, cada cierto tiempo, una voz femenina e intermitente le pregunta si hay alguna novedad con su servicio, señala que todos esos sectores están bajo el poder de bandas criminales.
“Después de las seis de la tarde, en la Quinta Etapa de El Recreo, a usted lo paran a la fuerza y lo desnudan para ver si tiene algún tatuaje que lo comprometa, ¿sí me entiende? Como eso es lo último de lo último de la zona, hay una zanja. Si está manchado, allí lo tiran con todo”.
Aunque no pasa lo mismo en los otros sectores señalados, el conductor confiesa que la criminalidad ha aumentado o se debe a que los policías encargados del control de esos lugares son corruptos y trabajan aliados con las mafias dominantes (Chone Killers o Latin Kings).
“Cada vez que hay operativos nunca los agarran, y eso es porque entre ellos mismos se pasan la voz de que va a haber operativos.
Lo que nosotros queremos es que sólo los militares los hagan (los operativos) para que de verdad los agarren”, indica Escandón, un poco eufórico, mientras por las ventanas de su auto la ciudad transcurre indiferente.
Para comprobar todo cuanto dice, toma por la avenida conocida como “La Bajada de la Virgen”, en donde hay una gruta, y se acerca a las inmediaciones del colegio Provincia del Cañar, ubicado en el sector de Los Helechos, muy cerca de la ciudadela Primavera 2, y considerado el más conflictivo y peligroso del cantón.
Allí, pese a haber una unidad móvil de la Policía, un solo agente —cabizbajo y entretenido con su celular— “custodia” la puerta principal. No hay presencia militar. Los 500 efectivos que movilizó el estado de emergencia, brillan por su ausencia.
“Los militares, como puede ver, sólo están en las mañanas, cuando los chicos entran, y en las tardes, cuando salen. El resto de la mañana esto pasa solo.
Mire, yo mismo he cogido peladitos de este colegio que hablan de darle cuentas a “El Patrón” para que no se cabree. Ahora, investigue quién mismo es El Patrón”.
Un poco apurado, como si alguien lo estuviera persiguiendo, confiesa que debe que reunir la mayor cantidad de plata posible, ya que él, como todas las cooperativas de taxis que trabajan en el terminal, tienen que cumplir con las “vacunas”, so pena de que, si no se hace, les quemen dos unidades.
“Nuestra cooperativa (Guetrans-Guevara Transportes) paga 1.200 dólares mensuales a los vacunadores.
Eso representa que cada taxista, adicional a la alícuota, debe cancelar 30 dólares”.
Según Escandón, ni los agentes de tránsito municipales se han librado de esa extorsión, ya que, “aunque no lo crea, ellos también pagan, como todos. Será por eso que ahora se nos cargan más de lo acostumbrado”.
Exactamente frente a las instalaciones de la estación terminal queda un conglomerado de industrias farmacéuticas (Farmayala), sitio que fue atacado con explosivos a finales de septiembre pasado.
Días después, una hija del propietario también resultó tiroteada, pero se salvó porque su vehículo era blindado.
En Durán se sospecha que fue un frustrado intento de extorsión.
Los vecinos de la empresa —entre ellos el propio Escandón y sus demás colegas taxistas— aseguran que, desde esos acontecimientos, los dueños de esas empresas, cada vez que llegan, lo hacen en helicóptero, tipo James Bond.
Cambio en la cotidianidad
Ramiro Velarde vive desde toda la vida en la ciudadela Primavera 2, la misma donde el 24 de septiembre último, una balacera dejó cinco muertos mientras grupo de personas observaban un partido de fútbol y la misma que circunda el cerro Las Cabras.
Él vende vinos de primera calidad, importados, pero desde hace un año su negocio está conociendo lo que es la indiferencia.
Ha preferido ese declive voluntario a exponerse a que lo “vacunen” y que su familia —tres hijas y su esposa— corra peligro.
“Nosotros procuramos hacerlo todo en la mañana y en grupo.
Por ejemplo, si mi esposa necesita ir al mercado, yo pregunto quién más necesita hacer un trámite para salir juntos y regresar juntos”, señala Ramiro, quien también se desempeñó algún tiempo como corrector de pruebas, pues ama la literatura y la perfección del lenguaje.
Próximo a llegar a la tercera edad, tenía por costumbre salir a un parque cercano a caminar o trotar junto a su esposa.
Pero desde que el tronar de las balas —222 personas han muerto hasta la finalización de esta nota— comenzó a alterar el sosiego barrial y de toda la comunidad, optó por quedarse en casa.
“Ya no se puede hacer nada como antes, nuestra rutina cambió drásticamente.
Mi hija da clases en un colegio de aquí en forma telemática. Y está nerviosa porque le han dicho que pronto tiene que volver a las clases presenciales”, comenta Velarde, quien asimismo, ha puesto cámaras en su casa y ha reforzado los ventanales con tablones de madera desde el interior.
Desde el 27 de septiembre, por decisión del Ministerio de Educación, 12 planteles de Guayaquil (sector de Monte Sinaí) y de Durán, imparten clases de manera virtual debido al incremento de la violencia.
38.697 estudiantes se ven afectados con esta medida. Posteriormente, en Durán, el número de establecimientos bajo modalidad teletemática, subió a 34.
¡Boom! ¡Boom! El estruendo sordo de Guayakill
Chicago de los años 30. O Medellín de los 80
Ingrid Tigua, ingeniera comercial de profesión, trabaja en una cooperativa de ahorros de Durán, ubicada en la avenida principal.
Sin atreverse a dar la cara, por un temor más que justificado, señala que la situación de inseguridad ha ido empeorando de manera acelerada y ha tomado matices alarmantes.
“Desde hace algunos meses, por ejemplo, los trabajadores bancarios salen con chalecos o buzos para ocultar su uniforme y así evitar que los secuestren y pidan plata por ellos.
Nosotros hacemos lo mismo, porque ya ha habido casos de personas a quienes se las han llevado con rumbo desconocido para vaciarles sus cuentas.
Eso antes no se veía. Hay que caminar mirando a los cuatro costados”.
Asimismo, asegura que muchos clientes del sector que antes gozaban de un buen historial de crédito y cumplían con sus pagos puntualmente, ahora no lo hacen debido a las llamadas “vacunas”.
“Están atrasados y lo que dicen es que prefieren pagar a que los maten.
Un negocio cercano de por aquí que se dedica a la confección de carpas, según nos han contado, paga hasta 5.000 dólares mensuales.
La vez que se negó a pagar le pusieron un explosivo en la madrugada, imagínese, así no se puede.
Otros han cerrado sus negocios y se han ido a lugares más seguros”, señala Tigua, quien vive en una ciudadela de La Aurora (Daule) y “jamás” se baja de su vehículo hasta que no esté dentro del garaje de la cooperativa.
Durán, que ha sido ubicada entre las 10 ciudades más violentas del mundo —incluso sobre algunas mexicanas— y que se encuentra en estado de emergencia desde el 12 de septiembre, es el octavo cantón más poblado del país.
En el cantón Durán existen 42 invasiones declaradas —654 hectáreas—, en la mayoría de las cuales la delincuencia ha echado raíces.
Debido a la situación, en la institución que ella labora decidieron eliminar las bóvedas de dinero.
Ahora sólo hacen transacciones en línea o mediante cheques.
“Así estamos un poco más seguros. Incluso, tenemos un cartel en el que se anuncia de manera explícita: “No se reciben depósitos en efectivo”.
¿Cuándo se iba a ver esto en una institución bancaria? Ya parecemos el Chicago de los años 30 o Medellín de los 80″.
No es raro, agrega, que a mitad de una jornada laboral, cualquiera de sus compañeros se levante de improviso y pida permiso urgente para ir a ver a sus familiares debido, casi siempre, a una balacera en la zona donde vive.
“Allá arriba en el cerro…”
La vía principal del cantón Durán ofrece mil y una estampas a cualquier hora del día.
Gente en condición de vulnerabilidad o situación de calle acurrucada en las veredas y parterres, muertas de frío y hambre, en espera , casi siempre, de una esperanza para subsistir.
Vendedores ambulantes como el viento, yendo de aquí para allá, ofreciendo agua en botella, franelas, caramelos, naranja helada.
Extranjeros desarraigados a la fuerza en cuya propuesta, a veces abusiva, de “¿le limpio el vidrio?” se esconde el bienestar de una familia entera.
Todos, como si tuvieran una obsesión común, parecen estrangular la vía Dirán-Boliche que se extiende a lo ancho de 8 carriles, saturada de miles de vehículos y comercios sumidos en la incertidumbre.
En esa misma avenida, “José” aguarda que el semáforo se ponga en rojo para lanzarse sobre algún vehículo y limpiarle los vidrios.
Así estén limpios y su conductor rechace la propuesta.
Si le pagan, bien, si no, pues, no es mucho lo que gasta: el agua la coge de una gasolinera cercana y el detergente es el más barato.
Flaco como su destino, el chico tampoco quiere fotos, ni de lado ni de espaldas, peor de frente.
“Uno tiene su pasado”, dice, y acepta conversar sólo cuando no haya “carro que limpiar”.
Otros mozalbetes, con su mismo oficio —algunos venezolanos—, se apegan para ver de qué se trata, pero cuando escuchan la palabra droga, se escabullen.
“José” no pertenece ni ha pertenecido a ninguna banda delictiva.
Siempre que obró mal, lo hizo solo. Así, perdió y ganó solo.
Diez años estuvo en esas andanzas y por eso conoce el teje y maneje del microtráfico de droga, que “sí da para vivir, pero más para morir, ya usted ve”.
Su sonrisa, de cuatro dientes amarillos, es más triste que alegre y acompaña bien a todo lo que dice.
—Cuando yo andaba en malos pasos, la droga la conseguía allá arriba en ese cerro —señala con el dedo—. En Las Cabras. Los manes primero lo analizan, lo estudian, si ven que es de confianza, lo aceptan. Después ya todo es más fácil. Lo jodido es cuando uno quiere salirse, cuando quiere dejar”.
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Cosa rara, un camioneta Ford 350 le pita a “José” para que le limpie el vidrio y este corre porque el semáforo, su socio y aliado, pronto se pondrá en verde.
Por la misma avenida donde trabaja “José”, pero yendo hacia la derecha, se puede ir hasta el cerro, hasta ese sector en donde “perro come perro y por un dólar te matan”. Allí nadie saluda, nadie mira de frente, nadie se conoce.
El estado de emergencia se siente en la piel, en los ojos, en el aire.
A medio camino de un trayecto que no dura más de 15 minutos, un joven gordo con gorra de los yankees de Nueva York hacia atrás y con el tatuaje de un Cristo en vías de resurrección en un costado del cuello, es a quien se busca.
—¿Usted viene de parte de ‘Pepa Mugre’?— es la pregunta seca que hace, viendo un mensaje en su celular.
¿”José” es ‘Pepa Mugre’? Pues sí, es él.
Al borde de una escalera estrecha y zigzagueante, a veces de cemento, a veces de piedras, la mayoría de las casas tienen las ventanas cerradas. El olor a marihuana bajo consumo es tan fuerte que podría drogar a una estatua.
En uno de esos escalones, en la parte baja del cerro, está “Joel”.
Muy joven, con los ojos incandescentes, tiene puesta una BVD blanca de cuyas mangas se escapa una maraña de pelos negrísimos e hirsutos. Cosa rara, no tiene tatuaje alguno, pero sí ganas de hablar.
Un póster de la Virgen de El Cisne, pegado a una pared de caña, indica que allí, pese a la acumulación de pecados, también tienen fe en su salvación.
“Vea pana, la cosa es así, no pase mucho tiempo averiguando, aquí todo el mundo sabe lo de la droga.
La policía lo sabe, pero no hace nada porque se les da para sus cosas. Vienen pasando dos o tres días, llevan lo suyo y ya, aquí no ha pasado nada”, cuenta “Joel”, mientras la punta del cigarrillo que aspira se enciende con ganas.
“Joel”, desde luego, no se llama así.
Él era un joven que, al entrar en contacto con pandilleros de su barrio en la ciudadela Primavera 2, se sumó a sus malas costumbres y terminó vendiendo droga en Las Cabras, incluso, a menores de edad.
Un par de detonaciones lejanas obligan a bajar la voz. Acostumbrado a ellas, “Joel” afirma que nunca ha matado, pero que está preparado para matar… o morir. Al fin y al cabo, la vida es un ajuste de cuentas en el que, siempre, gana la muerte…