Derechos humanos

¡Boom! ¡Boom! El estruendo sordo de Guayakill

Ilustración: Manuel Cabrera.

Quisimos tomarle el pulso a la ciudadanía en materia de seguridad. Para ello abordamos a personas que habitan en varios puntos de Guayaquil. Algunas se negaron a hablar y las que accedieron, no sin resquemor, rogaron discreción y la reserva de sus datos personales. 

Todas se quejaron de la displicencia de la institución policial. Nunca responden ni actúan, dijeron. 

Mientras la delincuencia y el crimen organizado se pavonean por calles y veredas, los guayaquileños deben parapetarse en sus casas, cegar las cortinas y echar nueve llaves.  

Al margen del género, la pigmentación o la capa social a la que pertenecen, los guayaquileños transpiran miedo. También sus ojos y sus cuerdas vocales. 

La ubicua impunidad, otro factor que incide en el exponencial incremento de los delitos, ha agudizado el ingenio y la crueldad de los criminales, que actúan cómo, cuándo y dónde quieren.

Frente a este escenario, carente de garantías, tuvimos que hacer algunas entrevistas telefónicamente o vía Zoom. Y cuando entramos a algún sitio especialmente violento, lo hicimos acompañados de personas que nos garantizaron cierta seguridad.  

Al margen de los testimonios aquí recogidos, solicitamos información al Ecu-911 en tres ocasiones sobre el número de llamadas de auxilio que recibe diariamente. La institución nunca respondió. 

“No fue un robo forzoso, solo nos apuntaron” 

Andrea inhala: —ahgg— y se lleva una de sus manos al pecho como si quisiera contener el revoloteo de un tropel de cuervos que ha asaltado su caja torácica.

—Es que la semana pasada le robaron y está nerviosa —se apura a decir una de sus compañeras a la persona que la aborda por la espalda.

Con sus cien libras de huesos y sus doscientos quilos de pánico, Andrea almuerza con un grupo de compañeros en una banca de la plazoleta situada a un costado de la empresa para la que trabaja desde hace tres años: un call center en la ciudadela La Garzota, al norte de Guayaquil.

Son las dos de la tarde del jueves 1 de diciembre y la canícula ha resuelto instaurar su tiranía tropical.

Los jóvenes, que no superan los 25 años, marean sus tarrinas y alzan la mirada cada tanto para observar hacia oriente y occidente.

Andrea y sus compañeros sudan con el seco de pollo que engullen con poco afán. A ratos se confían. 

Una tropa de policías, con los ojos clavados en sus celulares, descansa en sus patrulleros a pocos metros de ellos. A ratos. En el fondo los jóvenes saben que la seguridad de los guayaquileños no está garantizada.  

Siete días atrás, a esa misma hora y en un parque ubicado a escasamente una cuadra de allí, Andrea y cinco de sus compañeros fueron asaltados por dos sujetos que llegaron en una moto, sacaron sus revólveres, y desvalijaron a todos, excepto a tres jóvenes —de otro grupo de la misma empresa— que alcanzaron a correr.

Cuando el resto quiso imitarlos vino la advertencia: “si corren disparamos”.

—No fue un robo forzoso; solo nos apuntaron —dice Andrea como si un revólver fuera un sonajero en cuyo interior brincaran inocentes cascabeles. 

A la joven le fueron arrebatados un iPhone 7 plus, su invaluable tranquilidad —ya de por sí menoscabada— y treinta dólares.

No recuerda la cara de los delincuentes pero conserva el número de las placas del Chevrolet Sail gris en el que uno de ellos se embarcó luego del robo.

Relata, con una buena dosis de amargura, que la Policía atendió el llamado de auxilio cuarenta minutos después.

No condena la parsimonia; sí fustiga la respuesta con la que los agentes justificaron su inacción: no podemos hacer nada porque el sistema está caído.

Su celular sigue emitiendo señal —desde el barrio la Florida—pero Andrea se ve maniatada porque no tiene apoyo de la institución policial.

—¿Y qué vas a hacer? 

—Qué puedo hacer si ni la policía se atreve a actuar —responde.

El epicentro en el que se ha convertido el cuerpo de Andrea está imbricado de argumentos. Vive al frente de Ciudad Santiago, una urbanización que colinda con la Penitenciaría del Litoral.

—El barrio es tranquilo, pero cuando se alborotan los presos nadie puede dormir —matiza.

El call center ubicado en el norte de Guayaquil, de una empresa multinacional. Seis jóvenes que allí trabajan fueron asaltados hace tres semanas en el parque próximo donde solían almorzar. Fotografía: Isabel Hungría.

Adiós, Samsung 10

A unos cuatrocientos metros de la empresa donde trabaja Andrea, vive Celso Chumo.

Las peatonales laberínticas de su barrio —Sauces Uno— fueron durante mucho tiempo el dédalo de paz en donde aprendió a andar en bicicleta, dominar la pelota y más tarde, al amparo de la Luna, enamorar a sus primeras novias.

Durante largo tiempo halló hostilidad en cuestiones tan simples como el merthiolate con el que desinfectó sus caídas y la vecina que se rio de sus versos.

Celso tiene actualmente 27 años y una hija de cinco que acude al jardín de infantes Sandro Pertini, situado a tres manzanas de su vivienda.

Hace dos semanas, cuando llevaba a su pequeña al jardín, a las ocho de la mañana, dos tipos que circulaban en una moto, con chaquetas de la CNEL (Corporación Nacional de Electricidad) le robaron su celular.

—Dame el celular, conchetumadre —le espetó uno de ellos.

Celso entregó su Samsung 10, cogió a su hija en brazos y rehízo el camino recorrido.

Al llegar a casa dejó a la niña y empezó a perseguir a los delincuentes. Lo hizo a lo largo de varias cuadras, hasta que uno de ellos le apuntó con su arma.

Con la rabia atorada en el pecho, desistió de su temerario operativo.

—Desde que salimos del confinamiento —por la pandemia— la delincuencia se ha disparado —dice Celso derrotado.

Ahora no lleva su —nuevo— celular y solamente carga consigo el dinero justo para las compras que requiere.

El jardín Sandro Pertini ofrece un poco de seguridad al barrio debido a la cantidad de padres que se arremolina por la mañana y al mediodía en la puerta de ingreso para dejar y recoger a sus hijos. Esa seguridad, sin embargo, se va diluyendo con el transcurso de los meses.  

Sector de Sauces Uno, a una cuadra de donde un ciudadano fue asaltado cuando llevaba a su hija de cinco años al jardín Sandro Pertini. Fotografía: Isabel Hungría.

Con el alma en un hilo 

A quince kilómetros de donde Andrea trabaja, vive Susana Rivera. Ella es economista, tiene 45 años y reside en La Joya, una urbanización de la parroquia La Aurora. 

Este sector cobija a unas cien mil personas de clase media que huyeron de Guayaquil hace aproximadamente ocho años en búsqueda de conjuntos residenciales privados y seguros.

Susana no ha sido víctima de robo —a su ciudadela nadie ingresa sin autorización— pero ha escuchado hablar de al menos tres casos de sicariato.

Según versiones de algunos de sus vecinos, los victimarios se han hecho pasar por personas interesadas en alquilar alguna vivienda, se han acercado a la garita y han solicitado que les permitan observar el bien inmueble disponible.

—Se supone que vivimos en una urbanización cerrada donde se paga una alícuota por guardianía —dice Susana.

Ante la inseguridad que vive Guayaquil y sus alrededores, ella ha dejado de salir por las noches y cuando por algún motivo debe dirigirse a algún sitio pide a sus hermanos que la trasladen.

—Ahora no conduzco por las noches ni salgo a caminar por las mañanas —menciona Susana, quien se ha visto obligada a inscribirse en un gimnasio para seguir cuidando su figura. 

Desde que terminó el encierro por la pandemia dejó el teletrabajo y empezó a acudir a la empresa donde labora —ubicada en la vía Perimetral— pero cuando ocurrieron los motines en las cárceles le comunicaron en su oficina que solamente acuda a la compañía si es estrictamente necesario.

—La Perimetral es peligrosa, por eso cuando voy a salir de la empresa espero —en la puerta de salida del estacionamiento— que el semáforo se ponga en verde para no tener que detenerme en esa calle en donde asaltan a diario.

Además de tomar estas medidas, Susana coloca su laptop, su cartera y su celular en la cajuela de su vehículo y lleva siempre en la guantera, por si acaso, su monedero y un celular viejo.

—Una vive con el alma en un hilo; mal que lo diga porque no se puede juzgar a todos pero me asusto cada vez que se me atraviesa un motorizado en un semáforo —manifiesta.

Su hijo Juan Lucas, de 16 años, va al colegio en un expreso escolar, lo que hasta hace algunos meses no le suponía ningún temor a Susana, pero a raíz del asesinato de un niño en un transporte que ofrecía el mismo servicio no se siente tranquila hasta que el adolescente llegue a su casa.

A propósito de ese suceso, el colegio en el que estudia Juan Lucas envió un comunicado a los padres de familia para exhortarlos a que aconsejen a sus hijos no sacar sus celulares ni sus tablets en el transporte.

La urbanización La Joya, situada en el cantón Daule, recibió a los guayaquileños de clase media que deseaban vivir seguros y lejos del mundanal ruido. Fotografía: Cortesía.

No queda más alternativa que rezar

—Hablar de seguridad para mí es tararear la canción “no me toquen ese vals, porque me mata” —dice Estefanía.

Ella vive en la 34 y Bolivia (suburbio de Guayaquil), cerca del estero Salado, el mercado de mariscos y el estadio Monumental.

Habita allí desde que nació, hace 35 años. Recuerda con alegría y nostalgia la época en que disfrutaba de algún jueguito inventado por los niños, cuando el único peligro que corría era que algún perro la persiguiera.

No puede quejarse de su niñez ni de su adolescencia en ese lugar, un barrio relativamente unido, con vecinos respetuosos y dispuestos a echarle un ojito —o dos— a la casa que quedara deshabitada por algún feriado.

Allí no faltaron nunca el vecino generoso que regaló baldes de agua cuando el líquido vital escaseaba ni el morador malcriado que subió desmesuradamente el volumen de sus parlantes y ofreció un concierto estrepitoso a toda la cuadra.

Luego de la pandemia, que se llevó a unos cuantos vecinos suyos, Estefanía creyó que volvería la paz, y aunque su sector se mantiene en ligera calma, muy cerca de su casa una UPC tuvo que resguardarse hace dos meses con sacos de arena para mitigar el efecto de un bombazo. 

Algunas de las tiendas que Estefanía tiene a su alrededor han instalado cámaras y otras han optado por atender a sus clientes desde una ventana para no tener que abrir la puerta enrollable que dejaba a ojos vistas los productos.

Se acabaron las reuniones familiares que terminaban en una chupiza endiablada en la vereda porque nadie sabe en qué momento se va a parquear un carro para secuestrar el éxtasis de los fiesteros.

Los gritos de “cógelo, cógelo”, que antes se escuchaban por la presencia de algún extraño que se llevaba los mangos de su vecina, ahora se dirigen al bartolero que se lleva el celular de los viandantes.

Nada de puertas abiertas o sin candado, nada de ventanas con cortinas recogidas y nada de atender a vendedores ambulantes a corta distancia. 

—No hemos tenido eventos violentos, pero sabemos del cierre de algunos locales de la calle principal porque fueron vacunados —aclara Estefanía.

Narra que su madre ya no va al mercado con la frecuencia que antes lo hacía, y que ella tuvo que pedir en su trabajo que su expreso la recogiera en casa y no en la calle principal porque sufrió un intento de asalto y debe trasladarse a menudo con su laptop.

La algarabía de su barrio durante los fines de semana ha ido muriendo lentamente, no sabe si por la pandemia, por los ineficaces toques de queda o por la delincuencia, pero dice que ya quedan muy pocos valientes dispuestos a tomar el riesgo de abrir un coloquio afuera de su casa, sobre todo en las noches.

Como quiera que sea, ahí va, cuidándose las espaldas con sus vecinos y saludando esporádicamente a aquellos con quienes coincide en el umbral de su vivienda.

No pierde la esperanza de que la situación mejore. Mientras tanto, reza a diario para que ni ella ni ninguno de los suyos se vuelva parte de las desafortunadas estadísticas.

 La “Tri” eliminada y tres casos de sicariato 

Martha vive en Chambers y Babahoyo con cinco personas —su esposo, sus tres hijos y un nieto— desde hace cuatro años.

Cuando habla, sus palabras se contonean como si fueran una lumbre que brega por mantenerse prendida. Desde hace cuatro meses la delincuencia y la criminalidad se han desatado en su barrio.

El día que eliminaron a la “Tri” del Mundial allí hubo tres muertos, todos por sicariato.

—Esto es horrible, conocía de vista a uno de los (ahora) muertos —relata Martha de 70 años con los ojos enlagunados.

—Me encierro, aseguro puertas y ventanas. Todo está peor. No hay seguridad —continúa con la voz quebrada.

Para ella las cámaras de seguridad son un saludo a la bandera. Con indignación relata que los delincuentes son los únicos que pueden andar tranquilos por la calle y que ni durante el —sobrevalorado— toque de queda se “guardaron”. 

Chambers y Babahoyo, en el Suburbio de Guayaquil, es otro sector en donde claman la presencia de policías. Fotografía: Cortesía.

Para Martha la letanía de disparos se ha vuelto parte de un leitmotiv que debe escuchar a diario, por eso mastica pánico cuando la pólvora corrompe el ambiente y su hijo o su marido no han llegado a casa.

Hace un mes, aproximadamente, encontró una escalera en el balcón de su casa, justo en donde su hijo guardaba su bicicleta, en un segundo piso.

Desde ese día, el miedo no la deja dormir, aunque ha sacado todo lo que allí guardaba, incluidas dos sillas en las que solía asomarse cuando caía el sol.

Ese episodio la orilló a colocar un reflector con luces inexpugnables afuera de su casa porque la iluminación en el sector era casi nula.

A las seis de la tarde, el barrio queda en tinieblas. Todos se encierran. Entonces, en las calles y veredas empiezan a rugir los desbocadas motorizados.

Al menos dos balaceras por semana 

Giselle nunca imaginó que la alegría de tener casa propia le duraría poco. Cuando los terrenos del sector Chiblón, en Monte Sinaí, empezaron a ser invadidos ella fue una de las personas que colocó hitos en un pedazo de esa parcela.

Al poco tiempo empezó con su esposo a construir una vivienda y antes de que las paredes estuvieran enlucidas trasladaron su futuro a ese nuevo hogar.

Era como si viviéramos en el campo —dice Giselle con tristeza. Sus hijos jugaban sin mirar el reloj, en medio de la paz que ofrecía el lugar.

Hace diez meses, la tranquilidad de la que disfrutaban ella y su familia se mudó a lares lejanos.

Semanalmente, hay dos balaceras por lo menos, y hace cuatro meses asesinaron, a unas cinco cuadras de su casa, a un anciano y un niño.

Para Giselle, quien vive con su esposo y sus tres hijos, aquellos tiempos en los que colocaba sillas afuera de su casa para conversar con sus vecinos y tomar un poco de aire quedaron atrás.

A las ocho y media de la noche ya todos están acostados.

Su esposo, que salía a las cinco de la mañana para su trabajo, ahora espera que sean las seis para marcharse con la claridad de la luz. “Y con la bendición de Dios”, remarca Giselle.

A pesar del sofocante calor nadie puede permanecer con las puertas de sus casas abiertas. Y asomarse a las ventanas es arriesgarse a recibir una bala perdida o una bala con dedicatoria.  Por “sapos”.

—Ya no hay respeto por nadie; antes los delincuentes se aguantaban cuando había niños o mujeres embarazadas —dice la mujer.

Giselle cuenta que en una ocasión incluso les advirtieron los hampones que no salieran de sus casas porque se iba a desatar una balacera.

—Necesitamos más seguridad. Vinieron los canales de televisión y la Policía dos días y no volvieron más. Aquí te roban en la puerta de tu casa y el ladrón se va caminando —señala Giselle.

Las bandas, que han hecho de las esquinas su centro de operaciones, no son indulgentes con ningún negocio —ni persona— de ahí que las tiendas cierren máximo a las tres de la tarde.

Para que el repartidor de Coca Cola, o el señor del camión de la leche, o el proveedor de fideos puedan entrar al sector, primero deben pagar una especie de peaje a los delincuentes.

El que fuera alguna vez el campo de Giselle se ha ido desdibujando. No hay agua potable, pero ha llegado la electricidad y su calle hace dos semanas fue pavimentada.

Los vecinos, sin embargo, han empezado a irse de la zona, mientras tanto Giselle consulta todos los días a sus sábanas si está lista para hacer lo mismo.

Monte Sinaí, al norte de Guayaquil, se ha constituido en otro sector violento de Guayaquil. Fotografía: Cortesía.

La explosión enmudeció a la Calle Ocho 

Laura Álvarez García tiene 64 años, cuarenta de ellos viviendo en el Cristo del Consuelo.

Se puede asumir que es la vocera de su familia porque todos vuelcan su mirada hacia ella cuando nos acercamos a su casa para conversar con alguien.

En el sector conocido como la Calle Ocho, en donde vive Laura, todos están hasta el copete de la prensa.

“Nadie nos ha dado nada” acaba de soltar una vecina para justificar su aversión al micrófono.

El 14 de agosto hubo una explosión allí que dejó cinco muertos, veinte heridos y ocho casas destruidas. Una de esas casas le pertenece a Laura, quien antes de sentarse a conversar —deme diez minutos, dice— reparte con una de sus hijas pan y café a los albañiles que se encuentran adecentando la calle y reconstruyendo las fachadas de las viviendas afectadas.

Laura Álvarez vive en la Calle Ocho, en el Cristo del Consuelo. Una parte de la fachada de su casa fue destruida debido a la explosión de un bomba colocada en su cuadra el 14 de agosto. Fotografía: Isabel Hungría.

Un conocido político ha encontrado en esa cuadra la manera de capitalizar apoyo para obtener votos. Lo hace con bloques, planchas de zinc, cemento y un letrero que ocupa casi toda una ventana con el logo de su partido y su foto. Laura agradece la obra.

En su humilde casa, situada a unos seis metros de donde fue puesta la bomba que enmudeció al sector, la puerta de entrada y las ventanas volaron por los aires el día de la explosión.

Esa madrugada —dos de la mañana— Bryan Torres, nieto de Laura, estaba acostado, escuchó disparos y se dirigió hasta la sala para ver qué sucedía. Su intención era acercarse a la ventana, pero sintió sed y se detuvo en la refrigeradora. Cuando iba a abrir el electrodoméstico escuchó el estruendo y sintió la puerta precipitarse hacia él.

A partir de ese momento los gritos de angustia, dolor y pánico se apoderaron de toda la cuadra.

—Temíamos que hubiera otra explosión, por eso nadie de la familia se atrevió a salir —dice Laura.

“Salir”, sin embargo, es solo una forma de explicarse, porque su casa se convirtió en parte de la calle con la explosión.

—Oíamos el ruido de la gente, pero no podíamos ver nada por el humo; la cuadra parecía una escena de la película La noche de los muertos vivientes —relata.

Laura habla con detalle del trágico saldo del atentado:

—La vecina de enfrente murió; su hijo se salvó porque el capó de un carro amortiguó su caída; la pierna del vecino quedó en el techo; la oreja de… 

 

La detonación de la bomba destruyó ocho casas y dejó cinco muertos y veinte heridos. Fotografía: Cortesía.

El cráter que se formó en el sitio donde fue colocada la bomba —elaborada, según las autoridades, con nitroglicerina, peróxido de acetona, pólvora y emulsión (dinamita en gel)— tenía por lo menos un metro de profundidad y un diámetro similar al de las tapas de las alcantarillas.

Según Laura, un vecino vio que “dos manes llegaron en una moto, uno de ellos se bajó con un saquito, colocó en la vereda de enfrente un tanque pequeño parecido a una bombona de gas, clavos, cuchillos y eso fue lo que explotó”.

La Calle Ocho todos los fines de semana recibía a gente que se amanecía tomando y bailando en la calzada.

Según Laura, la bomba no era para nadie del barrio sino para un sujeto al que los motorizados venían persiguiendo para eliminarlo.

—Esta zona no está dañada, por aquí no roban sino que hay personas que vienen de otra parte a bailar, son buscadas y les dan vuelta —explica la mujer.

Bryan recibió ayuda psicológica del rector de su colegio, el Provincia de Chimborazo. Los otros nietos de Laura, más pequeños, también han recibido apoyo de la escuela en la que estudian, ubicada en Gómez Rendón y la 40.

Laura desconoce si algún vecino del barrio denunció el atentado. Pero ¿a quién si ignoramos el nombre del autor?

Nos despedimos de Laura, salimos de su casa y volvemos a ver a la mujer que dijo no haber recibido nada. La señora, de la tercera edad, descansa en un murito del portal de su casa, a un metro de donde se formó el agujero que dejó la explosión. Su hija, sostén económico de ella y de su nieto, murió en el estallido.

Vecinos de la Calle Ocho colaboran en la reconstrucción de las fachadas de sus casas, una obra diligenciada por un político. Fotografía: Isabel Hungría.

“Quieren asesinar a mi hijo” 

Ángela ha sido testigo de varios casos de sicariato en su cuadra en Bastión Popular. Está aterrorizada no solo por eso sino también porque a su hijo, de 22 años, han intentado asesinarlo. 

Aunque la voz de Ángela es alta y fuerte, se ve traicionada por el tremor que expele su cuerpo.

Hace dos meses, a tres casas de la suya, unos sicarios intentaron asesinar a dos vecinos: el primero recibió un tiro en el hombro y el segundo alcanzó a lanzarse a una cuneta.

—Las autoridades no entran, no llegan, solo vienen cuando ha sucedido el sicariato y ahí sí se adueñan de la cuadra, no permiten que nadie se acerque. “Retírense, retírense”, ordenan como si fueran policías valientes —describe. 

Dice que los asesinatos en su sector se incrementaron desde que empezó el año, pero que antes los sicarios mataban en las calles; ahora, en cambio, ingresan a las casas a buscar sus víctimas.  

Cerca de la vivienda de esta mujer se encuentra la escuela Monseñor Leonidas Proaño, de modo que puede oír cómo los niños que allí estudian son conminados por sus padres a que “caminen a la carrera”.

—Apúrense, caminen, que nos pueden disparar —escucha diariamente.

El que la escuela se encuentre en la misma calle donde vive Ángela impide que ella y sus vecinos coloquen portones, como han hecho en otras cuadras sus vecinos para evitar el paso de los motorizados.

Ángela debe también caminar a paso raudo. En su sector ha habido múltiples explosiones provocadas por vacunadores (delincuentes que extorsionan a los dueños de los negocios de la zona para que les den dinero). Centros de salud, farmacias, tiendas y peluquerías han sido advertidas con bombas panfletarias. 

—Yo como ciudadana estoy con el corazón en la mano. Vienen personas en moto que una no conoce. Queremos que esto se tranquilice —menciona con un tono de plegaria. 

—Esta es la tierra de nadie, la Policía no viene, y cuando se la llama llega después de dos horas, da dos vueltas y se va.

En su cuadra también venden droga, por eso vuelve a repetir con vehemencia que mantengamos su identidad en reserva.

—Le estoy ayudando, amiga; ayúdeme usted también. 

En Bastión Popular los delitos no se detienen. Los moradores del sector se sienten impotentes. Fotografía: Cortesía.

El bus, otro tormento

Anahí Soriano, vendedora de chucherías en un jardín de infantes, se persigna antes de subirse a la línea 61 que la traslada todos los días desde la 34 y Portete hasta Sauces 1.

Sale de su casa a las diez de la mañana en una rutina que le ha permitido aguzar la mirada.

Es muy raro que en el bus que se traslada roben por la mañana, dice, sin embargo, a partir de las dos de la tarde, cuando los informales van llegando a sus casas con el dinero del día ganado, se multiplican los asaltos. 

Anahí guarda el celular en sus senos; en su espalda —a la altura de la cintura— o en sus zapatos; todo depende de la ropa que lleve puesta. Cuando observa en el bus a un sospechoso se baja de inmediato.

¿Cómo detectar a un sospechoso? “Siempre andan inquietos. Jamás mantienen la mirada en un solo lugar”, explica. Los carameleros genuinos suelen llevar cantidades grandes del producto, mientras que aquellos que se hacen pasar por vendedores cargan bolsas con diez o veinte caramelos. 

Álex Parrales, guardia de vehículos en un centro comercial, se traslada todos los días en la línea 117 hasta el norte de Guayaquil. No le han robado porque tiene un teléfono turro, dice. Así como Anahí, reconoce el tufo que despiden los ladrones. 

—¡Vea!, cuando usted ve subir a dos o tres muchachos de 20 a 22 años, y se sientan uno adelante, otro en el medio y otro atrás, alístese porque eso es un robo seguro —explica.