Derechos humanos

Francis Franchesca: ser y sentirse mujer

Mujer trans
Ilustración: Manuel Cabrera.

La parte blanca de sus ojos tiene una tonalidad amarronada y en su rostro se elevan unas protuberancias que no parecen propias del acné. No lleva ni una pizca de sus eternos cómplices: el rímel, el blush y el lápiz labial, pero sí una blusa lila y un short de corte militar que parece a punto de estallar en sus redituables glúteos. 

—Me gusta verme guapa, pero no puedo ponerme nada ahora —dice Francis Franchesca como si quisiera convencerse a sí misma de que está haciendo lo correcto.

Soñaba con ser mujer; desde su niñez le gustaban las muñecas. Con una voz aguda, que pellizca los tonos graves, manifiesta que a los ocho años ya le gustaban los chicos.

Ha vivido al margen de las noticias, de los diarios y de los cuerpos legales, por eso no sabe que este 27 de noviembre se cumplen veinticinco años de la despenalización de la homosexualidad en Ecuador. Que hace un cuarto de siglo ser homosexual era delito en su natal Guayaquil y el resto del país. Lo único que sabe es que desde su niñez se sentía preso en un cuerpo que no le pertenecía y que, hasta el día de hoy, donde quiera que vaya, le gritan “maricón”. 

—Estas uñas son mías, hermana, si quieres tócalas —se envanece mientras, apoltronada en su mecedora, pasa revista prolijamente a sus rugosas manos. Actualmente Francis Franchesca es una mujer con una constitución que podría parecer contradictoria, pero no espuria. 

Esa inspección la orilla a recorrer otras partes de su cuerpo y a detenerse en el mapa de ronchas que tiene en una de sus piernas. 

—Todavía me pica —manifiesta con un halo de congoja, al tiempo que frota sus largas uñas sobre el prurito que se ha apoderado de todo su cuerpo pero que ha encontrado en su muslo izquierdo el mejor sitio para desahogarse.

—Hermana, parecía un monstruo; hace tres días no podía ni moverme —relata con los escombros de la alergia aún en sus ojos, pómulos y barbilla, en su casa situada en Bastión Popular, Guayaquil, donde habita con su madre de 92 años y una gata cuyo útero está cansado de tanto parir. 

Mientras habla el aire del ventilador que tiene en frente desplaza las hebras de su delgado cabello. 

Ella, como nadie, sabe que la belleza cuesta

—Yo era bien chatito, pero ahora me veo bien, y gracias a “esto” me alimento —manifiesta Francis Francesca con una brizna de orgullo mientras se asesta dos manotazos en las nalgas.   

“Eso” que la alimenta es también lo que la tiene con el cuerpo tachonado de ronchas. En 2009, por sugerencia de una amiga suya, se infiltró una sustancia llamada biopolímero. Primero le pusieron medio litro en cada glúteo, pero como “quedé hermosa pedí que me pusieran medio litro más”, cuenta.

Buscando la simetría perfecta, compró otro litro para que la belleza se manifieste también en sus piernas y en su cara, relata en medio del arrepentimiento y la satisfacción: no sabía que era alérgica, pero, pese a los años transcurridos, sus glúteos no han cedido a la gravedad. 

En 2013 aparecieron los efectos secundarios, una urticaria por todo el cuerpo acompañada de dolor. Este año, en el mes que se celebra la despenalización de la homosexualidad, nuevamente los estragos del biopolímero vuelven a hacerse presentes.  

Luego de recibir el biopolímero en las nalgas, a Francis Franchesca le dijeron que no podía sentarse durante diez horas. Posteriormente, cuando le inocularon el mismo producto en las piernas, le advirtieron que debía mantener durante ocho horas las extremidades elevadas, con las rodillas amarradas a manera de torniquetes. 

El objetivo era evitar el paso del líquido a los pies. Todos estos consejos fueron seguidos por ella a pie juntillas. No solo porque quería verse guapa sino porque deseaba evitar lo que le sucedió a una amiga suya que ignoró las recomendaciones: todo el biopolímero se le almacenó en los pies. 

—Si no haces caso te jodes; mi amiga quedó con unas bolas para siempre en los empeines; no había zapato que le quedara —dice.

No me he de morir de hambre

Atrás quedaron los tiempos en los que Francis Francesca, ahora de 64 años, ofrecía placer en las veredas de Guayaquil. Sus servicios como trabajadora sexual en las calles fueron esporádicos, porque “para hacer eso hay que ser bien parada”. 

Eligió como escaparates la 9 de Octubre “pero las maricas eran jodidas y me corrieron”, recuerda, luego los alrededores de la Piscina Olímpica y, posteriormente, la vía principal de Los Ceibos, afuera del Super 1000. 

Aunque no supiera que el primer inciso del artículo 516 del Código Penal tipificaba las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo como un delito, y condenaba a las personas que incurrían en esa falta a una pena de cuatro a ocho años de reclusión, Francis Franchesca estaba consciente de que vivía al margen de la ley. 

El ensañamiento con el que la policía la perseguía le daba luces. Nunca estuvo presa, pero cada vez que fue detenida por la Policía terminó en el kilómetro 8.5 de la vía Perimetral  (actual Panteón Metropolitano) desnuda y sin dinero. 

—Querían plata; nos desnudaban para que el dinero que ganábamos y escondíamos en nuestras partes íntimas cayera a sus pies —recuerda.   

En una ocasión una amiga suya terminó en la cárcel.   

—La familia no tenía cómo sacarla, así que me vi en ese espejo y dije: no me he de morir de hambre. Me retiré. 

Francis Franchesca recuerda que sentía decepción cada vez que algún cliente la rechazaba por ser una mujer trans. Ese tema, aún hoy, la atraviesa; por eso cada vez que puede reivindicar su feminidad con alguna frase o gesto, lo hace. Narra, por ejemplo, que fue inmensamente feliz cuando tuvo su primera relación sexual.

Aunque ella era menor de edad, y los detalles que ofrece advierten que fue una violación, Francis Francesca se resiste a dejar de idealizar ese encuentro sexual.

—Nunca lo olvidaré porque ese hombre me hizo mujer. Me pisó; yo lo deseaba —dice sin tapujos. 

A pesar de ser y sentirse mujer, en los documentos de Francis Franchesca siguen constando los nombres con los que fue inscrita por sus padres en el Registro Civil.

Preguntamos el motivo y aclara que la casa en la que vive con su madre también le pertenece y que si llegara a pasarle algo a su mamá no podría reclamar su parte.

—Terminaría en la calle o arrimada en algún sitio, amiga. 

Entonces vuelve a ufanarse de sus glúteos y a repetir que sin ellos no podría alimentarse ni mantener a su anciana madre ni a su gata fecunda, pues, aunque dejó las calles, ahora se dedica al trabajo sexual cada vez que llaman a su puerta.

—Fíjate, ahora debo ir al médico y comprar la receta para tratar esta alergia —manifiesta para sustentar lo que esgrime y hace una mueca y un sonido como si estuviera esnifando.

—No, hermana, es la alergia, yo no consumo alcohol ni drogas —aclara ante la pregunta que, presiente, se avecina.

—¿Eres vanidosa? —le consultamos 

—Me siguen hermana, yo no los busco; me ven “esto” y quieren saber si es real. Te puedo decir que esta es mi sensación. Yo voy afuera, los hombres me ven, me siguen, no es que me alabe… 

Entonces explica que los invita a comprobar si “eso” es real o esponja. Y negocia. 

—Yo cobro quince, pero si me dan diez lo agarro.

—¿Sientes alguna diferencia entre hace veinticinco años y hoy? 

—Sí, cuando iba con mis amigas al mercado nos lanzaban tomates y gritaban: “lárguense de aquí, maricones salados”. Gente vulgar siempre habrá; los gritos siguen pero con menos frecuencia. Lo que sí noto es que ahora no me expulsan muy a menudo de los baños de mujeres.

—¿Francis Franchesca se ha enamorado?

—Solamente una vez, pero para mí ahora hay hombres como piedras en el camino. 

Las piedras en su vida han adoptado algunas formas: de monedas, de tomates, de protuberancias por todo su cuerpo.  

Los biopolímeros son macromoléculas sintéticas que en ocasiones se utilizan de forma ilegal en la medicina estética como material de relleno tisular (de tejidos) provocando múltiples complicaciones tanto locales como sistémicas. Además de generar urticaria, y pese a que actualmente existen otro tipo de productos para el proceso de transición de las mujeres transgénero, los biopolímeros causan pérdida del cabello. 

Según un informe de Red Lac Trans (Red Latinoamericana y del Caribe de Personas Trans), los profundos prejuicios arraigados en la sociedad conducen a que el acceso al empleo formal sea prácticamente imposible para las personas trans. En Latinoamérica, agrega el informe, el 95% de las mujeres trans son empujadas por la exclusión en el ámbito laboral al trabajo sexual.

Asimismo, según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en su informe Violencia contra Personas LGBTI, las mujeres trans que se dedican al trabajo sexual son vulnerables a la violencia y a los asesinatos, de ahí que su promedio de vida sea los 35 años. 

¡Larga vida para Francis Franchesca!