Cultura urbana

Alicia Yánez Cossío, decana de la literatura ecuatoriana

Ilustración: Gabo Cedeño.

Ecuador, inicios de la década de los setenta. Alicia Yánez Cossío gana el Premio Único Nacional de Novela del diario El Universo, por la obra Bruna, soroche y los tíos, lo cual constituye una sorpresa en el ámbito literario nacional, dominado por hombres.

La presentó a concurso con seudónimo masculino, para eludir cualquier resistencia o escollo. Había entrado a la literatura publicando poesía, aunque también esbozaba cuentos. En 1949 dio a conocer el poemario Luciolas, al que le siguió, en 1964, De la sangre y el tiempo. Pero es con la narrativa –que arrancó de manera oficial con su novela galardonada–, que la autora ecuatoriana alcanza reconocimiento definitivo. 

Próxima a cumplir 95 años (nació en Quito en septiembre de 1928, en una familia numerosa), Alicia Yánez Cossío se erige hoy como una de las más importantes escritoras vivas del Ecuador y para ratificarlo están sus obras y reconocimientos: doce novelas, dos libros cuentos, tres poemarios, cuatro libros para niños, uno de teatro.

Traducciones al inglés, italiano y alemán. Un concurso que lleva su nombre. Galardones como el Premio Nacional de Cultura Eugenio Espejo, el Premio Sor Juana Inés de la Cruz de Guadalajara, México; o el Indigo Coté Femmes de París. La condecoración Gabriela Mistral, del Gobierno de Chile. Membresía en la Academia Ecuatoriana de la Lengua, donde ocupa la silla N. Y, sobre todo, una humildad a prueba de egos y fatuidades. 

Yánez Cossío es posiblemente la decana de las mujeres de letras en el país, mujeres que por su calidad literaria y constancia han logrado romper estereotipos y edificarse un lugar propio. Las autoras de las nuevas generaciones poseen visibilidad y son leídas dentro y fuera del país (Gabriela Alemán, Mónica Ojeda, María Fernanda Ampuero, Daniela Alcívar Bellolio, por citar unas cuantas). Pero no siempre fue así. 

Históricamente el lugar para las mujeres era lo doméstico, el hogar, el matrimonio, los hijos y acaso una habilidad artística, pero como una gracia, mas no como un oficio. Escribir, pensar, publicar, eran cosas de varones.

Dolores Veintimilla de Galindo, en el siglo XIX ecuatoriano, nos ofrece una de las primeras encarnaciones de mujer escritora, de intelectual, aunque tuvo que luchar contra una serie de prejuicios, ante los cuales, finalmente, sucumbió. Se suicidó vejada, acosada por una sociedad que no admitía, entre el género femenino, una voz propia y disidente.

Con el advenimiento del siglo XX y los nuevos vientos que proporcionó la Revolución Liberal, surgieron varios nombres de narradoras. La pionera del cuento, Elisa Ayala González, en las primeras décadas; Blanca Martínez de Tinajero, quien en 1940 publicó La paz en el campo, la primera novela escrita por una mujer en el Ecuador; Laura Pérez de Oleas Zambrano, que en 1959 dio a conocer Sangre en las manos, entre otras. 

En el libro Amazonas y artistas. Un estudio de la prosa de la mujer ecuatoriana, tomo II, editado por la Casa de la Cultura del Guayas en 1978, el estudioso norteamericano Michael Handelsman, quien se convertiría luego en un persistente y prolífico ecuatorianista, contabiliza para entonces, a lo largo de la historia, solo quince novelas publicadas por mujeres en el Ecuador, y sitúa a Bruna, soroche y los tíos, de Alicia Yánez Cossío, como “la más importante”.  

“Es tal vez una de las principales obras narrativas de la ficción contemporánea ecuatoriana”, sostiene el crítico, quien le dedica un amplio estudio a esta pieza literaria. La obra de Yánez Cossío, tras ganar el Premio Único Nacional de Novela del diario El Universo, fue impresa por la Casa de la Cultura Ecuatoriana.

De manera que ya se cuenta medio siglo de la publicación de este libro, que hoy constituye una joya de la literatura ecuatoriana. Por entonces, el narrador peruano Mario Vargas Llosa publicó Pantaleón y las visitadoras. Y Rosario Castellanos, escritora mexicana, sus ensayos feministas bajo el título Mujer que sabe latín, en tanto que Clarice Lispector la obra Agua viva.

Algunas de las obras de la abundante producción literaria de Alicia Yánez Cossío. Foto: Clara Medina.

Un incentivo para las mujeres

“El inesperado y sonado triunfo, convierte a Yánez en la figura con la calidad y agallas suficientes como para permitir el libre y convincente acceso de las féminas al género de la narrativa”, dice Sonia Manzano, poeta y narradora guayaquileña, quien con su afirmación reconoce que ese galardón fue un aliciente no solo para la ganadora, sino también para las mujeres que aspiraban a seguir el camino literario, entre las que se contaba ella. La década de los ochenta depararía un florecimiento de voces femeninas en el campo de la narrativa ecuatoriana.

“El hecho de haber utilizado un seudónimo masculino para no pasar desapercibida ante el jurado de este certamen, es, de por sí, un acto subversivo contra el poder hegemónico que, hasta hace muy poco, ostentaba el hombre en las letras de este país”, anota Manzano. 

Era la época en que gozaba todavía de esplendor el boom de la literatura latinoamericana, fenómeno editorial –mediático, dicen algunos– en el que las figuras descollantes eran hombres, y los narradores nacionales, coetáneos de estas letras, ensayaban nuevas formas de escritura, en una sociedad que comenzaba la era petrolera, a la par que, al influjo de la bonanza, las ciudades crecían y mostraban decididos aires de modernidad. 

En ese entorno surge la voz novelística de Alicia Yánez Cossío, quien para entonces había publicado poemas y no dejó de hacerlo al menos en ese periodo, pues en 1974 editó su libro Poesía, en el que se hallan versos  como estos:

La mujer es un mito:

por un salario mínimo en la fábrica

diseca todo el jugo de su vida,

y comercia las horas de su día

por un vestido nuevo en la oficina.

O se muere de adrede

absorta ante el espejo de su alma en el convento.

Mujeres como máquinas,

mujeres como topos,

mujeres como velas que se apagan.

Luego tomaría la decisión de enfocarse sobre todo en la novela, género que ha cultivado con esmero, al igual que la literatura para niños, por la que guarda alto aprecio.

Bruna, soroche y los tíos, a la que algunos quisieron endilgarle solo la categoría de epígona (seguidora) de Cien años de soledad, por los tintes de realismo mágico y por contar una saga familiar –de algo similar acusaban a Isabel Allende con La casa de los espíritus–, es una obra que se mantiene fresca.

Leída a cincuenta años de distancia de su publicación, podría decirse que cada vez se vuelve más contemporánea.

Aflora un planteamiento impugnador, contestatario, feminista. La joven Bruna –descendiente de María Illacatu, una indígena tomada a la fuerza por un español conquistador, con la que tuvo hijos–, quien abandona la ‘ciudad dormida’, es la protagonista de esta novela y la que cuestiona el poder colonizador, el maltrato a una raza, pero también los silencios sobre los orígenes de una familia, los olvidos, los acomodos, las apariencias. 

“Bruna, ante el escándalo de los parientes que la creían loca, se firmaba con el apellido original de la que fue su abuela india. Su actitud, más que descaro, obedecía a que sabía de memoria la historia de la ciudad y había descubierto la historia de su familia y le parecía pueril y absurdo tapar con una mentira tan convencional la verdad que estaba a la vista de cualquier persona, que, como ella, se hubiera dado una vuelta por los silenciosos y sorprendentes caminos de los archivos.  

—¿De dónde sacas lo de Illacatu…? 

—De los archivos. Yo sé que soy Illacatu y no Catovil”.

La tesitura cuestionadora es una señal de identidad en las obras de esta autora de talante sereno, pero de palabra incisiva. Está presente en novelas como Yo vendo unos ojos negros (1979), que fue llevada a la pantalla por Ecuavisa, aunque el resultado no fue del total agrado de la autora –“Esperaba algo más audaz, más arriesgado”–; La cofradía del mullo del vestido de la Virgen Pipona (1985) o La casa del sano placer (1989).

En esas obras ahonda en temas como la situación de las mujeres, la religiosidad y su injerencia, la pacatería de la sociedad, la moral que rige, así como la idiosincrasia de la población.

La ironía y cierto humor son, de igual modo, marcas de la escritura de esta mujer, apasionada lectora, que ha demostrado, a lo largo de los años, una capacidad narrativa excepcional, dotada, quizá, de una creatividad intuitiva, alejada de teorizaciones o de una pretenciosa intelectualidad, lo cual ha dejado fluir en entrevistas y más comparecencias. En la actualidad está retirada de la luz pública, debido tal vez a su avanzada edad.

Personajes históricos devienen de la mano de Yánez Cossío en personajes literarios, en protagonistas de novelas, como la santa Mariana de Jesús, que es el centro de Aprendiendo a morir (1997); o Dolores Veintimilla de Galindo, de Y amarle pude… (2000). Sonia Manzano, quien se declara devota lectora de las novelas de Yánez Cossío, nombra estos dos libros como sus favoritos.

A más de las excelencias discursivas que se ha reconocido en estas obras, ella destaca la interiorización que logra la autora en la compleja psiquis de Mariana de Jesús y de Dolores Veintimilla. “Las identidades de ambas protagonistas las configura con el aporte de su propia identidad creativa: sensible, solitaria, rebelde, transgresora, al influjo potente de la cual desacraliza a la Azucena de Quito, al develar que el grado de éxtasis místico al que ella accede, es consecuencia directa de las prácticas sadomasoquistas a las que somete a su cuerpo; así como erige a Dolores Veintimilla de Galindo, en la víctima de su propia lucha en defensa de los derechos humanos”, anota Manzano.

Sé que vienen a matarme (2001), en la misma línea de novelar a personajes de nuestra historia, indaga en la figura del expresidente Gabriel García Moreno. Fue llevada a la pantalla, de la mano del director Carl West, con guion de Luis Miguel Campos, hijo de la autora, escritor también y autor, entre otras piezas, de una propuesta teatral que es un clásico ecuatoriano: La Marujita se ha muerto con leucemia.

Alicia Yánez Cossío, prolífica escritora ecuatoriana. Foto: Amaury Martínez.

Su faceta menos visible de cuentista

Los cuentos de Alicia Yánez Cossío, que ha recopilado en dos libros (El beso y otras fricciones, de 1974, y Retratos cubanos, de 1998), constituyen, asimismo, un hito en su trayectoria.

El estudioso puertorriqueño Julio Ramos, integrante el pasado febrero del tribunal en la defensa de tesis de doctorado Cuerpos angustiados y en fuga: hacia una estética del cuento del Ecuador en la década de 1970, escrita por la narradora y docente cuencana Mariagusta Correa, expresó que su mayor descubrimiento en esta investigación fue la cuentística de Alicia Yánez Cossío, faceta que ha pasado bastante inadvertida tanto para los lectores como para la crítica.  

En su tesis, la estudiosa analiza un corpus de siete autores a los que suma a la escritora y su libro de cuentos El beso y otras fricciones, del que destaca su originalidad. Dice que Yánez Cossío “encuentra en la ciencia ficción un lenguaje para narrar, y lo asocia con dosis adecuadas de ironía”.

En su escritura, a decir de Correa, hay un admirable carácter anticipatorio que vuelve actual y pertinente sus propuestas. “Su pesimismo frente al desarrollo científico, la discusión sobre los roles de género, la maternidad, la longevidad y la colonización de la ciencia y la tecnología sobre la sensibilidad y el carácter humanos constituyen sus principales motivos de representación y reflexión; todos estos son motivos que resultan válidos y actuales y también contemporáneos con respecto a su propia época”, afirma Correa.

El cuento Uno menos, por ejemplo, muestra lo infinitamente desechables que somos los seres humanos y lo deshumanizada que puede llegar a ser la humanidad.  

La escritura de Alicia Yánez Cossío, quien ha ejercido la docencia, ha sido revisada a lo largo de los años por estudiosos de nuestras letras, quienes han esclarecido su valor estético y han ratificado la importancia de leer a las autoras que han iniciado y contribuido a la construcción de la tradición narrativa en el Ecuador.

Sin duda, se trata de un nombre clave, sobre todo para pensar la narrativa escrita por mujeres, debido a lo que su trabajo literario entraña y significa.

Los homenajes recientes, por ejemplo, el del encuentro de los jóvenes estudiantes y escritores convocados por el Colegio “Asunción” de Cuenca, las recuperaciones críticas más actuales, y en particular esta revisión breve pero cuidada de su quehacer en la literatura ecuatoriana (que muestra la productividad de su escritura en géneros diversos), son la expresión de una respuesta justa y oportuna de lectores asiduos y experimentados, a ese conjunto de textos que la sitúan como la más importante escritora viva del Ecuador, a la que debemos seguir leyendo y repensando junto a otros nombres capitales de nuestra literatura.

Una edición de Libresa de Bruna, soroche y los tíos, novela publicada originalmente por la Casa de la Cultura Ecuatoriana.