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La Miss Muñecas

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Aunque el aspecto de una de mis muñecas es la quintaesencia de la ternura; me gusta admirarla en días en que necesito confirmar que la década de los ochenta fue la última en que el mundo tuvo algún sentido. Fotografía referencial: Campanario.

Aquí estamos otra vez, mis treinta y tres muñecas, dos muñecos y este cuerpito cosmopolita. Felizmente no tengo ni dios ni partido, ni patrón ni marido (y mis hijos viven su adultez a una sana distancia); tengo la casa para mí solita (Escúchese de fondo Orinoco flow de Enya para suscribir el regodeo de aquel “solita“).

Las niñas de trapo multicolor, hule del suavecito, madera policromada, fina porcelana, cerámica opaca y resina kitsch; siguen aquí —al pie del cañón— acompañándome en esta travesía por el mundo, que se remonta al día de mi Primera Comunión; cuando una de ellas llegó a mis manos en forma de lamparita; misma que veinte años más tarde alumbraría la cuna de mi hija Martina, y hoy custodia el altar donde reposan los objetos que le hablan al universo sobre mí. 

A los quince años no quise tener una fiesta rosada. Para entonces ya era una versión de mi autoría entre Madonna, Cindy Lauper y Alaska.

Acepté, entonces, la oferta de mis padres de un viaje a los Estados Unidos; fue así que apareció aquella muñeca que mi tía puso sobre el pastel que compró en Flushing-Queens, New York; un 4 de agosto. (Cuando la agito, todavía le suena el arroz que lleva por dentro).

En su base lleva escrito “Happy Birthday. Y, aunque su aspecto es la quintaesencia de la ternura; me gusta admirarla en días en que necesito confirmar que la década de los ochenta fue la última en que el mundo tuvo algún sentido, tiempos lejanos cuando La Gran Manzana era el paraíso donde Jean-Michel Basquiat grafiteaba los vagones del metro en pleno acto de vandalismo, sin pedir permiso… como debe ser.  

El niño está de pie y la niña está sentada, ambos sonríen: no sé si porque salieron de su país de origen o porque saben que de toda la colección son mis favoritos. Fotografía: María Belén Moncayo.

A mis veinte años era una outsider; visitaba asiduamente el centro histórico de Quito. De las entrañas de una cajonera —a la sombra de los corredores del Palacio Arzobispal— salieron mis muñecas de trapo; todas ellas altas, flacas y tiesas.

Finuras que por aquellos días el pintor Osvaldo Viteri las disponía sobre bastidores y las convertía en obras de arte. Ahora que lo pienso ni ellas ni las otras tienen un nombre. Tal vez al terminar este texto les haré su bautizo.

Obra de Osvaldo Viteri. Título: Autorretrato con amigos. Fotografía: blog del artista.

A la morena pequeñita con trenzas y vestidos de cuadros, le puedo poner Iris, como la compañera que tuve en un taller de teatro en Cuba, tierra donde la miniatura fue confeccionada; y, donde el amante jinetero que me hallé por ahí me obsequió una pareja (más diminuta aún) de adorables negritos bebés.

El niño está de pie y la niña está sentada, ambos sonríen: no sé si porque salieron de su país de origen o porque saben que de toda la colección son mis favoritos. (Escúchese como bajo la voz para decirlo porque las otras se ponen celosas). 

¿Y la japonesa? Será Maki, por supuesto.

¿Cómo no recordar a mi maestra y todo el encanto que esconde la Ceremonia de té, recuerdo su delicadeza de geisha y sobre todo su paciencia de gurú; me enseñó cada paso del ritual y me atavió con el kimono para la exhibición final de clubes, en el Ship for World Youth; que se llevó a cabo en el transatlántico Nippon Maru. Navío que abordé un 8 de enero de 1995 como parte de la delegación ecuatoriana y en el que atravesé el Pacífico sur en sesenta días. (No, no imaginen la banda sonora del Titanic porque como es obvio sobreviví a sendos meses de rumba demencial que relataré en otra entrega muy bagre). 

La travesía en ciernes la terminé (por cuenta propia) en México, lugar mágico en cuyo colosal mercado de artesanías adquirí la calaca.

No será correcto, sin embargo, bautizarla Martha, por ejemplo; cuando lo único que necesita el mundo es larga, muy larga vida para Martha Zamora Pierce, una de las más importantes biógrafas de Frida Kahlo; quien me abrió las puertas de su archivo para que investigara los ires y venires de la famosa pintora. ¡Hmm! Catrina será un nombre adecuado para el esqueleto que porta en su mano un racimo de globos y exhala una carcajada perpetua. 

Otras que ríen son las matrioshkas, las que junto a las bolivianas de áspero y oscuro yute ocupan en mi mente la siguiente pregunta indiscreta: ¿de dónde salieron? Y me respondo que sé, a ciencia cierta, que no las robé.

Alguien me las regaló o las compré. Lo sé porque tengo plena conciencia del momento, el lugar y la víctima de mis hurtos.

¡¿Cómo dejar abandonados en bodegas —que nadie se acuerda de su existencia— objetos de culto como una caja metálica vintage que va a ser corroída por el óxido, tarde o temprano, de los clavos que lleva dentro?! ¡Maldita sea! La víctima, en ese caso, fue mi madre. Claro está. 

Empero, ni de chiste puedo tomar el nombre de la madre de mi madre para nombrar a una de las dos muñecas más antiguas de mi muestrario, cuyo brillante rostro de porcelana se yergue sobre sus vestidos de seda (hasta media de nylon tienen); porque, aún cuando su piel de armiño se asemeja a la de Luz María Beatriz, ella —sin ambages— habría exclamado: “¡Andá, carcosa. ¡Yo no soy muñeca de nadie!“. Así era mi abuela materna. Una matriarca imponente. 

Otras muñecas que ríen son las matrioshkas, las que junto a las bolivianas de áspero y oscuro yute ocupan en mi mente la siguiente pregunta indiscreta: ¿de dónde salieron? Fotografía: María Belén Moncayo.

No menos solemne pasa sus días en la vitrina mi gaitero escocés, con su kilt de tartán, su sporran, su gaita y sus botines blancos abotonados. Está ubicado de tal suerte que pueda comunicarse con el bombero canadiense que maneja su carro sobre el asfalto de una mesita.

Así, se acompañan y se acolitan mutuamente; cuando por unos instantes quieren escapar del mayoritario y estridente cotilleo de féminas que les circunda. Probablemente los ruidos nocturnos que endilgan a los duendes se deban a que el británico se da modos de subirse al coche apagafuegos para descansar. Sí, es una bombonera. 

El galés, es vecino de otras niñas con cara de porcelana y atuendos victorianos.  Viven en un hábitat de cromos victorianos y espejos pintados por manitas tan gráciles como sus outfits (hablo de las mías. Sorry, but not sorry).

Todas hechas en China y arribadas a mis aposentos en la década de los noventa. Excepto una (igualita a Celin Dion) que me fue dada por una tía en Chicago, en similar periplo; cuando sufrí un accidente de automóvil que casi me cuesta la vida.

Fotografía: María Belén Moncayo.

Cierro el catastro de mis muñecas con las dos más recientes, las gay dolls, como las llama su creador; el exquisito coreógrafo Ernesto Ortiz: una amalgama de jean, botones, fieltro y cuentas; que se posan sobre una silla decorada por los pintores de tigua a veces me imagino que mantienen disertaciones académicas sobre la interculturalidad con el resto del mundo. 

Este octubre no será la excepción: todas tendrán su baño anual, sus ropajes limpios y planchados y su cabello arreglado. Bueno, unas son las señoras de las plantas; otras somos la Miss Muñecas.

Wait, también soy la Señora de las Plantas…

Aquí estamos.