Decía el premio Nobel de Literatura Octavio Paz que en México “el culto a la muerte es el culto a la vida”, pues quizá en ningún otro país existe una relación tan íntima entre vivos y muertos, al punto que en el Día de los Difuntos solamente hay lugar para el jolgorio.
Quizás por eso la gran Chavela Vargas, quien declaró una vez que los mexicanos nacían donde les daba la gana, tenía la temeraria idea de que la muerte no existe sino que es un paso, un paso simpático más hacia el paréntesis.
Desde los tiempos prehispánicos de Mictecacíhuatl —la todopoderosa gobernante del reino del inframundo— los mexicanos han encontrado la forma de recrear de mil formas esta prolongación de la vida que es la muerte.
La alegoría a la santa muerte también ha pasado por ese magistral retrato de almas en pena que hiciera Juan Rulfo en su Comala de Pedro Páramo, así como por la desoladora y lóbrega leyenda musicalizada de La Llorona.
—No sé qué tienen las flores, llorona, las flores de un campo santo / que cuando las mueve el viento, llorona, parece que están llorando—.

Otra de las representaciones de la muerte y talvez la más pintoresca y célebre es la figura de la Catrina. La Catrina, a saber, es un esqueleto de mujer que se presenta elegantemente vestido, con todo y abanico, en diversas manifestaciones artísticas: murales, películas y coloridos afiches.
Lejos de espantar por su apariencia contradictoria, este personaje de la cultura mexicana es un ícono de aceptación masiva, cuyos orígenes se remontan a inicios del siglo XIX.
Había, en ese entonces —hoy también, cómo no— un descontento profundo entre las clases sociales mexicanas, debido a lo cual, en ciertos medios de comunicación calificados de contestatarios, se publicaban sátiras en contra de los más poderosos.
Entre los artistas que se dedicaban a bocetear estos dibujos estaban Constantino Escalante, Manuel Manilla y José Guadalupe Posada (1852-1913).
Este último creó en 1912 al personaje de marras, pero con el nombre de “Calavera Garbancera“, refiriéndose a las vendedoras de garbanzos que, incómodas por sus humildes orígenes, querían presentarse ante la sociedad como europeas o, por lo menos, como descendientes.
También se las conocía como “malinchistas“, en alusión directa a la célebre Malinche, la aliada incondicional de Hernán Cortés.

La creatividad punzante de Posada fusionó en la Catrina el elegante sombrero europeizado con los moños que usaban las empleadas puertas adentro, demostrando con ello una dicotomía.
Debieron pasar 35 años para que el muralista Diego Rivera (1886-1957) creara el “Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central“, obra de 1947 en la que aparecen, entre otros, Benito Juárez, el conquistador español Hernán Cortés, la pintora Frida Kahlo, José Guadalupe Posada (el creador de la catrina) y, por supuesto la célebre figura esquelética, quien, por primera vez, recibió el nombre de Catrina y fue apreciada de cuerpo entero.
Asociada inevitablemente con la muerte, la Catrina ya no es solo un personaje de culto individual. Hoy, su figura se ha visto multiplicada en rostros de mujeres y hombres.

Aparece en la película de Disney “Coco” (2017), en la que el protagonista —un niño zapatero con sueños de ser cantante— se viste de catrín para poder ir al mundo de los muertos y encontrar a su tatarabuelo.
Allí, en un ambiente de fiesta y papelitos de colores, se encuentra con una Frida Kahlo “catrinizada”, la pintora compañera de Diego Rivera que, como se conoce, “jugó” con la muerte en tantas ocasiones que se volvió un símbolo de valentía ante lo inevitable.
Valga esta tesitura funesta para recordar que hace unos días, el 16 de octubre, murió María Ramírez Caballero, a los 109 años, el personaje que inspiró a Mamá Coco en la mencionada cinta.
“El libro de la vida“, otra producción, en este caso mexicano-estadounidense, narra las aventuras de tres niños en “La tierra de los recordados”.
Allí gobierna la Catrina, quien tiene un papel preponderante, pues apuesta con la Reina de los olvidados por la conquista amorosa de uno de los niños (Manolo).
Según cuentan testigos, el día del velorio de Chavela Vargas la Catrina se hizo presente en el Palacio de Bellas Artes con su habitual atuendo para llevarla del brazo directo al mundo de los vivos. Había un fuerte olor a gardenias y la conciencia inconmovible entre todos los presentes de que el olvido es lo único que mata de verdad.