¡Pareces Medusa!

Ilustración: Natalia Álvarez.
Sus manos expertas recorren mi cuerpo, lo acarician. Saben, de forma exacta, dónde y cómo tocarlo. Yo me excito, gimo. Él sonríe. Hay malicia en esa sonrisa. Y en su mirada.

Es la tarde de un sábado de diciembre. El clima en Quito está sobre los veinte grados centígrados. El viento se pasea por la ciudad como un niño somnoliento y cansado, después de un largo día de juerga.

Llevo poca ropa —la justa—.  Un jean azul índigo desteñido y un bividí negro. Mi cabello, largo, luce desordenado y libre. El viento juega con él y a ratos me tapa el rostro.

La cerveza helada se convierte en un aliciente que mitiga el calor y la sed. Pero su precio es excesivo para mí. Apenas soy una estudiante de universidad que guarda lo que le sobra de la mesada diaria.

La Politécnica está invadida de jóvenes rockeros. Chicos y chicas vestidos con atuendos negros: camisetas de sus bandas favoritas, chaquetas de cuero con adornos de hebillas y tachuelas, botas con puntas de acero.

Sobre la cancha de verde y cuidado césped se ha instalado un escenario que acoge a un grupo de rock anónimo, casi desconocido. Interpreta covers de bandas famosas: Black Dog, Come Together, People are Strange, Paranoid, I Was Made For Lovin’ You, Thunderstruck.

Bailar se vuelve indispensable. Es imposible no dejarse llevar por la música; estoy poseída. Bailo sola, me pierdo entre la multitud, muevo mi melena, me siento infinita, como un pájaro al que le abrieron la puerta de la jaula y no sabe qué hacer con tanta libertad. La banda sobre el escenario toca Paranoid de Black Sabbath. Coreo a voz en cuello:

I need someone to show me

The things in life that I can’t find

I can’t see the things that make

True happiness, I must be blind

De pronto siento una mirada sobre mí. La busco. Me encuentro con unos ojos color miel, grandes, que parecen devorarme.

Examino al dueño de esos ojos. Tiene unos veinticinco años, es alto y delgado. Su tez es blanquecina, de páramo y montaña; su cabello, corto y lacio. Viste como rockero (obvio, se regodea en un concierto de rock): chaqueta negra con metales, camiseta con un estampado de Kiss y pantalón de cuerina. Me sonríe con una mueca mientras fuma un cigarrillo y me mira sin disimulo ni recato.

Se acerca y comienza a bailar conmigo. Me pasa su cigarrillo y en su rostro se dibuja una sonrisa pícara. Muy pícara. Es un cazador consumado. Yo le sigo el juego y bailamos sin parar, una canción tras otra. 

La banda termina su presentación. Se hace el silencio. Quiero ir a donde están mis amigas. Él toma mi mano y no me lo permite. Se acerca a mi oído y me dice: “espera, ya viene otra banda”. No nos miramos.

Estamos tomados de la mano, con nuestros cuerpos en dirección al escenario. Estoy nerviosa, pero no lo demuestro. No quiero que sepa que soy  “noria”, “popera”. Aunque algo me dice que lo sabe. Y de sobra. 

La música vuelve a sonar. Toca otra banda que hace covers. Ahora es el turno de Black Dog. Los dos cantamos y bailamos juntos:

Hey hey mama said the way you move

Gonna make you sweat, gonna make you groove

Ah, ah, child, way you shake that thing

Gonna make you burn, gonna make you sting.

Me mira a los ojos de forma pícara, toma mi largo cabello, lo extiende a los lados y dice:

—¡Pareces Medusa!

Lo miro con intensidad, sin pestañear. Pero no se queda petrificado:

—Entonces, ¡conviértete en piedra!

Se ríe. Me mira como un cazador que acecha a su presa. Siento un frío que recorre mi cuerpo y me paraliza. Sé que estoy en peligro. Pero una parte de mí quiere vivir ese peligro, entregarse sin reservas, sin miedo, sin condiciones.

Se acerca más. Intenta besarme. Bajo la cabeza y lo esquivo. Me sorprende: en los cuentos de amor romántico que embotan mi cabeza, y son el único referente que poseo, hay un solo y único beso de amor. Y entonces ¿por qué este desconocido quiere besarme?

No encuentro respuesta a mi pregunta. Tampoco puedo pensar, razonar. Las emociones son más rápidas, cual gacelas que corren en la sabana africana. No puedo atraparlas. Menos controlarlas.

Me pide mi número de teléfono. Se lo recito, como una autómata. Lo guarda. Me mira y de nuevo intenta besarme. Bajo la mirada y vuelvo a esquivarlo. Pero no me siento a salvo. En realidad, ¿quiero ponerme a salvo?

Se acaba el concierto. 

Anochece.

Voy a mi casa.

Rezo la novena con mi familia. 

Canto villancicos.

Quemo palo santo.

Picoteo galletas de animalitos.

Suena mi teléfono. Es él:

—Hola Medusa, estoy cerca de tu casa. ¿Quieres salir a tomar unas cervezas?

No me dejan salir de noche.

—Bueno, veámonos mañana, ¿a qué hora voy a verte?

No me doy cuenta de que no espera a que le diga si acepto su invitación. ¿Me interesa darme cuenta?

—A las diez de la mañana.

—Okay, ahí estaré…

Al día siguiente llega a la hora pactada. Me lleva a su casa. En el camino me besa. Ya no me resisto. Estoy preocupada. No quiero que sepa que nunca me han besado y que no sé besar. 

Vive solo, es un estudiante de Artes Plásticas de la Universidad Central  venido de provincia. Para ser estudiante y tan joven, hace gala de demasiada experiencia y soltura. Y yo una inexperta en todo. 

Pone música. Sui Generis. Baila a mi alrededor. Me canta:

Te encontraré una mañana

Dentro de mi habitación

Y prepararás la cama para dos…

Me besa. Su lengua es como la de un cabello de Medusa, como la de una serpiente. Se enrosca en mi boca. Siento que me clava su veneno. No me resisto. Me desnuda. Despacio. No hay prisa. Me guía hasta un mueble… 

Sus manos expertas recorren mi cuerpo, lo acarician. Saben, de forma exacta, dónde y cómo tocarlo. Yo me excito, gimo. Él sonríe. Hay malicia en esa sonrisa. Y en su mirada que me hipnotiza. Se desnuda. Lo miro. Me asusto. Disimulo. Nunca había visto a un hombre desnudo.

Se pone encima mío y me penetra. Se mueve como un caballo salvaje dentro de mí. Presiento que va a destrozar mis entrañas. Siento que es demasiado grande, que me hace daño. Se lo digo. Parece que no me escucha. No se detiene. Se mueve más rápido.

Luego se queda inmóvil. Se baja. Yo lloro en silencio. No sé si no se da cuenta o no quiere darse cuenta.

Va al baño. Vuelve vestido. Yo sigo desnuda. No paro de llorar.

Me abraza. Me acaricia el cabello:

—¿Qué pasa? ¿Por qué lloras? Acaso…¿no querías?

Me quedo callada. No quiero que sepa que es mi primera vez. Y que no estoy segura de si quería.

Recoge mi ropa del suelo y me viste. Se saca su chaqueta negra de rockero. Me la pone. Me queda grande:

—Llévatela. Para que cuando la uses, sientas que estoy cerca de ti. 

Yo la huelo. Percibo su olor. Pero no sé cómo describirlo. Solo sé que me causa mareo y no me deja pensar. 

Me trae una cerveza helada. Me enciende un cigarrillo. Sigue acariciando mi cabello. Besa mi cuello con ternura. Poco a poco recupero la calma.

Se sienta en su escritorio. Toma una cartulina y un carboncillo y me dibuja con los cabellos de Medusa. Me la entrega. La guardo en mi cartera.

En mi cabeza, las princesas de los cuentos de hadas están ahogadas, creo que ni ellas sabían qué les esperaba. Guardan silencio. Percibo que tienen miedo. Miedo a lo desconocido. Miedo al sexo. Miedo a las relaciones. ¿Miedo al «amor»?

Machangaras-Lilith_avatar
Machángara’s Lilith. Ilustración: Natalia Álvarez.
Comparte en tus redes sociales
Scroll al inicio