TDC o la pesadilla del cuerpo

Ilustración: Natalia Álvarez.
Yo no veo mi cuerpo como realmente es, supongo. Al menos eso es lo que me han dicho psicólogos y personas cercanas, que lo ven todo desde fuera.

Ya había renunciado a la ropa ajustada. Entonces, el otro día pensé que quizá lo mejor era utilizar prendas oversize tan solo para que no se me viera el grosor nimio de muslos y brazos.

El sábado me fui a festejar Halloween y mi cumpleaños número treinta en una discoteca gay de Quito, y una vez más me puse mis pantalones holgados, unas botas y un abrigo tipo militar que me cubre todo hasta las pantorrillas, una elección nada práctica para una noche así. 

En la disco vi a muchos hombres usando ropa apretada, camisas con transparencias, croptops de perlas que revelaban todo bajo las luces del recinto; algunos de ellos casi desnudos incluso, solamente cubiertos por disfraces que simulaban togas griegas o atavíos de hadas con alas de papel brillante. 

Entonces el cuerpo comenzó a dolerme. 

Me sentí ridículo vestido de esa manera en medio de tanta piel. Luego comenzó el calor, la incomodidad, el sudor irrefrenable. También, la pregunta constante: “qué tal si”, como si aquella elección de vestimenta, hecha previamente durante la noche, fuera trascendental en el cauce de mi goce y bienestar durante la fiesta. Quizá lo fuera de cierto modo. El cuerpo continuó su tránsito doloroso hasta que miré a mi mejor amigo y le dije que necesitaba aire, que me sentía saturado.

Salí a empellones, intentando no topar, no rozar, no mirar. Cuando el cuerpo duele de la forma en la que me suele doler, especialmente en esas circunstancias, uno siente que lo más prudente es hacerse pequeño, pasar desapercibido. Entonces mi mirada tiende hacia abajo, hacia el suelo. Es extraño, pienso con frustración. Ya tengo treinta años, he hablado en salas llenas de gente, pero lo que sucede a continuación es que el cuerpo duele; la mente se propone insistir en aquella distorsión macabra y ruin. 

Yo no veo mi cuerpo como realmente es, supongo. Al menos eso es lo que me han dicho psicólogos y personas cercanas, que lo ven todo desde fuera: está solo en tu cabeza, dicen, es por tu obsesión con lo bello. No tienes la nariz grande, ni la boca torcida, ni la cintura ancha. No entiendo a qué se debe que yo no vea lo que ellos ven. Quisiera poder mirarme sin que el cuerpo duela, así de simple. 

Ir hacia el mundo sin miedo. 

Esa noche salí de la discoteca casi asfixiado, bañado en sudor, con el pulso acelerado como si hubiera corrido para escapar de algo, cosa no tan lejana de lo que en realidad pasaba. Corría para huir de mi cuerpo, claro. Para huir de la visión desoladora de mi cuerpo como una mancha en medio de un conglomerado de torsos, bíceps y muslos perfectos. De rostros perfectos. Y pensé que de nada sirve el esfuerzo, porque el cuerpo siempre duele, siempre en los mismos lugares. Que esto, que el cuerpo duela sin tregua alguna, me digo ahora mientras escribo, es para siempre. Que al fondo de todo no haya nada más que un cuerpo que se ahoga, a pesar de lo que digan los demás: que está bien, que es un engaño de la mente, que quizá haya alguna alteración química o estructural en mi cerebro, o algo así, en cualquier caso, lo único certero es que al fondo de todo ese ruido queda tan solo eso: un cuerpo que inevitablemente se deforma.

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