“¡¿No ves?!” es una pregunta cotidiana a la que respondo: no, no veo. Desde niña era acusada de torpeza por voltear la jarra durante los almuerzos, por caer frecuentemente en escaleras y por otros episodios vergonzosos. No era torpeza, era ceguera. A los 12 años fui diagnosticada con queratocono, una afección en la que la córnea se ha tornado fina gradualmente, tomando forma de cono. Este adelgazamiento produce visión muy borrosa. Básicamente siempre veo doble, tengo miopía y astigmatismo, deslumbramiento, sensibilidad a la luz, dolores de cabeza, problemas para leer y visión que no mejora con lentes de ningún tipo. Se controla, no se cura, es progresiva. Su causa es desconocida y su origen es genético, afecta a todas las razas y no distingue género.
En 2010 la National Keratoconus Foundation (NKCF) relataba que 54 de cada 100 mil personas de la población lo padecían. En 2022 este padecimiento ya es común. No es difícil encontrar entre nuestros cercanos alguien que lo padezca. Mi hermano también lo tiene, seguramente mi abuelo lo tuvo.
Al principio usaba unos vergonzosos lentes fondo de botella, a los 10 años. Los olvidaba, perdía o rompía a propósito; eran motivo de burla entre otras niñas. Mi padre, aburrido de los accidentes con mis lentes, decidió un día atarlos a mi cola de caballo junto con una charla aleccionadora.
Ese día, de rodillas y viéndome con esos ojos brillantes, me dijo: “No son tus lentes lo importante, lo que importa es cómo miras con ellos. Nunca más vas a dejar que nadie se burle de ti, ni te diga qué hacer ni cómo ver. Al siguiente que quiera hacerlo, le vas a dar un golpe”.
Y así lo hice (al principio lo hice a patadas). Aunque mi padre no lo sepa, me enseñó mucho más que valentía y a enfrentar al hoy llamado bullying: a mirar de manera diferente, a ser deliberante, a ver las cosas desde mi propia óptica y nunca más como los demás las ven. En aquella ocasión mi padre me dio lecciones sobre fundamentos de innovación, y comprendí que siempre hay una nueva manera de observar las cosas. Siempre.
Hoy miro de manera crítica y veo todo como yo quiero. No admito verdades. Es más, considero imperativo ver las cosas de manera diferente. Si las seguimos viendo como paisaje, las verdades no cambian, el mundo no cambia.
Cuando la gente me pregunta “¿no ves?”, respondo que, en efecto, en realidad no veo. No veo como la gente quiere que vea, como los roles quieren que vea, como la sociedad quiere que vea. Yo veo con rebeldía, y muchas veces (por no decir todas) esa mirada resulta incómoda.