Escribo mucho sobre la ausencia. Sobre el miedo al futuro. El otro día salí de casa, caminé hasta el parque de la urbanización donde vivo y me senté en una silla.
Me acordé que en esa misma silla me he sentado antes, pero no solo. En 2016 me senté con mi mejor amiga poco después de que nos hubiésemos graduado. Aún tengo las fotos en alguna carpeta recóndita de mi computador. Hace tiempo que no nos vemos.
Mi amiga ahora vive en Alemania.
Se fue hace un par de años a hacer una maestría en urbanismo y se quedó allá. Ya casi no hablamos. La última vez me dijo que no pensaba regresar, que ya estaba haciendo su vida en ese país.
Pensé que, en su lugar, probablemente yo hubiera decidido lo mismo. ¿Para qué volver? Lo cierto es que ella está allá y yo sigo acá, en el mismo sitio donde nos sentamos una tarde, hace tantos años.
Hoy por la noche iré al departamento de mi prima. Haremos pijamada. Son sus últimas semanas en Quito antes de que se marche a vivir a Tenerife con su esposa. Mi prima regresó hace poco de Chicago. Estuvo allá durante nueve años.
En 2018 viví con ella durante cuatro meses en un estudio pequeñísimo en Melrose Park. Trabajamos juntos en un galpón inmenso de H&M. Sin papeles, claro. Antes de eso, la última vez que nos vimos fue en el departamento que arrendaba en El Bosque y que compartía con su novia, su hermana y su perra Coco, en 2014 o 2015, si no recuerdo mal.
Con mi prima salimos del clóset juntos. Atravesamos esa sucesión de penas sosteniéndonos el uno al otro y eso nos hermanó mucho. Siempre fuimos cercanos, pero afrontar el miedo hombro con hombro nos unió con más fuerza. El lunes pasado se casó. En febrero se marcha de nuevo.
Este martes fue la cena de despedida de Óscar. Nos reunimos en el departamento de sus amigos, comimos pizza. Nos reímos, con cierta pena. Con Óscar nos conocemos poco tiempo, pero eso es irrelevante. Es como si lleváramos años siendo amigos. Al menos eso es lo que yo siento.
Hay cierta complicidad en nuestra relación, cierta picardía que extraño un montón cuando no está. Quizá sea de las personas más luminosas que haya conocido. El miércoles tomó un avión hacia Miami, donde pasará un año trabajando en un libro de cuentos gracias a una beca que se ganó hace un par de meses. No sé cuándo nos volveremos a ver.
En diciembre, unos días después de que Óscar llegara a Quito, me encontré por última vez con el innombrable. El único hombre con el que salí en serio en 2022. El único con el que quise formalizar algo.
Fui a su departamento para que me regresara un libro que le había prestado y en lugar de eso terminé regalándoselo. Sus abrazos me hicieron temblar, a pesar de que no nos habíamos visto en semanas. Era la última vez que nos veríamos.
A finales de agosto decidí alejarme cuando entendí que se iba a España y que no existía ninguna posibilidad entre nosotros. De todas maneras, cuando salí de allí después de regalarle el libro, me imaginé enseguida ese departamento donde dormimos juntos un par de veces, completamente vacío. Sin la cama, sin las cosas. Sin él.
Eso me pasa con todas esas ausencias. Recorro la ciudad en el auto y paso delante del edificio o la casa donde alguno de ellos vivía, o donde alguna vez nos encontramos, y las imagino vacías, con los espacios desocupados bañados por la luz del sol, pero limpios, solos. Absolutamente solos.
A veces siento miedo de que todos se marchen y que dentro de muchos años yo siga aquí, en esta ciudad que va perdiendo significado con cada pérdida, con cada persona que se va.