Fausto caminaba con su mamá por Coyoacán, un barrio turístico al sur de la Ciudad de México. Tenía mucho tiempo que la mujer no veía a su hijo, así que aprovechó una temporada de vacaciones para dejar Quito por unas semanas y pasar el tiempo con Fausto, quien vive en México desde hace ocho años.
Fausto le mostraba el sitio a su mamá cuando un sujeto se les acercó y les habló con voz baja, discreta.
—¿Qué onda, carnal? ¿No tienes que me vendas un poquito?
Mientras hablaba, el tipo juntó las puntas de sus dedos índice y pulgar y los llevó a sus labios, que cerró en forma de pico, como si lanzara un beso o chupara un cigarro.
—No —contestó Fausto tajante.
—¿Vender qué? —encaró con seriedad la mamá al quiteño mientras el otro sujeto se alejaba.
—Marihuana, mamá, quieren que les venda marihuana.
—¡¿Tú vendes marihuana?!
—No, mamá. Pero pues…
Fausto, en un movimiento, paseó su mano derecha frente a su cuerpo, de la cabeza a los pies. Con ese gestó mostró a su mamá su piel morena, su cuerpo delgado de bailarín —su profesión—, los aretes de arracada en cada oreja, el pantalón de mezclilla con algunas rasgaduras en su diseño, la playera y la chamarra con varios bolsillos y, sobre todo, el cabello rapado a los costados y los dreadlocks o rastas al centro, tan largos que tocan su abdomen. Su facha de rastafari es lo que provoca que algunas personas de pronto se acerquen a él pensando que les puede proveer hierba.
Esa apariencia, además de su acento suave, difícil de identificar, han contribuido a que la gente en México no sepa a primera vista que Fausto es ecuatoriano, algo que él aprecia. Aunque ser confundido con mexicano le da ciertas ventajas, a este chico de 31 años no le avergüenza su origen. Al contrario, siempre está en busca de otros ecuatorianos para hablar de los juegos de niños en Quito, de los recuerdos que le provoca el olor del encebollado, para hacer comunidad y así tener un cachito de Ecuador en México.
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Sin embargo, supo que debía mexicanizarse apenas una semana después de llegar al país, cuando visitó Tepito, el barrio popular más emblemático de la Ciudad de México, donde la violencia, el narcomenudeo, la marginación y su gran mercado informal conviven con la lucha social, la cultura, el arte y la vocación comercial de sus habitantes. En sus calles es posible comprar cualquier producto a un precio menor que en una tienda, ya sea que su procedencia sea legal, pirata o incluso provenga de un robo. Todo este contraste provoca que Tepito sea un lugar que llama la atención de mexicanos y extranjeros.
Aquella vez, Fausto fue con un amigo a conseguir una playera; estaba seguro que obtendría una buena oferta. Así que se acercó emocionado a un puesto mientras su acompañante se entretenía viendo otras mercancías.
—Disculpe, señor, buenas tardes. ¿Cómo está? ¿Cuánto cuesta esa camiseta de ahí?
El vendedor lanzó una mirada a ese extraño cliente. La amabilidad excesiva, el tono de voz suave, la ausencia de lengua popular mexicana, todo delató al extranjero quiteño.
—Esa te cuesta 500 varos, carnal —contestó el comerciante con su acento cantado y golpeado de barrio bajo mexicano.
—Muchas gracias, señor.
Fausto se alejó y llegó desconcertado con su amigo. Pagar casi 25 dólares por una playera que tal vez era pirata no sería una buena compra. Tepito no era nada barato.
—¡¿Te dijo 500 pesos?! —reaccionó sorprendido el amigo—. Estás pendejo, eso no cuestan. Espérame aquí .
El amigo caminó hacia el puesto.
—¿Qué onda, carnal, a cómo las das?
—A 100 varos la que gustes.
Fausto no podía creer que momentos antes le quisieran vender la misma playera en casi cinco veces su valor. Pero entendió que la manera ecuatoriana, envuelta en amabilidad prolongada y largas disculpas, no funcionaba en México. Necesitaba ser más directo en su modo de desenvolverse en un país parecido al suyo, pero tan diferente en prácticas cotidianas. Así que encontró un punto medio: no ser tan suave como para que lo estafen, ni grosero como para recibir un insulto.
Desde entonces Fausto, un quiteño entre chilangos, se disfraza de mexicano con la intención de que lo traten como un igual, sin preferencias, sin discriminación, sin ingenuidad, sin abuso, formas en que son tratados los extranjeros y migrantes, según sea el caso, en México.
Hasta el momento le ha funcionado.