Opinión

Ella, elle, él, mi novio

Ella, elle, él, mi novio - Revista Bagre
Ella, elle, él, mi novio – Ilustración Manuel Cabrera

 “Soy de Ecuador, nací en Ambato, pero amo Quito”, escribió el día que se presentó en el chat de lesbianas del que yo era administradora.

Su comentario me pareció deshonroso porque sentí que le avergonzaba la tierra en donde había nacido. Sin embargo, dos hechos llamaron poderosamente mi atención: era ecuatoriana y hablaba con solvencia sobre cualquier tema, pues la sala —virtual— estaba conformada mayormente por mujeres de otros países y gran parte de la conversación giraba en torno a temas triviales.

Poco a poco fui conociéndola y ella a mí. Supe que era terapeuta familiar y que se había separado hacía dos años y diecinueve mil noches de quien fuera su pareja por 7.665 días. También supe que le gustaba Mercedes Sosa, que amaba el café amargo y, dos meses más tarde, cuando ya hubo mayor confianza entre nosotras, que prefería ser tratada como él y no como ella.

“¿Te sientes mal cuando alguna persona te trata como mujer?”, le pregunté. Me respondió que las personas tratan a los individuos según lo que observan, de modo que no puede luchar contra eso, pero que rechaza ser tratada como mujer cuando pide expresamente que se refieran a ella en género masculino porque hace esa petición exclusivamente a la gente que ha empezado a apreciar.

“Si no lo hacen no merecen mi consideración”, zanjó.

“¿Quieres que te trate como amigo?”, le consulté.

Me respondió que no, que preferiría que lo tratara como novio.

Desde ese día ella se convirtió para mí en él y luego de cientos de datos móviles consumidos —entre hondas charlas y bizantinos comentarios— en mi gruñón novio.

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A través de nuestras largas conversaciones pude interiorizar la nobleza del género neutro, al que muchos papistas del lenguaje consideran la frustrada imposición de veinte putas histéricas. Yo lo trato —a mi novio— en género masculino, pero cuando me refiero a él digo “elle” o “mi novie” para que quede claro ante terceras personas que es biológicamente mujer pero ardorosamente masculino.

Ardorosamente masculino y a veces llorón. El día que empezamos a caminar oficialmente juntos, él lloró en su gazmoña Ambato y yo en mi insufrible Guayaquil. ¿Qué nos pasó?, le pregunté al cabo de unas horas cuando mutuamente confesamos esa melancolía inusitada que torpedeó la emoción de la reciente enhorabuena.

“Estábamos despidiéndonos de nuestras parejas anteriores”, respondió. “Esa era la forma que teníamos, sin hablarles, de decirles adiós”.

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Como terapeuta, mi novio fue explicándome algunas decisiones que yo había tomado sin que fuera consciente de los motivos. “¿Sabes por qué estuviste tanto tiempo —cinco años— en una relación a distancia?”, me preguntó en una ocasión. Respondí que no. “Le huyes al compromiso”, me dijo.

No pude refutarle porque para ese tiempo llevábamos un año de relación y yo había retrasado con todo tipo de argumentos nuestro primer encuentro.

Es que la pandemia… es que el trabajo… es que mi cuerpo (no tan estético)… todas esas excusas puse ante el terror de la primera cita, porque jamás vi a nadie tan decidido a estar conmigo ni yo tan resuelta a permitirlo.

Al cabo de un año y mil noches por fin nos vimos. Era más lindo de lo que pensaba, en todos los sentidos. Me trajo de Ambato un libro de Juan Montalvo, un plato de pared y un manojo de besos adeudados.

“Usted me debe un año”, fue la primera frase que dijo cuando venció la timidez.

En medio de toda esa ristra de tiempo y de evasivas yo había ido conociéndolo y comprendiéndolo. Sabía que era suspicaz, un poco reservado y bastante gruñón.

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La censura y la alharaca motivadas por la escena del beso entre dos mujeres en la película Lightyear son una nimia muestra de la tiranía con la que los homofóbicos pretenden imponer a quién amar. Y cómo vestir. Y qué prendas coser. Pero a veces eso no les basta. A veces también empuñan con furia un palo.

Lo sabe él que en los restaurantes busca siempre una silla que dé la espalda a la entrada principal para poder comer tranquilo y no irritarse ante los ojos inquisidores y las miradas hambrientas. Lo sé yo que cuando lo llevé a una reunión familiar para que lo conozcan me pidieron que lo presentara como una amiga. Lo sabemos él y yo que debimos soportar hace dos meses los insultos de una indigente cuya garganta gritaba “pecado, pecado”, mientras golpeaba el piso amenazantemente con un palo.

Ese hecho para él fue uno más del largo prontuario de agravios recibidos; en cambio para mí, que dejé de agrandar hace poco el clóset en donde cabían 40 años de trapos, un pequeño bocado de lo que debemos deglutir quienes pertenecemos a la población LGBTIQ+.

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En nuestra juventud, mientras yo luchaba por construir un clóset más grande, él daba combazos para destruir las puertas del suyo; mientras yo jugaba plácidamente a la rayuela; él aprendía a coser su propia ropa porque no había manera de que sus padres le compraran camisas en vez de faldas.

Esas piezas que atropelladamente confeccionaba desaparecían muchas veces de su armario, porque para su familia las murmuraciones de los vecinos sobre la jovencita retorcida que se vestía como hombre eran más importantes que el bienestar del joven retraído que estaba aprendiendo a sobrevivir.

Así vivió su niñez y su adolescencia, por eso al cumplir los 17 años, contra viento y familia, armó su maleta, se embarcó en un bus y se fue a Quito. Sus anhelos eran ingresar a la universidad, encontrar un trabajo, cubrir sus gastos y ser libre.

Ese “nací en Ambato pero amo Quito” tuvo sentido para mí cuando me contó la odisea que vivió para irse de su casa. En Quito cumplió las metas que se propuso, las que dependieron de su talento y entrega. Queda pendiente una. Esa, la última, sigue atada al prurito de la homofobia.