Derechos humanos

Una trágica historia de amor lo llevó a convertirse en asistente sexual de personas con discapacidad física

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En los ojos de Ricardo  M. (nombre real, “desprotegido”) no hay el menor atisbo de morbo, malicia ni lujuria.

Unas cejas bien delineadas le dan un aire al James Dean de Rebelde sin causa de los años 50. Por todo, o por nada, las enarca como si estas le sirvieran de complemento a lo que dice, a lo que cuenta, a lo que recuerda…

En el patio de su casa, ubicada en la ciudadela Atarazana (norte de Guayaquil), un bicicleta estática y un par de pesas, algo oxidadas, son muestra inequívoca de las muchísimas tardes que ha pasado exigiéndole a su cuerpo las medidas perfectas para ganarse la vida.

“Primero fui profesor de educación física en un colegio de esta misma ciudadela. Estuve cerca de tres años, pero luego la vida me llevó por otros rumbos”.

Esos rumbos de los que habla comenzaron en el mismo colegio, cuando conoció a una joven manabita que estudiaba allí —prefiere la reserva de su nombre— y de la cual se enamoró como si se fuese a terminar el mundo. 

Un retrato suyo, acomodado sobre una repisa cercana, da cuenta de que Ricardo tenía suficientes motivos para creer que no había nadie como ella. Era linda.

“Estaba en tercer curso, vivía con unos tíos en el suburbio. Comenzamos a salir, habíamos hecho planes para casarnos después de un año.

Pero entonces sucedió una terrible tragedia que nos cambió la vida a todos, no sólo a los dos, sino a mucha gente”.

Una mirada de reojo al retrato de la joven lo lleva de la mano a ese momento de cruciales definiciones.

Era diciembre y los chicos del colegio habían planificado un viaje por fin de año a una playa conocida como Chilluipe, en Santa Elena. Nada hacía prever un desenlace cruel. Demasiado cruel.

Un accidente para toda la vida

“La mayoría de los chicos viajaron en un bus alquilado, pero mi chica y yo preferimos ir en un carro que un primo me prestó.

Todo iba de lo mejor, hasta que una mala maniobra, en una curva, hizo que nos volcáramos y nos diéramos contra una baranda. Iba a más de 120 kilómetros por hora y había tomado unas cuantas cervezas”. 

El tono de arrepentimiento con el que habla le sirve de muy poco a la hora de justificar los acontecimientos, pues sabe que la culpa fue suya, al querer ir demasiado rápido hacia la felicidad en un estado poco recomendable.

Las horas posteriores al accidente fueron de total confusión.

A pesar de los múltiples golpes recibidos, estaba consciente y sólo quería saber cómo estaba su compañera de viaje.

Los resultados, en un primer momento, la alejaron de su vida para siempre. Con el pasar de las horas y luego de los días, supo que no era así, que estaba viva. Pero…

“Pese a que el accidente fue súper terrible, yo me recuperé enseguida. Sin embargo, mi chica se lastimó la médula espinal y quedó cuadrapléjica, sin poder moverse para nada. Fue muy triste porque siempre estuvo consciente de lo que le había pasado”. 

Aunque la relación no se alteró, ya nada fue igual, sobre todo porque la familia de ella lo veía como responsable directo de la tragedia. Pese a ello, pese a esa resistencia que se desató contra él, sucedió, asimismo, algo que le cambiaría la vida.

“Una tarde que la estuve visitando en su casa del suburbio, intentó agarrarme la mano y me pidió, con una voz de ángel, que me acercara a su boca para decirme al oído lo que nunca hubiera imaginado: que le hiciera el amor por primera y única vez.

De los besos y caricias no habíamos pasado. Esa tarde lloré como no tiene idea porque su pedido planteaba muchas cosas para nuestra relación y para mi vida”.

Pasaron varios días y la salud de la joven comenzó a deteriorarse. Ricardo fue testigo de ello porque nunca dejó de visitarla.

Había pasado horas y horas pensando en la petición de su chica que, poco a poco, iba dejando de serlo ya que su existencia se estaba apagando como una vela sometida a un inexorable vendaval. Su cuerpo dejó las formas exuberantes y  se fue desdibujando.

El ruido de un avión que sale del aeropuerto cercano ensordece la charla y le permite a Ricardo organizar sus pensamientos.

Pide de favor que no le hagan fotos ni a él ni al retrato de ella, pues cree que su testimonio es lo demasiado crudo como para registrarlo. Es mejor conversarlo como si estuviera frente a un amigo, en una esquina de una calle cualquiera.

Trailer de “The Sessions”.

“Hacerle el amor a una muñeca de porcelana”

“Como ella vivía con una tía y sólo la cuidaba una señora vecina, un fin de semana que no estaba ninguna de las dos, pues yo me ofrecí a verla todo el día, cumplí su petición.

Me tocó despojarla hasta de su ropa íntima y la poseí tal como ella lo quería. Acepté hacerle de todo con tal de que se sintiera feliz”.

Ricardo no quiere dar mayores detalles de ese momento que se prolongó más allá de lo debido. Se mira las manos venosas y sucumbe a la pena con un suspiro lastimero que pudo escucharse más allá del portal. 

“Solo le digo que fue como hacerle el amor a una muñeca de porcelana, que hay que tratar con suma delicadeza porque puede romperse en cualquier momento”. 

La chica no duró más allá de un mes, tiempo durante el cual sólo otra vez, con sumo cuidado, repitió el encargo hecho por ella nuevamente, como si se tratase de un favor antes de irse. 

“Desde luego que nunca nadie se enteró de esto. Fue algo que ella se llevó a la tumba y que yo llevo en mi corazón”, musita Ricardo, como sorprendido por lo que ha contado.

La experiencia vivida con quien quería pasar el resto de su vida trajo varias consecuencias.

Primero, como era de esperarse, perdió su empleo en el colegio. Se alejó de algunos amigos —que también lo vieron como culpable de la muerte de la chica— y, lo más difícil, tratar de conseguir un trabajo acorde a su preparación.

Ninguna de estas cosas se superaron de inmediato.

Hasta que, al cabo de dos años, sucedió algo que él se lo atribuye, sin discusión alguna, a una ayuda de su difunta novia desde el cielo. 

Un hecho inesperado

“En mi proceso de recuperación iba casi todos los días a correr al Malecón —aún no había Puerto Santa Ana— y allí, en una de esas salidas, conocí a una mujer, algo mayor, que también salía a caminar.

Nos hicimos amigos y me contó que tenía una hija que había nacido con un problema en los huesos, un tipo de cáncer que le impedía caminar y la mantenía postrada en una silla de ruedas desde los 12 años. Tenía 25”. 

No fue difícil suponer que la mujer, sin muchos rodeos, quería sus servicios sexuales para su hija. ¿Cómo pudo saber que él había hecho eso con su difunta novia? ¿Cómo se enteró de que estaba desempleado y necesitaba dinero, si nunca se lo había comentado?

Preguntas sin respuestas que todavía hoy se las sigue haciendo.

Ricardo aceptó la solicitud de la mujer, pero lo hizo poniéndole un precio algo elevado: 200 dólares la sesión de una hora, “terminase o no terminase”. Sin regatear ni nada, acordaron el encuentro íntimo en su misma casa, en Colinas de los Ceibos. 

“En esa ocasión fue mucho más jodido porque no me unía ningún lazo sentimental a ella. Era una total desconocida. Aproximarme a ella. Imagínese, acariciarla, tocarle sus partes, así, sin sentir nada, sólo para cumplir con un trabajo al que ni siquiera estaba acostumbrado”. 

Superadas esas barreras propias de un encuentro íntimo entre desconocidos, sucedió lo que tenía que suceder y Ricardo se ganó sus primeros 200 dólares como “asistente sexual” de personas inválidas. Realmente, el trabajo era bien remunerado.

Pasó poco tiempo cuando, su celular sonó con la consabida solicitud de alguien extraño. Al parecer, la madre de su última cliente se había encargado de promocionarlo entre otras personas con las mismas necesidades, personas que, desde luego, tenían la capacidad económica para contratarlo. 

Condiciones

“Con el tiempo he ido tomando ciertas precauciones —incluido un documento en el que deslinda responsabilidades por algún efecto no deseado— y poniendo condiciones.

Por ejemplo, una vez me pasó que una chica, a la que atendí en varias ocasiones, se enamoró de mí con perdición.

Y yo sólo estaba para satisfacerla, para nada más. Tuvo que irse a vivir al extranjero.

En otra ocasión, alguien me contactó para que atendiera a un hijo suyo, pero tuve que decirle que sólo trabajo con mujeres. Me insistió repetidas veces, me duplicó la tarifa hasta que, bueno, acepté”. 

En otro encuentro tuvo que asistir a una mujer obesa, que había sufrido un derrame cerebral, con medio cuerpo paralizado.

Fue tanta la pasión desatada, que terminó aruñado en el cuello y en la cara. Ricardo manifiesta que parecía una agresión.

“Con el único brazo que podía mover me quiso someter, se desesperaba por abrazarme. Ahora soy más cuidadoso a la hora de aceptar un trabajo. Analizo mejor y veo las posibilidades de hacerlo sin afectarme ni afectar a nadie”.

Su nueva vida lo ha llevado a investigar e informarse sobre este tipo de experiencias en otras latitudes. Una de ellas —precisa— es la del esquiador paralímpico de origen argentino Enrique Plantey, quien a los 11 años sufrió un accidente de tránsito debido al cual quedó parapléjico.

Esta situación, lejos de amilanarlo, lo llevó incluso a escribir un libro —”Sexistimos”— en el que rompe los tabúes sobre las relaciones sexuales entre las personas con capacidades especiales. Pone como ejemplo la relación que mantiene con su novia Triana.

“Él habla, por ejemplo, de tener paraorgasmos, que no son otra cosa que un orgasmo a nivel cerebral, no genital. Cualquiera que tenga cerebro puede conseguirlo. Luego de leer estas cosas he llegado a la conclusión de que el sexo no es paralítico, inmóvil, sino, por el contrario, algo muy activo”.

Hay casos y casos

De acuerdo con el doctor Christian Santana —con un posgrado en traumatología que realizó en República Dominicana—, la capacidad sexual o el nivel de reacción en personas parapléjicas depende del daño que hayan sufrido en la médula espinal, pues no siempre se cumple eso de que “estando bien el cerebro y la piel, puede haber sexo”.

“Todo depende del grado de la lesión, pues puede haber pérdida completa del control motor y hasta de la sensibilidad, en cuyo caso sería muy difícil o imposible tener una relación sexual satisfactoria”.

El especialista guayaquileño destaca que hay numerosos factores que  inciden en el comportamiento sexual cuando hay un daño medular, por ejemplo:  la sincronización de los elementos cerebrales, la integridad de los órganos genitales y el componente sicológico que implica toda actividad sexo-afectiva.

“Hay que diferenciar, también, que los daños medulares no afectan por igual a hombres y mujeres. Ellas, por regla general, tienen la ventaja de poseer zonas erógenas más desarrolladas que los hombres, como el cuello, las orejas y las mamas”.

De igual manera, puntualiza que la asistencia sexual a estas personas se da, sobre todo, mediante la estimulación —masturbación—, ya sea de forma manual directa o mediante aparatos estimuladores.

“Todo vale”

Ricardo tiene hoy 40 años, luce un cuerpo bien moldeado y pasa pendiente de su moderno celular, ya que, con dos o tres llamadas, puede ganarse en una hora lo que otra persona tardaría un mes en hacerlo. 

Asegura que nunca le falta trabajo y sólo en los dos años que duró la pandemia del Covid-19 tuvo un pequeño bajón en sus ingresos, “como todo el mundo”.

Tampoco le preocupa que lo traten de “puto”, “prostituto” o degenerado sexual —quienes lo conocen, desde luego—, porque ahora, si de algo está seguro, es de que, tanto en la guerra como en el amor, todo vale…

2 comentarios

  1. Son lo máximo como diario de información. Es refrescante leer sus artículos cada vez más interesantes y únicos.

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