Desde los antiguos muros de Quito hasta las riberas de Guayaquil, Ecuador se erige, en estos días, como un paisaje en constante transformación, donde el género y la profesión ensayan un nuevo baile.
Durante siglos, las reglas de este baile fueron rígidas, marcadas por líneas imaginarias que determinaron qué se podía y qué no se podía hacer, ser, o soñar, en función del género. Pero el siglo XXI ha llegado, y con él, una coreografía renovada.
Por citar tres ejemplos, las aulas parvularias, los hospitales y los escenarios de danza se delimitan en espacios donde los hombres ecuatorianos desafían las construcciones sociales que los rodean. Se ocupan en la danza, la docencia, la enfermería; oficios que, por décadas, parecían haber sido diseñados para ser ejercidos sólo por mujeres.
La transformación es lenta, los pasos son cautelosos. Sin embargo, la dirección es clara. La integración y diversidad en distintas áreas laborales se fortalecen.

“Los niños entrenan fútbol. No ballet”
Una multiplicidad de imágenes repetidas, como consecuencia de sus paredes cubiertas de grandes espejos, es lo primero que se percibe en la Sala de Danza de la Escuela Esperanza Cruz, de la Casa de la Cultura, Núcleo del Guayas.
Algunas de estas muestran fotografías de mujeres, de grácil figura, con sus piernas y brazos en movimiento, siguiendo el ritmo de una música de otros tiempos que parece escucharse bajito, a tono con el ambiente, o recordar al gran Medardo Ángel Silva cuando evoca “La Danza de Pavlova”: “Va ligera, va pálida, va fina, cual si una alada esencia poseyere…”.
Sobre el tablado, la vivencia de miles de pasos, brincos y maniobras, se intuye sin mayor esfuerzo.
Desde el fondo de un pasillo, vestido con un calentador gris deshilachado y de basta ancha, aparece un hombre de baja estatura, con rostro de niño envejecido —por la sonrisa constante— y los pies descalzos.

Se llama Fernando Rodríguez y tiene a su cargo a 120 alumnos, gracias a los 27 años de experiencia que tiene sobre las tablas.
La extrañeza sobre sus altas funciones lo hace sonreír con ganas y confiesa que, en sus inicios, tuvo problemas por su estatura (1.58 m), sin embargo, cuando “el arte se lo lleva dentro”, lo demás viene por añadidura, poco a poco, destaca Rodríguez.
Sin el menor atisbo académico o investigador, con un lenguaje que sabe más a los manglares de El Salado que a retórica universitaria, Rodríguez parece hablar con los ojos, inquietos y de una negrura indiscutible.
“De pequeño solía ver cómo bailaba mi abuela Zenaida, con esa alegría propia de la gente montubia, que contagia y entusiasma, y eso me fue marcando a sangre y fuego. Yo tendría unos 8 años”.

Su vida transcurrió en el suburbio guayaquileño, en donde supo combinar tardes de fútbol callejero con los bailes folclóricos de la escuela y del colegio sin que nadie se burlara de ello, a más de algún “cargoso que me decía, oe, cholo, aquí no estás bailando con mujercitas, mete la pata duro que vamos perdiendo”.
Y claro que metía la pata duro, pues si algo aprendió en sus infinitas faenas de estudio fue eso: que al cuerpo hay que exigirle lo que más pueda, hasta que el último tendón acate a rajatabla el mandato de la música.
“Esto no tiene nada de femenino o masculino. El arte no es cuestión de géneros. Yo he tenido y tengo alumnos de la comunidad LGBTIQ+, pero, ¿eso en qué afecta su desenvolvimiento, su actuación? ¡En nada! ¡Absolutamente! Cada uno cumple un rol específico. Por ejemplo, en la danza clásica, que es mucho más simétrica y con movimientos definidos, la figura principal es la de la mujer, el hombre solo sirve para cargar o hacer fuerza. Jamás se pone de puntas”.
Rodríguez, quien siempre tiene en la punta de sus labios una sonrisa y que lloró a lágrima viva cuando el presidente ruso,Vladimir Putin, ordenó al teatro Bolshoi sacar de cartelera el ballet Rudolf Nureyev por considerarlo “demasiado gay”, por momentos se pone circunspecto; se aleja y se retrae. Luego vuelve y reconoce que, de 120 alumnos, apenas 4 son varones. Esta situación se podría explicar a partir del siguiente análisis:

“En México —donde hizo una especialización— sucede lo contrario, hay muchos más hombres que mujeres en la danza clásica y en la contemporánea. Creo que hay un problema cultural, un sometimiento a los estereotipos y a los prejuicios totalmente injustificado. Aquí usted le pregunta a cualquiera si pondría a su hijo a estudiar ballet y le contesta, muy machote, que no, que para eso mejor está el fútbol”.
Para atajar esta situación, el profesor dice que la Casa de la Cultura cuenta con becas especiales dirigidas sólo para hombres, quienes no tienen que pagar absolutamente nada, pues la institución les cubre hasta el vestuario.
Pese a ello, la escasez de chicos no lo desanima, ya que afirma que el verdadero potencial de la danza —lo mismo que en el fútbol— está en los jóvenes del suburbio, en los arrabales, de esos mismos de los cuales un día salió Rodríguez rumbo a la danza para no volver jamás.
Educación parvularia: el legado de un padre
La biblioteca de don Mariano Sánchez Landívar abarca las tres cuartas partes de la sala de su casa, en el cantón Milagro. Apenas queda un espacio libre para un cuadro de regular tamaño en donde se ve a don Quijote y Sancho Panza enfrentarse a tres molinos de viento decididos a derrotarlos. A un costado, un reloj con números romanos indica lo temprano que es.

En el librero hay textos para todos los gustos. Autores como Alejo Carpentier e Isabel Allende, Jean Piaget y Wayne Dyer tienen un puesto de privilegio, con dos o tres libros por autor. Don Mariano, ex profesor de secundaria, ya no está —murió en el año 2017—, pero con sus libros dejó una herencia cultural incalculable.
El principal benefactor de ese legado es Joselo Sánchez Triana, su tercer hijo, quien también optó por la docencia, pero lo hizo poniendo sus ojos en los más pequeños, en los niños.
Sánchez, quien por “estrategia laboral” prefiere no hacerse fotos ni señalar a la institución en donde estudió cinco años la carrera de Educación Parvularia, cuenta que lo suyo nació casi que por accidente.
“Me gradué en el colegio Velasco Ibarra y una tía mía, que se había separado de su esposo, me dejó a cargo a sus tres hijos para que los ayudara con los estudios, que habían quedado interrumpidos, y los viera porque eran muy inquietos. Eran pequeños, traviesos y realmente me pusieron a prueba”, recuerda Sánchez con cierto aire de intelectual que le dan sus lentes.
De esa grata experiencia puertas adentro y sin ninguna remuneración, salió la idea de estudiar educación parvularia en Guayaquil. La única duda que tenía es que, según sus investigaciones, no había hombres estudiando esa carrera, lo cual suponía levantar ciertas sospechas en torno a su “masculinidad”.
“En realidad, durante los cinco años de estudio, nunca tuve otro compañero, todas eran mujeres. Incluso, la mayoría de docentes eran mujeres. Al principio fue algo incómodo interactuar sólo con chicas. Luego te vas dando cuenta que la carrera no tiene relación con si eres hombre o mujer. Uno se gradúa como profesional y punto”.

Aunque Sánchez está convencido de todo cuanto dice, una pequeña búsqueda de ofertas laborales realizada por internet, en el ámbito parvulario, da cuenta de que el ciento por ciento de las instituciones requieren parvularias. No parvularios.
El hecho de que, tradicionalmente, en nuestra sociedad, se ha encargado a la mujer el rol de cuidadora de los hijos y del hogar, y al padre el de proveedor y sostenedor, podría ser un factor de peso en esta preferencia.
“Pues sí, en verdad las mujeres son mucho más solicitadas y eso plantea una gran dificultad. De hecho, hay un nivel de enseñanza, en el inicial, que se llama maternal, como si sólo fuera para profesionales mujeres”.
Para el máster en Educación Especial Rogelio Gómez, inspector general de la Unidad Educativa Simón Bolívar, la elección de parvularias tiene que ver, sobre todo, con el instinto maternal de las mujeres en el tratamiento de los niños.
“El trato con los niños es algo que nace con ellas, que no se aprende en la universidad ni en los libros. Usted en la carrera puede aprender técnicas, puede aprender estrategias, conceptos científicos. Pero hay cosas que una mujer puede interpretar con su solo instinto. Ellas saben, por ejemplo, las razones de sus llantos o sus risas”, comenta Gómez, cuya institución cuenta con tres parvularias y nunca ha tenido un hombre en ese cargo.
Además, agrega, “siempre es preferible, por ejemplo, cuando una niña de inicial se hace popó, que sea una mujer la que la atienda. A un padre o una madre no le gustaría que sea un hombre, por muy profesional que sea, por mucha confianza que le tenga, quien limpie sus partes íntimas”

“La enfermería es una cuestión de sensibilidad”
En ningún hospital o clínica existe un cartel con el rostro de un enfermero solicitando, con su dedo en la boca, guardar silencio. Todas son enfermeras, como si ese trabajo, vinculado a la salud, no admitiera el género masculino.
Este detalle podría pasar inadvertido si no fuera porque hoy en día, tanto hombres como mujeres —y de todos los géneros— comparten aulas y pupitres en universidades y academias en busca de una licenciatura en Enfermería.
Ariel Álvarez Vera, guayaquileño de 55 años, vive en la ciudadela Tulipanes, al sur de Guayaquil, entre las avenidas Domingo Comín y 25 de Julio.
De contextura gruesa y piel canela, cuenta que su formación como enfermero se dio, prácticamente, por obligación de conservar una fuente de trabajo.
“Gracias a unas monjitas, entré como ayudante en el hospital psiquiátrico Lorenzo Ponce (hoy Instituto de Neurociencias), de la Junta de Beneficencia. Estaba pelado en ese entonces, tendría unos 18 años o menos. Primero hacía la limpieza de los pabellones en donde estaban los internos más alterados en sus funciones mentales. Pero luego me vi en la necesidad de estudiar pues había enfermeras que hacían mejor mi trabajo. Mis funciones se limitaban a las de limpieza y aseo. No tenía ningún conocimiento académico o profesional”, explica Álvarez, hoy jubilado y padre de tres hijos.
Según recuerda, quizás por ser un ámbito un poco cerrado y no muy expuesto al público, nunca sintió ningún tipo de vergüenza por ejercer ese trabajo, ya que siempre tuvo la predisposición natural a ayudar a los necesitados.

“Ser enfermero en un lugar como el hospital psiquiátrico te vuelve más sensible y humano. Hubo una señora, aquejada de Alzheimer, con quien entablé una amistad de algunos años, tanto que, al final de sus días, me hablaba sólo de hijo. Así hay un montón de casos que van descubriendo tu lado más humano y que te ponen a prueba como persona”.
Tiene la certeza de que en la actualidad, gracias a la equidad de género, no hay labores únicas o específicas para hombres o mujeres.
“A nadie le sorprende ver mujeres policías, mujeres manejando un autobús, jugando fútbol o como árbitros… ¿Por qué habría de extrañarnos ver a un hombre como enfermero? Quienes así piensan, sí creo que deberían ir a un psiquiátrico porque andan mal de la cabeza”.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) considera que “los estereotipos de género influyen en el empleo, las condiciones de trabajo y las trayectorias profesionales de los trabajadores del sector sociosanitario”. Sin embargo, el vinceño José Chalén se siente ufano de ser licenciado en Enfermería por la Universidad de Guayaquil.

“Bueno, primero debo reconocer que estudié enfermería como tercera opción. Yo aspiraba, primero, a ser ingeniero en Minas y Petróleos, pero mi nota de la Senescyt no me ayudó. Luego me postulé para Química y Farmacia, y tampoco me sirvió la puntuación. La última postulación recayó en Enfermería y aquí estoy, orgulloso de serlo”, cuenta Chalén, de 26 años, en la actualidad, desempleado.
Asegura que, durante su trabajo, ha tenido que recorrer zonas inhóspitas y de difícil acceso, en especial en áreas campesinas.
“Enlodarte, cruzar ríos, andar por barrios peligrosos, estar en riesgo de contagiarte de enfermedades graves, todo es parte de este apostolado”, cuenta Chalén, quien hace hincapié en una sola cosa cuando se le pregunta sobre si alguna vez sintió recelo por seguir una carrera mayoritariamente femenina:
“¡Mire, señor, uno puede sentir la pasión que quiera!”