—Y ahora vamos a hacer un concurso —dijo el DJ devenido en animador en un matrimonio en el que todos, o casi todos, se divertían.
—¿Dónde están las mujeereees? —preguntó a continuación, y enseguida convocó a las “damas presentes” a un concurso de baile.
Una joven se acercó a la pista, luego otra, después otra más y así hasta que el número de concursantes llegó a diez.
Posteriormente, el entusiasta DJ hizo a cada una de ellas una pequeña entrevista —que incluyó la pregunta: ¿tienes novio?—.
Luego, escrutó sus cuerpos con mirada lasciva, y a continuación les dio una vuelta de trescientos sesenta grados.
—Vueltita, vueltita —repitió exultante.
Seguidamente, sonaron los acordes de un pegajoso reguetón y el sujeto invitó a bailar a las concursantes.

Ya en la efervescencia del concurso, el individuo tomó el micrófono para decir:
—Eso sí saben, pero ‘pónganlas’ a lavar los platos…
Las jóvenes, que no vieron venir el oprobio, sonrieron con rubor, mientras una ráfaga de risas, la de los invitados, invadió el lugar.
¿Qué pretendía el hombre? ¿Que las participantes hicieran el ridículo? Y sobre todo, ¿por qué habría de importarle si ellas lavan o no los platos?
Lo que fue un momento de solaz se transformó así en un suceso misógino gracias al universo cromañón de un sátiro a quien nadie —y menos aún las agraviadas— conocía.
Este episodio, que no es aislado ni forma parte de un relato de ficción, desnuda la estulticia y perversidad de la violencia machista, cuyas manifestaciones contribuyen al estigma y al menoscabo de la dignidad de las mujeres.
Expectativas prefiguradas
La perpetuación de los roles de género —el lugar de la mujer es la cocina— se encuentra presente en todas las sociedades y todos los espacios sociales.
Un estudio mexicano titulado El impacto de los estereotipos y los roles de género, impulsado y financiado por el Instituto Nacional de las Mujeres, señala que “las sociedades determinan las actividades de las mujeres y los hombres basadas en los estereotipos, estableciendo así una división sexual del trabajo.
A las niñas se les enseña a ‘jugar a la comidita’ o ‘las muñecas’, así desde pequeñas se les involucra en actividades domésticas que más adelante reproducirán en el hogar. En cambio, a los niños se les educa para que sean fuertes y no expresen sus sentimientos, porque ‘llorar es cosa de niñas'”.
El resultado de esta arraigada “lógica” es que a las mujeres que no se ajustan con estricto rigor a los roles de género les llamen machonas y/o ‘carishina’. Y es que la ‘carishina’ hace pública la transgresión del rol doméstico. Resignifica el estigma que pretende situar a las mujeres en la cocina y en la casa.

El INEC (Instituto Ecuatoriano de Estadística y Censo) reportó que, hasta el 2014, del total de niños, niñas y adolescentes de entre 5 a 17 años de edad, el 13,5% realizaba tareas domésticas dentro del hogar; es decir dedicaban 14 o más horas semanales a esta actividad. De esta cifra, el 32,4% pertenece a hombres y el 67,6%, a mujeres.
El cuerpo de la ‘carishina’ desafía lo que le enseñaron, desplegándose con confianza en el espacio público.
De ahí que la frase “‘pónganlas’ a lavar los platos” salga de las gónadas, no sólo masculinas, sino también femeninas.
Algunas mujeres —como suegras, cuñadas o tías— secundan también la idea de que las novias o esposas deben ser “bien mujercitas”. Y para cumplir con ese canon, las ‘carishinas’ necesitan, además de saber cocinar, evitar que las ollas se les quemen.
¿Carishina o machona?
Elkin Araujo, lexicógrafo, lingüista y académico quiteño, nos introduce a través de su corpus en los intersticios de la palabra ‘carishina’, un término “con un componente etimológico interesante pero básico” que toma dos palabras del kichwa: ‘cari’, que significa ‘hombre’, y ‘shina’, que significa ‘parece’, lo que resulta en ‘parece hombre’.
Para el lingüista no fue fácil construir la definición de esta palabra en su corpus (diccionario) porque ‘carishina’ no solo es aquella mujer que no sabe desempeñarse en las labores domésticas, sino también la que realiza actividades que “no son propias de su sexo”.
—Es decir, una niña que juega fútbol puede ser considerada una ‘carishina’, y eso supone que no debe hacer nada que sea considerado propio del hombre, incluido salir del perímetro de su casa.

Según Araujo, el término ‘machona’ puede ser sinónimo de ‘carishina’; sin embargo, enfatiza que no son lo mismo toda vez que en nuestra lengua no existen sinónimos con significados idénticos.
—’Machona’ y ‘carishina’ tienen orígenes distintos. ‘Carishina’ tenía una connotación rural y estaba pensada en la campesina que iba a trabajar de empleada doméstica; mientras que ‘machona’ no está vinculada a un rol doméstico pero sí al aspecto masculino de una mujer. Tenemos entonces que ‘carishina’ no hace alusión al físico sino al desempeño.
Los escritores ecuatorianos Juan León Mera (Novelas ejemplares), Jorge Icaza (Huasipungo) y Sebastián Michelena (Crónicas) han hecho uso del vocablo ‘carishina’ en sus obras, lo que refleja la trascendencia social, temporal y espacial que tiene la palabra, a pesar de que no consta en el Diccionario de la lengua española (DLE).
La ‘carishina’ en la cosmovisión andina
En el libro La intimidad desnuda. Sexualidad y cultura indígena, de Rodrigo Tenorio Ambrossi, aparecen los testimonios de tres comunidades indígenas ecuatorianas que relatan las particularidades de su cosmovisión. Y una de ellas es la prohibición de que las mujeres puedan arar la tierra.
“Si la mujer ara, asusta a la tierra y atenta contra la fertilidad de esta y la suya propia. Para evitarlo, Pacha Mama se adelanta y asusta a la mujer. Al asumir la prohibición, la mujer testimonia la aceptación de la cadena simbólica a la cual pertenece toda sexualidad”.
Este testimonio de Dolores Simbaña, recogido por María Elena Sandoval en la provincia de Cañar, y plasmado en el libro de Tenorio Ambrossi, ofrece luces sobre el valor que poseen las diferentes actividades organizadas para las mujeres y los varones, por ello la niña que no aprende de manera adecuada lo doméstico, es una mujer con un destino incierto.
“Incierto en la medida en que no habrá un varón que la desee, la busque y la elija como esposa. Con la rapidez del viento, toda la comunidad se enterará que esa guambrita o esa huarmiguambra es una ‘carishina’, es decir, una machona inútil para las tareas de la casa, incapaz de dedicarse de manera eficiente a todo lo que compete a la mujer: cocinar, lavar, arreglar la ropa, cuidar los animales”.

La intimidad desnuda. Sexualidad y cultura indígena del invesigador Rodrigo Tenorio Ambrossi recoge otra realidad insoslayable: las actividades lúdicas son pocas en las comunidades indígenas.
Y son aún más restringidas para las niñas, por ello el juego forma parte del aprendizaje de ser varón o de ser mujer. Es decir, en el trabajo con el azadón, el pico o el arado para los niños. En la cocina y las labores de cuidado y de los animalitos para la niña.
“Si a una niña se le ve jugando más que atendiendo la casa, la comunidad le coloca en el mundo indiferenciado de la ‘carishina’, la machona y la vaga”.
La feminidad, según investigaciones de RodrigoTenorio Ambrossi, debe estar claramente especificada, de tal manera que el varón sepa a quién elige como novia y luego como esposa, pues en ello se juega su propio prestigio y el de su familia.
Salir del perímetro de la casa…
A lo largo de la historia no ha habido artilugio más liberador de la mujer que la bicicleta, de ahí que no se pueda hablar de las tan mentadas ‘carishinas’ o ‘machonas’ sin mencionar al emancipador medio de transporte.
La bicicleta cambió el estilo de vida de las mujeres: introdujo una nueva vestimenta que les ofreció mayor libertad de movimiento —adiós corsets— y supuso una ampliación de sus derechos al configurar un escenario que les permitió dejar atrás a la ubicua y omnipresente chaperona, personaje que debía acompañar a todos lados a las “mujeres de bien”
La bicicleta incluso antecedió al sufragio femenino, de modo que fue un vehículo importante para la obtención de este derecho. Angeline Allen, en Nueva York; Emma Eades y la aristócrata Lady Florence Harberton, en Londres, y muchas mujeres más, desafiaron las posiciones que pretendían negarles el uso de la bicicleta y se vistieron con bloomers para poder montarlas.

En 1893, Angeline Allen causó tal sensación por montar una bicicleta en las afueras de Nueva York que una popular revista de hombres tituló la hazaña así: “Usó pantalones”, según recoge la BBC.
Y es que las mujeres que hacían uso de la bicicleta eran mal vistas, por ello las mentes conservadoras de ese tiempo empezaron a demonizar al “diablo de dos ruedas” que daba lugar a la masculinización de la mujer, a la prostitución y probablemente a la masturbación (por el roce de la montura con la vulva).
No obstante todas las críticas, las “carishinas” o “machonas” dejaron atrás el perímetro de sus casas y siguieron extendiendo sus alas.
El disciplinamiento del cuerpo
Cynthia Mercedes Carofilis Cedeño, en su ensayo Figuraciones Performativas de la Subjetividad feminista: El cuerpo en los rituales de protesta en la ciudad de Quito, deja patente que en el lenguaje cotidiano, la palabra ‘carishina’ ha servido para designar a la niña que juega a la pelota, que tiene conductas de riesgo o juega con varones, y en la adultez, a quienes no cocinan, no están en la casa o no hacen labores domésticas que se supone les corresponden.
“Sus sinónimos machona y ociosa demuestran las raíces sociológicas de su significado: se parecen a los hombres aquellas mujeres que no hacen lo que les toca en la casa o hacen más de lo que les toca en la calle”.

Para Carofilis, el cuerpo de la ‘carishina’ es el cuerpo que reta los roles de género impuestos a través del juego, en comportamientos vistos como masculinos, al apropiarse del espacio público.
Por ello la ‘carishina’ y la puta tienen un vínculo que nace en el espacio público, en las calles inseguras y en el acoso callejero.
“La violencia de género se entiende como la imposición de roles tradicionalmente considerados como femeninos, entre ellos la pasividad, el confinamiento de las mujeres al espacio doméstico. Al igual que la puta, la ‘carishina’ denuncia la inseguridad en el espacio público y en los ambientes deportivos”.
Por ello, la imposición de los roles de género femeninos ha posibilitado la articulación entre lesbianas y aquellas heterosexuales que se ubican en la periferia de lo considerado femenino.
Un ensamble, por cierto, que está más interesado en los piñones de una bicicleta que en el hollín de una sartén. Para desdicha y lamento del rupestre pinchador de discos.