La masacre obrera, cien años después

Masacre obrera Guayaquil
Ilustración: Manuel Cabrera.
A un siglo de la masacre obrera aún quedan varias preguntas por hacer en búsqueda de justicia, pero aún muchas más acciones para emprender si se busca reivindicar la memoria.

“Pedir en nombre del derecho a la vida un pan es pedir una bala homicida; pedir en nombre de la justicia (es pedir) prisiones, maltratos, destierros; pedir amparo a la ley es pedir otro 15 de noviembre…”. 

Así definía la publicación sindical El Hambriento, del 6 diciembre de 1923, la situación de la lucha de los trabajadores en el Ecuador de inicios del siglo XX. Hoy, a cien años del llamado bautismo de sangre de la clase obrera y de la insurrección popular que tuvo lugar en las calles guayaquileñas, estas palabras resuenan para interpelarnos profundamente desde la memoria colectiva y el quehacer cotidiano.  

Empiezo haciendo énfasis en lo cotidiano, porque el sistema nos ha llevado a creer que ya no hay clases sociales. Somos “emprendedores”, “freelance”, etcétera, pero no trabajadoras/es de un sector específico. Y aun en formas de precarización extremas hay a quienes les cuesta reconocer que aquello implica el usufructo de una fuerza de trabajo. Así, palabras como “huelga”, “sindicato” u “organización” quizá ya no tienen el mismo peso o significado. 

En el Ecuador de inicios del siglo XX, el ferrocarril conectó dos de nuestras cuatro regiones naturales a través de ciudades estratégicas, y los productos y las personas viajaron con una rapidez nunca antes vista. El Estado laico fue un triunfo de la Revolución Liberal y se declaró la abolición de la prisión por deudas, liberando con ello a una gran cantidad de población indígena y negra de la esclavización en plantaciones y haciendas. Es decir que hubo un cambio ingente en las formas de producción y reproducción de la vida. 

A nivel global, la I Guerra Mundial cobró no solo vidas, sino que pasó factura a las economías dependientes; en nuestro caso, como país productor y exportador de cacao, vimos cómo esa industria entró en una aguda crisis. 

En ese escenario, era evidente que los cambios en el trabajo no tardarían en llegar. Para hacer posible una modernización total del Estado, en medio de una crisis económica, no solo se necesitó inversión en infraestructura, sino una gran fuerza productiva que pusiera en movimiento toda esa maquinaria. Ahí es cuando Guayaquil, el puerto principal, se convirtió en un punto político y económico estratégico, no solo para las élites, sino para la clase trabajadora pues, además de mercancías, arribaban ideas de transformación y justicia social. 

Una de esas ideas consistía en el bienestar de las clases populares. Si ellas eran las encargadas de producir y materializar la circulación de bienes, también eran las productoras directas de la riqueza nacional. Así fue como en octubre de 1922, los trabajadores de una de las principales empresas, Guayaquil and Quito Railways Co., presentaron un primer pliego de peticiones a su gerente, John C. Dobbie. 

Cabe recalcar que a las extensas jornadas de trabajo, de doce hasta catorce horas, entre las cuales no cabían horas completas para descansar, se sumaban las constantes arbitrariedades patronales. De ahí que no solo el respeto a las ocho horas de trabajo fuera una de sus principales demandas, sino también una serie de exigencias que plasmaban una solidaridad de clase que leía el impacto de la explotación sobre su cuerpo colectivo, tales como el acceso efectivo a medicina, reincorporación de compañeros despedidos, reglamentos claros, incremento salarial, etcétera. Es decir, un conjunto de condiciones mínimas que garanticen su estabilidad y seguridad en varios aspectos. Con ello, quedó puesta una primera piedra para edificar las movilizaciones venideras. 

Dos días después de este anuncio, el 19 de octubre, la huelga se generalizó hasta conseguir la paralización total del servicio. Como consecuencia, los trabajadores recibieron amenazas por parte de la empresa y el Estado. Este último, echando mano de sus aparatos represores, militarizó las vías del ferrocarril con el objetivo de suprimir la huelga. Esta acción no solo buscaba imposibilitar la protesta, sino medir la fuerza del Estado contra los trabajadores y sus demandas. 

Claro que la represión misma habló de una priorización y apoyo a intereses privados. Y una parte importante de la opinión pública avaló la presencia de militares y reconoció al Ejército como «el guardián de los derechos del pueblo”. Tal era el grado de protección que merecía la empresa privada, que cualquier trabajador que estuviera cerca de talleres de la compañía podía enfrentar procesos de criminalización, con prisión incluida, de acuerdo al Código de la Policía de la época.  

Para ese momento de la historia, los trabajadores del ferrocarril contaban con el apoyo de la localidad donde se asentaba la estación de arribo del tren en Guayaquil: Durán. Y es que si aquella empresa fue astuta para captar prácticamente toda la mano de obra de la localidad, la comunidad fue aún más hábil para aunar sus lazos de fraternidad. De esa manera, el poder represivo del Estado fue detenido por los cuerpos de mujeres y niñas/os que “se extendieron, como durmientes en la línea férrea, para evitar el paso de locomotoras de los rompehuelgas”, según las fuentes de la época, garantizando así el éxito de las medidas. 

Para el 26 de octubre, ya los ferroviarios contaban con el apoyo de organizaciones como la Asociación Gremial del Astillero y la FTRE. 

La huelga de los trabajadores tuvo eco pronto en la empresa de luz eléctrica y carros urbanos, que el 8 de noviembre hizo públicas sus demandas. Estas sumaban más elementos que la anterior, como el pago de horas extras, respeto a la organización gremial, entre otros. La respuesta de los patronos esta vez no fue la de negociar, ni siquiera reprimir, sino secuestrar a los trabajadores para hacerles cumplir su labor. Ante esas medidas, la solidaridad se multiplicó en cuestión de días y las calles se fueron calentando. 

Para el 10 de noviembre, obreros fabriles, artesanos, tipógrafos, trabajadores del astillero, entre muchos otros, se sumaron al llamado de los sindicatos, declarando un Paro General. El 14 de noviembre se movilizaron cerca de treinta mil personas; estaba claro que la fuerza se encontraba de lado del pueblo. Se llegó entonces a un punto sin retorno: las organizaciones reclamaban la libertad de los presos políticos y, además, presentaban sus agendas.

La clase política, por su lado, encabezada por el entonces presidente José Luis Tamayo, propició una ola de violencia simbólica con la que intentó restar importancia a las demandas populares, desacreditar a sus dirigentes y justificar una potencial y sanguinaria represión. 

Mientras Tamayo ordenaba a Enrique Barriga, jefe de la III Zona Militar de Guayaquil, “recuperar la tranquilidad cueste lo que cueste”, este a su vez señalaba a “los impreparados cholos” como el objetivo de su ataque. El más violento habría sido Carlos Arroyo del Río, que en su calidad de presidente de la Cámara de Diputados aseguró, el 14 de noviembre: “si la chusma hoy se levantó riendo, mañana se recogerá llorando”. 

A todo esto, una parte de la prensa contribuyó con su propio acervo: “salteadores”, “extremistas”, “criminales” y “socialistas”.

La mañana del 15 de noviembre fueron movilizados a Guayaquil los batallones militares Marañón y Cazadores de los Ríos, liderados por uno de los gamonales costeros: Efrén Ycaza Moreno, quien era conocido por perseguir y usurpar, con su batallón, la tierra de campesinos. Se había preparado entonces un ataque contra las organizaciones sindicales y gremios varios de trabajadores/as que, a su vez, habían sido convocados para la liberación de los presos políticos en días anteriores. 

Sin embargo, al llegar a la Gobernación se reveló la emboscada. No existía tal liberación, sino el descargo del Ejército Nacional y la Policía de Guayaquil. 

De la vía que cruza el centro de Guayaquil, la avenida 9 de Octubre, existen varios testimonios que dan cuenta de cómo se armó la estrategia represiva. A. Mora:Chávez (compañero) cae muerto a pies míos. Entonces yo me acosté en el suelo rodando, hasta que llegué a San Francisco, pero allí estaban los hombres amontonados porque había guardia en Rocafuerte y 9 de Octubre, en Pichincha y 9 de Octubre, en Malecón y 9 de Octubre, para que no salga nadie de ese ruedo. Y por acá, por el lado oeste, por 9 de Octubre, había metralla”. 

Es decir que la Gobernación no fue sino el punto alrededor del cual se habían apostado militares y policías dispuestos a abrir fuego. Luego de abatir a obreros y sindicalistas, saldrían de esos mismos lugares para librarse de los cuerpos de sus víctimas, tirándolos al río Guayas. 

Pero el testimonio de A. Mora continúa: “Entonces es que la negra Julia, abanderada del Sindicato de Lavanderas, agarra la bandera y la tira a un capitán que estaba de guardia allí y le dice: ‘Capitán, Usted respeta o no la bandera del Ecuador’ y como que el Capitán se sorprendió, nosotros aprovechamos y les caímos y gritamos ‘Vivan las mujeres’. La Negra Julia tuvo ese gesto compañeros, ahí fue la huida de tantísimos amontonados que estaban allí dentro, sino quién sabe cuántos más habrían muerto”. 

Así como la Negra Julia, muchas otras mujeres de centrales feministas, reconocidas como bolcheviques, así como de asociaciones obreras, participaron durante el 15 de noviembre de 1922. Los nombres de ellas, así como el de las mujeres en Durán que se apostaron en los rieles del tren, sin embargo casi no constan en la historia. Las lecturas posteriores a la masacre harían de menos no solo el número de asesinados, sino el rol de las compañeras. 

Un periódico de Quito se mofaría a través de un editorial en que refiere lo siguiente sobre el centro feminista Rosa Luxemburgo: “su fuerza radica en su debilidad para mover corazones caritativos, ellas no están para huelgas”, mientras que José María Velasco Ibarra, como secretario del Consejo de Estado, directamente lo negaría todo: “no hay tal masacre, no hay tal crimen, lo que hay es unos cuantos ladrones que han asaltado almacenes para robar”. 

A cien años de la masacre obrera aún quedan varias preguntas por hacer en búsqueda de justicia, pero aún muchas más acciones para emprender si se busca reivindicar la memoria obrera. Ahora que asistimos a un centenario de la masacre, es fundamental aprender de la historia y de las organizaciones de trabajadores/as. Encontrar los génesis de viejos estereotipos nacionales… Arrojar nuevamente cruces sobre el agua, en memoria de los cientos de personas que allí descansan, celebrando y honrando su valentía. 

Aquí una lista de sus nombres, a quienes me gustaría dirigir este breve repaso por los hechos, a modo de cierre: 

Hermanas Romero Paredes, trabajadoras de la Lavandería La Lira.

La Negra Julia, sindicato de lavanderas. 

María Montaño, vendedora ambulante. 

Juan Baldeón, gremio de panaderos.

Rosario Rosales, 

Mercedes de Rojas, 

Ofelia Marchán, 

Clara Rojas, 

Zoila Posligua, 

Virginia Zarco, 

María Santos, 

Vicente Rodríguez, 

Lucelinda Pacheco, 

Marina Moncayo, 

Lidia Herrera, integrantes del Centro Feminista Rosa Luxemburgo. 

Manuel Muñoz, 

Benito Arellano, 

Manuel Sánchez, 

Belisario Villalta, obreros secuestrados por sus patronos. 

Juan Huapaya, secretario de la Asamblea de Trabajadores Luz y Fuerza, deportado a Perú después del 15 de noviembre. 

A ellos y ellas, a las organizaciones de artesanos, obreros, peluqueros, tipógrafos; a quienes pudieron reconstruir la memoria y luchan todos los días por condiciones dignas de trabajo.

Referencias:

Ayala, Enrique. Resumen de la Historia del Ecuador. Quito: Corporación Editora Nacional, 2008.

Ayala, Enrique, Fausto Jordán, Alejandro Moreano, Rafael Quintero, y Álvaro Sáenz. EL 15 DE NOVIEMBRE DE 1992 Y LA FUNDACION DEL SOCIALISMO RELATADOS POR SUS PROTAGONISTAS (segunda parte). Quito: Corporación Editora Nacional, 1982.

Ycaza, Patricio. Historia del movimiento obrero ecuatoriano. Quito: CEDIME, 1984.

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