En los barrios considerados zonas rojas en Manta hay un debate constante entre la vida y la muerte. Adolescentes y jóvenes mueren cada día por peleas entre bandas, asegura la Policía.
Sin embargo, también mueren inocentes. Las estadísticas oficiales reportan que el 79% de asesinados no tenía antecedentes penales.
Es domingo y hoy alguien va a morir en Manta. Siendo más específico, lo van a asesinar.
Existe esa posibilidad. En los últimos 12 días, desde el pasado domingo 24 de septiembre hasta el jueves 5 de octubre, 17 personas fueron asesinadas.
La cifra aumenta los fines de semana.
El domingo 24 de septiembre, por ejemplo, mataron a cinco personas. Y el sábado 7 de octubre, dos fueron baleadas. Una de ellas no sobrevivió. La mayoría de estos asesinatos ocurren en los barrios periféricos, los consideradas zonas rojas, donde la vida es corta y el sufrimiento, interminable.
Hasta finales de octubre de este año, en el Distrito Policial de Manta —que también corresponde a los cantones de Montecristi y Jaramijó— se han registrado 244 muertes violentas.
Estos son números fríos. ¿Qué historias hay detrás?
El barrio lo mató
El día que fue asesinado, Jostin Ortega, de 16 años, tenía bajo el brazo una patineta. No la dejaba nunca, le encantaba patinar.
La noche del martes 3 de octubre, Jostin salió a comprar una cartulina a tres cuadras de su casa.
Vivía en la calle 110 de la parroquia Tarqui, una zona donde este año han sido asesinadas siete personas. Esta parroquia está considerada como zona roja, “un barrio peligroso”.
Jostin llegó a una esquina, saludó a sus amigos y de pronto, varios sicarios se bajaron de un carro y les dispararon a todos. El resultado fue un muerto y tres heridos.
Jostin estaba entre los sobrevivientes. Sus familiares lo trasladaron al hospital. Los médicos trataron de salvarle la vida. Resultó imposible. Una bala había destrozado su masa encefálica. Falleció casi a la media noche.
“Fue difícil que se salvara”, dijo su tío, Daniel Gonzales. “Le dieron un tiro en la cabeza con fusil y otro, en las piernas. Llegó muy mal al hospital. Él sólo estaba saludando a unos amigos”.
La 110 es una calle larga que nace en el malecón de Tarqui y termina en la avenida 113 de Manta. La atraviesan al menos 10 calles, donde además hay callejones y negocios: decenas de comercios y tiendas con sus rejas y ventanitas de 50 centímetros de diámetro, por donde los comerciantes, reciben el dinero y pasan los víveres que les compran.
En ese barrio creció Jostin. Y también murió.
Aunque no debía morir. Iba a cumplir 16 años. Estudiaba en un colegio cercano, el Bahía de Manta. Jostin tenía sueños. Todos en el barrio los tienen. Pero el barrio consume, envuelve y en ocasiones, mata.
La 110 ya es considerada peligrosa. La Policía asegura que las muertes tienen que ver con peleas entre bandas.
No obstante, Jostin se cuenta en el 79% de asesinados sin antecedentes penales.
“A Jostín lo mataron por equivocación, se encontraba en el lugar y en el momento incorrectos”, sostiene su tío Daniel, de baja estatura, inconsolable por el sorpresivo duelo.
“Él no andaba metido en nada malo, sólo llegó allí. Y como ahora, los sicarios echan bala a todo el mundo por matar a sus enemigos, le dispararon a mi sobrino, ¡y lo mataron!”.
A Jostin lo mató el barrio.
El miércoles 4 de octubre, en la sala de la casa donde vivía Jostin, su familia colocó cortinas blancas. También cuatro candelabros y un Jesucristo con los brazos abiertos, sostenido por una cruz.
En el centro de la sala, un ventilador intentaba refrescar a los asistentes al velorio de Jostin, en medio de un calor de 30 grados, que iba en aumento al compás de la humedad.
Cerca del ventilador, sus familiares colocaron el ataúd que recibiría el cuerpo del adolescente. Sin embargo, la llegada se demoró más de lo previsto. En la morgue, el trámite para retirar el cadáver tardaba y el ataúd seguía esperando. Es que en los últimos meses, en esa dependencia “hay demasiado trabajo”.
Mientras la familia esperaba el cuerpo, el hermano de Jostin, de unos 17 años, guardaba un sepulcral silencio. Su mirada no se apartaba del suelo y le costaba articular palabra. En él, todo era tristeza y desolación.
“Mi hermano iba a cumplir 16 años el 28 de octubre”, dijo en un susurro y volvió a ensimismarse.
Luego de dos minutos soltó otra frase:
“Estaba en primero de bachillerato, su pasión era andar en patineta. Los amigos y yo lo molestábamos, diciéndole que no la dejaba ni para ir al baño”.
Acto seguido, como un autómata, el muchacho se levantó del mueble donde se encontraba sentado y salió a la calle. El borde de su camiseta le sirvió de pañuelo. Con ella secó las lágrimas que le caían por el rostro.