Percibir la sensación de estar navegando todo el día.
Sentir el deseo recurrente de estar en tierra firme, porque son muchos los años de vivir a merced de los oleajes.
Tener al agua como compañera desde que amanece, hasta que la noche enciende lánguidas luces a lo largo de la orilla interminable.
Así ha sido más de la mitad de la vida para Juan Pablo Velarde, nacido en Mocache —uno de los once cantones de la provincia de Los Ríos— hace 65 años.
Juan Pablo es un tipo de hablar pausado que entretiene sus manos pelando papas junto a su esposa, Estela Carriel.
Mientras tanto, el viento sopla con entusiasmo sobre ese lado del río Babahoyo —ubicado en la ciudad del mismo nombre , que además es la capital de la provincia de Los Ríos— y trae una mezcla de olores, entre los que se destaca el de marisco.
Un lugar turístico…sin turistas
El arco que forma el puente de “La Roldós” o “La Virginia” —como se lo conoce— ofrece un paisaje lacustre de escaso movimiento.
¿Será porque es martes?
No hay turistas. No hay transeuntes paseando en el malecón, inaugurado hace apenas un año. Sólo uno que otro pescador se aferra a la esperanza de que en lo profundo del río, algo pueda haber y así se compense la faena diaria.
Para colmo, el día está gris y el agua…todavía más.
Casas que flotan en el río Babahoyo
Llegar hasta donde hombre y mujer trabajan para ganarse la vida —una especie de cabaña ubicada entre dos casas— supone varios riesgos: perros famélicos de mirar fiero, endebles puentes de caña que sólo aceptan los pies de los dueños de casa y la hostilidad de algunos vecinos, a quienes no les interesa hablar de sus vidas, ni siquiera un poquito. Se esconden.
En el interior, aunque pareciera que sus trastos están desordenados por lo pequeño del espacio, no lo están.
Una nevera, una cocina, un dispensador de agua, sillas de plástico y utensilios menores arrimados a una pared de caña —cuyas rendijas alumbran como si fueran filamentos de oro—es todo el moviliario. La cama, en un rincón, sugiere que allí sólo hay espacio para dos.
Juan Pablo, reacio a la cámara, habla pausado. Pero habla. Dice que llegó a Babahoyo, a trabajar en una hacienda arrocera muy joven, desde su natal Mocache. Y por un malentendido lo echaron, luego de 20 años de darle a los desmontes:
“A mí y a unos amigos nos acusaron de habernos robado 10 quintales de arroz. Fue un pretexto para botarnos sin un centavo.
Yo me libré de ir a la cárcel. Pero a un amigo sí lo metieron en cana”, recuerda don Juan Pablo, sin dejar de mirar las papas que pela y que una de sus hijas transformará en papipollo y venderá en una esquina del centro de Babahoyo.
Al amigo de Juan Pablo le metieron 14 puñaladas en la prisión y la casita flotante —fabricada con caña, zinc y palos viejos de balsa, cuyo nombre científico es Ochroma Pyramidale— cambió de dueño de manera abrupta, por ese antojo del destino.
—Entonces vine acá. Y eso no fue lo más feo (lo peor). Si tiene tiempo y no está apurado, le cuento.
Cuando Juan Pablo se mudó a orillas del río Babahoyo, cierto sector de las casas flotantes era utilizado como prostíbulo y conocido como “Las Balsas”. Lo cual generó líos, ya que nunca faltó un borracho que se cayera al río “con prostituta y todo”.
—Había harto relajo. Pero las cosas fueron cambiando poco a poco —manifiesta este habitante de las aguas mientras el tazón, parece haberse llenado de papas.
A dos metros de la casa flotante de Juan Pablo, hay una similar: pura caña, pura balsa y puro zinc.
Es de un hijo que, a esas horas, se ha ido a buscar trabajo “de lo que sea”. Porque eso de andar pescando quedó para los viejos, para los enamorados del río, esos que se dan por satisfechos cuando un bagre bigotón muerde el anzuelo.
El diálogo decae cuando doña Estela, algo fastidiada por esa exposición de intimidades al aire libre en la que no ha tenido participación alguna, le pide a su marido que vaya por otro poco de papas para pelar. Aún es temprano y se puede hacer algo más.
Años ha…
Nadie sabe con exacttitud cuándo el río comenzó a poblarse de casas flotantes, también conocidas como balsas.
Los conquistadores españoles en el siglo XVI, encontraron este tipo de vivienda, cuando arribaron a costas ecuatorianas.
Si se retrocede más en el tiempo, la historia cuenta que, pobladores de la Cultura Manteña-Huancavilca —cuya antigüedad data de 800 a 1535 años después de Cristo—, utilizaban balsas flotantes para navegar grandes distancias, desde México hasta Perú.
Los registros gráficos del investigador alemán, Alexander von Humboldt, quien visitó por ocho meses el Ecuador en 1802, también lo documentaron.
En el caso específico de Babahoyo, su desarrollo —en la época colonial— tuvo que ver con el comercio fluvial entre sierra y costa.
A estas conclusiones llegó el arquitecto Juan Carlos Bamba, profesor de la Universidad Católica de Guayaquil y autor del libro “Hábitats flotantes”:
“El itinerario comprendía la navegación en balsa desde Guayaquil hasta Babahoyo, donde se efectuaba una transición al transporte terrestre mediante mulas.
Las balsas fueron adquiriendo un rol significativo en el transporte de mercancía y productos agrícolas.
Babahoyo se convirtió en las Bodegas Reales de la Aduana, y llegó a ser el segundo puerto fluvial de Ecuador”.
Según el mismo autor, “estas casas flotantes son consideradas un elemento integral de la arquitectura vernácula del país, en la que el conocimiento de las técnicas constructivas se transmite de generación en generación.
Desde el año 2010, este conjunto ha sido incorporado a la lista de bienes culturales inmateriales del Ecuador, en la categoría de técnicas artesanales”.
Ni Estela ni Juan Pablo saben que los ocho metros cuadrados que ocupan tienen tal categoría.
Es más, parecería poco probable que un sitio en donde la energía eléctrica llega por cables conectados ilegalmente; en donde el agua que utilizan —para el baño, para preparar los alimentos y para beber— es la misma que los sostiene y en donde la basura no se la lleva el recolector, sino la marea o el viento.
Éxodo masivo
Sería por eso que, en el año 2016, decenas de familias prefirieron mudarse a la Ciudadela Brisas del Río, construida por el Ministerio de Desarrollo Urbano y Vivienda —con el fin de darles una nueva alternativa a los habitantes de las casas flotantes— en la vía a Montalvo, cerca del sitio “Puerta Negra”.
Ese éxodo redujo la población lacustre en el río Babahoyo, tanto del lado de la parroquia El Salto, cuanto de la parroquia Barreiro.
Teodoro Crispín, pescador de 70 años, viudo, de piel casposa porque el sol le ha hecho daño, fue de los que el Ministerio de Desarrollo Urbano y Vivienda propuso dejar su casa flotante.
—Qué me voy a ir de aquí, ¡no, señor! Me cuentan que la gente que se fue está fregada con la delincuencia, aparte de que es lejos. Ni los taxistas quieren ir allá. Yo no cambio mi río por nada. Aquí tengo de todo. Me asomo a la ventana, echo el anzuelo para pescar y listo, ya tengo qué comer.
De Crispín se cuenta que hace algunos años —como era muy dado a empinar el codo—mientras dormía, luego de una larga juerga entre pescadores, una creciente embravecida aflojó los amarres de su casa flotante y la arrastró varios kilómetros aguas abajo.
—La gente es jodida, siempre habla, ¿usted va a creer semejante cosa? —dice, en tanto echa una mirada de soslayo a un grupo de jóvenes que fueron quienes comentaron, entre risas, la anécdota del casi naufragio de la casa flotante de Crispín.
producto de turismo cultural“.
Tanto él como Juan Pablo coinciden en que cuando el invierno arrecia y el río Babahoyo asume ínfulas dictatoriales, lo que se hace es recoger las amarras —como si fueran embarcaciones— y llevarlas hasta el tope de la orilla.
Lo mismo procede con los cables de energía eléctrica y los puentes, los cuales se recortan, o mejor aún, se quitan. Todo depende de cuánto crezca el río. “Así ha sido toda la vida”.
¿Cómo es dormir en una casa flotante?
En la zona del río Babahoyo conocida como El Salto, quedan ocho casas flotantes. Otras se hallan en Barreiro. Sin embargo, entre ambos sitios no llegan a veinte.
Y aunque unas están en mejores condiciones que otras, el día y la noche, para todas, transcurre de la misma forma.
Crispín, quien vive en compañía de sus bártulos —un catre, una cocina y un televisor— afirma que en las noches no hay mucho que hacer, aunque sí hay que “pelar el ojo” por si acaso algún mañoso:
—Aquí no se roban nada. No hay nada de valor. Pero usted sabe, el diablo es puerco y puede que alguien quiera hacerme daño, digamos.
Convencido de que su “barrio” es el mejor, Crispín cuenta que, a veces, sale a conversar con sus vecinos a tierra firme, al parque o al malecón, a cuyos lugares se accede por una cuesta que separa el río de la tierra y desaparece en invierno .
—Como en todo lugar, aquí nos juntan los amigos a dialogar de política, deporte o la situación económica. También nos echamos una partidita de naipes.
En el río Babahoyo, hay casas flotantes con televisor y hasta con antenas de televisión por cable. Sin embargo, no siempre es posible disfrutar de una buena señal: los cables, a merced del viento, suelen moverse más de lo debido y esto complica la conexión.
Para Crispín, “la brisa del río es la mejor. A veces es tan fuerte, que muchas casas han perdido los vidrios de las ventanas. Pero lo arrulla y con el vaivén del río, siente que duerme sobre una hamaca”.
“No, gracias”
El babahoyense, Carlos Torres de 21 años, no vive en una casa flotante, pero es como si lo hiciera porque pasa algunas horas al día cerca de ellas.
Hace poco salió del cuartel y ahora está en el parque de Babahoyo, buscando trabajo en un periódico arrugado.
Es parte de la tropa de mozalbetes que mencionaron la anécdota de Crispín y no tiene empacho en contar otra. Aunque le cueste poner los pies en polvorosa:
—No vaya a aceptar nada que le brinden en esas casas. Y menos si es pescado, tenga cuidado.
Su risa contagia a los demás que, en número de cuatro, aprueban lo que dijo.
—En las casas flotantes, la gente hace sus necesidades sobre el río. Entonces, los peces se alimentan de la caca. Luego los pescan y ya sabe usted…
Lo dicho por Carlos no dista de la realidad.
En efecto, las casas flotantes carecen de baterías sanitarias. Los desechos, orgánicos o inorgánicos, irremediablemente, van a parar al agua del Río Babahoyo, con el consiguiente riesgo de ser engullidos por los peces.
—Por eso, si le ofrecen pescado, usted diga: “no, gracias.
Un problema de varias aristas
Henry Layana, presidente de la Casa de la Cultura, Núcleo de Los Ríos, cree que las casas flotantes tienen una connotación cultural múltiple.
“Las casas no son sólo fuente de inspiración para artistas.
En la zona se han desarrollado festivales de danza, recitales de poesía, obras de teatro. Es decir, se genera arte y cultura.
Por lo tanto, las casas flotantes no sólo sirven para reflejar un aspecto de la identidad riosense. Son, en sí mismas, generadoras de cultura”.
Para el funcionario cultural es importante robustecer sus estructuras físicas, darles un matiz alejado de lo que él llama “estigmatización”.
Extracto de la tesis “Análisis de las casas flotantes sobre el río Babahoyo como potencial
producto de turismo cultural”.
Considera injusto que se crea que en ellas habitan personas de malos antecedentes, o dudosa reputación.
“Que hace muchos años hayan funcionado allí —en dos o tres casas— prostíbulos, no quiere decir que todas las casas flotantes eran centro de perdición.
Las personas que viven ahí son pescadores en su mayoría, hombres del río y no le hacen daño a nadie”.
Lo cierto es que las casas flotantes están desapareciendo poco a poco, como si el río las engullera o se las llevara sin rumbo fijo.
Desinterés de las autoridades, falta de apoyo de la empresa privada o el simple cansancio acumulado de sus habitantes, son factores determinantes a la hora de hacer un balance de cuántas casas quedan a flote.
Crispín quizás lo explique mejor:
—Esto no va a cambiar. Las autoridades ofrecen y ofrecen pero nunca hacen nada, nunca cumplen. Uno se morirá con casa y todo, hasta que no quede ninguna. Venga después de unos añitos y verá”.
La sombra de su cuerpo delgado tiembla en el río sin que en ella se note su desesperanza.
Al fin y al cabo, el viento y la marea —como lo aseveran los habitantes de las casas flotantes—, siempre se llevan todo lo malo. Incluso, la resignación…