El cielo de Quito, en una tarde de verano, se presenta como una artista impredecible, decidida a cambiar sus tonos con la misma rapidez que las emociones humanas.
Aunque la temperatura promedio en esa época del año podría sugerir lo contrario, las tardes quiteñas, a menudo, se cierran con una lluvia pertinaz y sorpresiva que envuelve la ciudad y la transforma, en segundos, en una postal de invierno.
En uno de esos atardeceres veraniegos encontré refugio en un café, junto a dos queridas amigas, que igual al cielo quiteño , nunca dejan de sorprenderme con sus pensamientos y reflexiones.
Cada una, con una perspectiva única, crea un mosaico de voces que envuelven. Estoy con ellas, escuchándolas, dejando que sus palabras y reflexiones se entrelacen con mis propios pensamientos.
En el centro de nosotras, un tema tan ancestral como controvertido, emergió, tomándose la conversación. La virginidad.
—Es una contradicción. Porque existe un doble discurso: la sociedad la venera y, a la vez, la desprecia. Reflexionó Matilda, mirando a través de la ventana. Una lluvia fina dibujaba caminos sobre el cristal, como los incontables senderos que ha recorrido el concepto de virginidad a lo largo de las épocas.
Históricamente, hemos asociado la virginidad con la ausencia de coito vaginal, reduciendo la inmensidad del océano erótico a un mero estanque. Como si la danza del deseo y el placer se limitasen sólo a un paso, relegando los demás a meros preludios. O, peor aún, a movimientos “desviados” y “antinaturales”.

Sonia intervino con una mezcla de inquietud y certeza:
—Pero, ¿de qué virginidad hablamos? ¿De esa que es un regalo precioso, porque es por elección, o de aquella que se convierte en una cadena pesada?
Sus palabras evocan ese doble filo de la virginidad. Los hombres, a menudo, instados a liberarse de ella como un rito de paso hacia la masculinidad, y las mujeres, presionadas para preservarla, como si fuese un tesoro que define nuestro valor.
Es imposible obviar la sombra imponente de la cultura y la religión, que han construido una fortaleza alrededor de la sexualidad, tildándola de inmoral. Las manos de la tradición católica, como hojas secas, susurran palabras de pecado…
“Las señoritas juntan las piernas para sentarse”
La nostalgia, en ocasiones, tiene el don de envolvernos de la forma más insospechada. Esa tarde en Quito, mientras la lluvia creaba una melodía suave en el fondo, mis amigas y yo nos sumergimos en un mar de recuerdos que nos llevó a las calles y patios de nuestra infancia.
El café aún caliente, actuaba como elixir, permitiéndonos desenterrar aquellos momentos, que de alguna manera, habían definido nuestras percepciones sobre la feminidad y la virginidad.
Matilda mencionó:
—¿Recuerdan cuando nos decían que no debíamos hacer la ‘bicicleta’ en el aire, porque podíamos ‘perdernos’?

Sonia y yo asentimos, esbozando sonrisas cómplices. El eufemismo de “perderse” era un viejo código para referirse a la pérdida de la virginidad.
—No sólo eso. Mi madre decía que montar a caballo también era peligroso. ¡Imagínense! Me tuve que quedar con las ganas de aprender, hasta que ¡por fin! siendo adulta, decidí hacerlo—completó Sonia, mientras su largo cabello oscuro se movía a la par que sus gestos.
La charla continuó, con cada una de nosotras compartiendo esos mitos que nos habían acompañado desde la niñez. Evocaciones como “no descuartizarse”, “evitar abrir demasiado las piernas en juegos” o “ser cuidadosa al sentarse” se convirtieron en protagonistas de nuestra conversación.
Era curioso cómo, a pesar de haber crecido en diferentes hogares y con distintas familias, esos mitos sobre la virginidad y la feminidad nos habían acompañado a todas.
Con cada anécdota compartida, se dibujaba un retrato claro de la cultura en la que crecimos, una cultura que, de muchas maneras, había intentado definir y limitar nuestra relación con nuestros propios cuerpos, envolviendo la noción de virginidad en un manto de misterio y precaución.
Los paradigmas que nos unen y separan
Sin embargo, lo más revelador de esa tarde no fue la constatación de esos mitos y paradigmas, sino el hecho de que todas, desde nuestro crecimiento y entendimiento como mujeres, habíamos desafiado y dejado atrás esas ideas preconcebidas.
Ahora, desde la distancia, podíamos reír y reflexionar sobre ellas, reconociendo el poder de cuestionar y redefinir nuestras propias narrativas.

Con el final de la tarde, nos despedimos con abrazos cálidos y la certeza de que, si bien nuestra infancia estuvo marcada por mitos y tabúes, nuestra adultez estaba siendo definida por la libertad, la autodeterminación y el amor propio.
Al final, la pregunta podría ser: ¿Hasta cuándo dejaremos que discursos externos definan lo que debería ser una elección personal e íntima?
La lluvia se cansa y se aleja, y como el agua que desciende purificando, quizás sea momento de limpiar las antiguas nociones y permitir que cada mujer decida y defina su propio camino sin juicios ni paradigmas preestablecidos.
Porque, después de todo, la virginidad no debería ser un yugo, sino una elección personal.
En la Antigüedad, el himen era considerado un impedimento para que los hombres tengan acceso carnal a las mujeres
Después de despedirme de mis amigas, con la mente envuelta en las reflexiones del café, me dirigí a casa.
La noche de Quito parecía perfecta para recluirme en mi biblioteca, ese rincón personal lleno de recuerdos y conexiones.
Acomodándome en mi escritorio, la madera cálida bajo mis dedos, encendí una lámpara y me sumergí en investigaciones que había estado consultando en días anteriores. Las palabras se desplegaban ante mí como notas musicales, narrando las historias y dilemas de épocas pasadas.

A medida que exploraba estas fuentes, un hecho resultó desconcertante: el himen, una estructura anatómica de importancia en las discusiones contemporáneas, tenía una connotación diferente en los tratados médicos de la Antigüedad .
Las investigaciones de Paloma Moral de Calatraba, de la Universidad de Murcia concluyen que la intervención en “mujeres cerradas” fue un tema de discusión en las obras médicas de esa época.
Desde los tratados hipocráticos hasta textos de Celso, Oribasio, Sorano, Aecio de Amida y Pablo de Egina, describen procedimientos destinados a resolver este “problema”.
Lo perturador es que, aunque estas intervenciones médicas se dirigían a las mujeres, no estaban orientadas a aliviar algún malestar o problema específico de ellas.
En lugar de eso, se centraban en facilitar el acceso sexual al cuerpo femenino por parte de los hombres, y en garantizar que las mujeres pudieran concebir y obtener el estatus de madres. Un hecho revelador, que muestra cómo, las estructuras de poder y las normas sociales de la época, estaban profundamente arraigadas en la medicina.
Muscio, quien en el siglo VI tradujo al latín la “Ginecología” de Sorano, ofreció detalles intrigantes sobre esta obstrucción.
Si esta membrana se formaba externamente, la mujer quedaba imposibilitada para la actividad sexual, la concepción y la menstruación. Si crecía en la parte intermedia de la vagina, sólo podía menstruar. Si se desarrollaba cerca del cérvix, podía mantener relaciones sexuales, pero no menstruar ni concebir.
Los rincones de la historia nos muestran que la anatomía femenina ha sido, desde tiempos inmemoriales, un territorio de exploración y misterio. Las percepciones de los médicos de la Antigüedad reflejan, no sólo la comprensión médica de la época, sino también las complejidades socioculturales en torno al papel y estatus de las mujeres.
Al caer la noche y con los ecos del pasado resonando en mis pensamientos, me sentí aún más intrigada por estos enigmas. Estos pasajes de la historia nos muestran la importancia de mirar atrás para entender la evolución (o involución) de nuestras percepciones actuales.

Las “mujeres cerradas” en la Baja Edad Media iban a parar al convento
Siguiendo las investigaciones de Paloma Moral de Calatraba, descubro la postura de la Iglesia en la Baja edad Medieval sobre el sexo en el matrimonio.
¿Por qué, me pregunté, en una época caracterizada por su rigor moral, se consideraba no sólo permisible sino necesario el acto conyugal?
Para la Iglesia, el fin principal del matrimonio era la procreatio prolis, es decir, la perpetuación de la especie humana.
Sin embargo, Paloma Moral de Calatrava plantea una cuestión que pocos consideran: ¿qué sucedía en esa época, si una pareja era incapaz de consumar el matrimonio?
Las referencias apuntan a la sedatio concupiscentiae, una justificación que tenía como fin evitar la tentación y el pecado mortal de la lujuria, al promover la relación marital con el único fin de procrear.
Sin embargo, el sedatio concupiscentiae trajo consigo un dilema inesperado. Según las Escrituras, el matrimonio de los padres de Jesucristo era inconsumado, lo que proponía una contradicción teológica.
¿Cómo podía considerarse al Salvador un hijo legítimo bajo estas circunstancias? La literatura doctrinal de la época, densa y abundante, trató de sortear este embrollo teológico.

En 1234, el Papa Gregorio IX encargó a Raimundo de Penyafort la compilación de leyes eclesiásticas, que se consolidaron en las Decretales de Gregorio IX o Liber Extra.
Estas leyes daban un peso definitivo a la consumación en la validez del matrimonio. La incapacidad de cumplir con la “deuda conyugal” se erigía como una de las razones principales para la anulación matrimonial.
Y aquí, la investigación de Moral de Calatrava, presentaba un giro aún más intrigante. Según las referencias, los hombres que eran diagnosticados con impotencia natural no podían contraer matrimonio.
Pero aquellos bajo un “maleficio”, que les hacía impotentes sólo con ciertas mujeres, podían volver a casarse.
Las mujeres, por su parte, enfrentaban otro tipo de dilema.
Si eran incapaces de consumar, se les etiquetaba como “mujeres cerradas”, y se veían confrontadas a decisiones drásticas: optar por una vida monástica o someterse a procedimientos para “abrirse” y así concretar su unión marital.
Al finalizar mi jornada, mientras el aroma de café lojano recién pasado llenaba el aire de mi biblioteca, me puse a reflexionar sobre cómo, estos desafíos de la Edad Media, resuenan de formas inesperadas en nuestra época.
Las cuestiones de autonomía, intimidad y poder, siempre han sido, y continúan siendo, cruciales en la narrativa humana.

El himen y la sombra de la duda. ¡Ay, santos varones!
La mencionada investigadora, Paloma Moral de Calatrava realizó interesantes hallazgos. Por ejemplo, que la literatura médica grecorromana, con toda su riqueza y detalle, omitió mencionar el himen.
Sin embargo, como el mundo es una aldea desde tiempos inmemoriales, las conclusiones misóginas y machistas de los médicos persas Al – Razi e Ibn Sina (conocidos en occidente como Razés y Avicena) introdujeron en la medicina europea la idea de una virginidad tangible a través del himen.
La existencia de este tejido, al final, se convirtió en herramienta legal y religiosa: un signo que podía determinar la validez de un matrimonio. ¿Qué responsabilidad recaía sobre mujeres, obligadas a mostrar su intimidad ante otras, quienes a su vez testificarían ante tribunales religiosos?
Es que, la Iglesia Católica, preocupada por la moral femenina desde la lejana Edad Media, dictaminó a través de sus máximas figuras, como San Agustín, por ejemplo, que las mujeres no sólo debían poseer la prueba física de su pureza (asignada en esa época al himen) sino también llevar un cierto modo de vida: “recatado y casto”.
Por su parte, el obispo Alberto Magno, no dudó en arrojar sombras sobre la integridad de las mujeres en cuanto a su virginidad, sugiriendo que algunas podrían usar artimañas para engañar a examinadoras inexpertas.
Porque, las examinadoras eran mujeres exclusivamente, conocidas como matronas, parteras y obstetrices que no tenían estudios universitarios, al estar reservados de forma exclusiva a los hombres.
Más allá de si las afirmaciones de San Agustín y el Obispo Alberto Magno tenían algún fundamento o validez, lo más inquietante es el hecho de que hombres, supuestamente consagrados a asuntos divinos, estuvieran tan preocupados por la pureza y la anatomía de las mujeres.

Mientras reflexionaba, me golpeó la ironía: a lo largo de la historia, aquellos que debían estar alejados de preocupaciones terrenales y mundanas, hombres de Dios, mostraban obsesión por el control y la vigilancia a las mujeres.
Esta vigilancia y control sobre el cuerpo femenino, orquestada desde púlpitos y salones eclesiásticos, no sólo revela las paradojas de la historia, sino que también nos recuerda cuán profundo y arraigado ha sido el patriarcado en nuestra civilización.
Es una lección, y una advertencia, que no podemos permitirnos olvidar.
La libertad del ser. Ser o no ser
Mientras concluía este recorrido por la historia, mis pensamientos volvieron a la conversación con mis amigas.
Sentada en una pequeña cafetería y mirando por la ventana, rememoré nuestras voces, nuestras risas y nuestras reflexiones.
El aroma del café llenaba el aire y, a través del cristal, veía los arreboles veraniegos del cielo quiteño.
Me pregunté cuánto tiempo más las mujeres seguiríamos siendo manipuladas por mitos como la virginidad.

En medio de este mundo en constante cambio, donde los paradigmas de base son los más difíciles de derribar, mantengo el anhelo de un futuro donde las mujeres podamos vivir sin la sombra de expectativas y prejuicios impuestos por otros.
Donde cada una de nosotras pueda decidir su propio camino, sin sentirse atrapada en una narrativa predefinida.
El cambio de paradigmas. Una responsabilidad de hombres y mujeres
La responsabilidad de cambio no recae únicamente en las mujeres, sino también en los hombres.
La responsabilidad de cambio es de todos nosotros, como seres humanos que aspiramos a vivir en un mundo de igualdad y respeto.
Somos todos actores en esta evolución de paradigmas, que exige no sólo que las mujeres se liberen de las cadenas de los mitos sobre la virginidad, sino también que los hombres se unan a este cambio.

Es hora de que reconozcamos que la presión y los estereotipos en torno a la virginidad afecta a las mujeres. Pero también encierran a los hombres en roles y expectativas limitantes.
Es hora de desafiar las nociones de masculinidad tóxica que perpetúan la idea de que la conquista sexual es un indicador de valía.
Estamos en un momento de cambio. Un momento en el que podemos romper las cadenas de los mitos y crear un mundo donde cada individuo pueda dibujar su propia historia.