Cuando el monstruo está en el aula de clases

Ilustración Gabriel Cedeño.
Han pasado casi seis años desde que el caso Aampetra fue detonante para evidenciar que el abuso sexual rondaba en el sistema educativo mucho más de lo que imaginábamos. Las denuncias siguen: el Ecuador no puede bajar la guardia en el cuidado de sus niños.

Hace seis años, una noche lluviosa, estaba sentado en la sala de una casa en el sur de Quito, escuchando la historia más dura sobre la que he escrito. Hacía frío, el brillo de las calles mojadas y el reflejo de las luces de los semáforos sobre la calzada. Desde una computadora portátil sonaban canciones de rock latino y, pese al tiempo, lo sigo escuchando con claridad: 

Ella durmió

al calor de las masas

y yo desperté

queriendo soñarla.

Algún tiempo atrás

  pensé en escribirle

y nunca sorteé 

las trampas del amor. 

(Hay textos que tienen su propio soundtrack) 

Había peluches regados en la habitación, una mochila con el cierre abierto que dejaba ver libros y cuadernos y otros útiles escolares. Creo que nunca podré olvidar el momento en que la madre de una de las niñas me dijo, levantando la voz hasta casi gritar: “Yo no perdono. Lo odio de corazón porque en mi familia y en mi hija dejó una huella imborrable”. 

Me contaban la historia de las víctimas del caso Aampetra: 41 niños y niñas, de entre nueve y diez años, que fueron violados sistemáticamente por su profesor durante un año en una academia militar privada que lleva aquel nombre que nadie deberá olvidar. 

Durante la época del reporteo, madrugaba antes de que amaneciera para leer el expediente del juicio por el que el profesor violador fue sentenciado; y lo seguía leyendo por las noches, antes de irme a dormir. Leía los testimonios de esas niñas, de esos niños, las veces que les mostró pornografía, las besó, les hizo que se besaran, los obligó a golpearse, los tocó.

Un largo etcétera de atrocidades. “Cómo olvidar que todo pasó en esa aula”, me dijo la madre. “En esa escuela a la que yo pagué para que le dieran una buena educación a mi hija. Yo me sacaba el aire para pagar, mes a mes, para que la educaran, no para que le hicieran daño”. 

Cuando supe que tipeé el punto final, me desarmé. Lloré. Fui a ver a mi esposa, la abracé y lloré mucho. Fue demasiada atrocidad, tanta indignación y repulsión contenidas. “Necesito encontrar una historia que me devuelva la fe en la humanidad”, le dije. Por suerte, la encontré, pero eso es cuento aparte. 

Infografías: Gabo Cedeño.

El caso Aampetra removió mucho en el país durante 2017, luego de que —en julio de ese año— la Corte Constitucional ordenara la colocación, en el aula donde todo ocurrió, de una placa que decía: “En memoria de las víctimas de abuso infantil en el sistema educativo”.

Luego de esto se conocieron más casos, tantas personas se atrevieron a denunciar, a hablar, hubo nuevos colegios involucrados, en otras ciudades. Algo del miedo se perdió, era bueno que todo esto se conociera; pero fue doloroso, porque quedó en evidencia que la violencia sexual es un monstruo que mantiene sus uñas podridas dentro del sistema educativo desde hace mucho tiempo y mucho más de lo que pensábamos. 

Posteriormente, en agosto de ese año, en la Asamblea se formó la Comisión Ocasional Aampetra, con la misión de profundizar en el tema, escuchar nuevas denuncias, analizar el rol del Estado; los silencios, la inacción —o al menos la acción insuficiente—, los encubrimientos, las veces que se priorizó ‘el buen nombre’ de las escuelas en lugar de la justicia. 

Sobre el caso Aampetra, la Comisión incluyó en su informe 19 omisiones o faltas por parte de autoridades educativas o de la Fiscalía. Y este tipo de fallas se repetían en casos como el de la escuela intercultural Mushuk Pacari, de Quito (que estalló en octubre de 2017), donde 84 niños —de entre doce y catorce años— fueron abusados por su profesor; o el del Colegio Réplica Aguirre Abad, en Guayaquil, donde las familias de decenas de niños de entre seis y ocho años denunciaron (a mediados de 2017) abuso sexual por parte de cuatro profesores; o la denuncia registrada en el Colegio La Condamine, en Quito, en el caso conocido como ‘El Principito’, donde un niño fue abusado por su maestro de educación física en 2014. 

Cuando me pidieron que escribiera esto tuve mil pensamientos, en fracciones de segundos, a la vez: recordé la historia y todo lo que significó. Pensé que vale la oportunidad para no permitir que se olvide a aquellos que pervirtieron la palabra maestro y usaron su posición para abusar de los niños que les fueron confiados. 

Y que sirva de pretexto, además, para decir que, aunque la ola de denuncias públicas que se dieron entre 2017 y 2018 —provocada por el caso Aampetra— ya no revienta con tanta fuerza, el abuso sexual sigue presente en nuestro sistema educativo. Algo sobre lo que no debemos dejar nunca de poner la lupa. 

Según cifras oficiales, entre enero de 2014 y febrero de 2023 —es decir, en nueve años—, se receptaron 4.715 denuncias de abuso sexual dentro de escuelas y colegios: en las aulas. El 89 % de las víctimas son mujeres y el grupo más vulnerable son las niñas y los niños de entre ocho y catorce años. 

No debemos pensar que esta herida ya fue cerrada; menos aún, bajar la guardia. Solo en los dos primeros meses de este 2023, se registraron 85 casos, dentro de escuelas y colegios.

En el caso Aampetra, el miedo que el profesor implantó en la mente de sus víctimas fue su principal arma para hacerles daño. “Las amenazas nos las guardó aquí y cuando queríamos hablar, era como se activaban. ¡La voz de él siempre estaba aquí!”, me dijo una de las niñas, mientras señalaba con furia su cabeza.

Su violador les había dicho que era pandillero, que sabía dónde vivían, dónde trabajaban sus papás y que, si hablaban, ordenaría enseguida a sus amigos pandilleros que les hicieran daño. Los niños hacían peripecias para ocultar los moretones que su profesor les causaba cuando los golpeaba, se alejaban de sus padres, se ensimismaban en sus mundos; pero cuando se miraban al espejo, solos, lloraban.

Con el tiempo, comenzaron a decir que no tenían ganas de ir a la escuela, poniendo pretextos tan ‘incomprensibles’ como que les apretaba un zapato o tenían frío. Cuando la Policía dio con la casa del violador, él había escapado, pero en el allanamiento encontraron los cedés de pornografía con carátula de temas de Ciencias Naturales, que él les hacía ver a los niños para mostrarles lo que les ocurriría. “Él arruinó nuestra niñez”, me dijo una de sus víctimas. Cuando lo apresaron, el profesor se había teñido el cabello, tratado de cambiar su imagen. Hasta hoy, cumple su condena. 

Las dos niñas con las que hablé esa noche lluviosa de hace seis años, me dijeron que soñaban con trabajar por los derechos de los niños, que tenían la esperanza de ayudar, alguna vez, a alguien que estuviera viviendo lo mismo. Entonces, se me ocurrió preguntarle a una de ellas, si conociera a un niño que está pasando eso, qué le diría. Y me contestó:

—Que hable. Que las amenazas son solo amenazas, que el miedo existe solo si se acepta que existe. Que siempre va a haber una persona que le va a creer, que no se quede callado. Y a los padres: que, si llegan a ver un cambio en sus hijos, no siempre es ‘la edad del burro’. Cuando hay un cambio, debe haber algo más.  

Después de eso, sentí que no quedaba por decir nada más. 

En el diccionario de la RAE hay veintitrés acepciones para la palabra maestro, pero de todo eso me interesa apenas una frase: “Persona que enseña”. Creo que, aunque a primera vista podría parecer una definición simplona, no debería entenderse a un maestro como esa persona que apenas enseña que dos más dos son cuatro, cómo se conjugan los verbos en pretérito pluscuamperfecto, o que Guaranda es la capital de Bolívar.

Un maestro debería ser guía, ayudar a entender, a cuestionar, a pensar. Su enseñanza debería ser una enseñanza para la vida y, además, debería ser quien cuida y quien protege, no quien causa la herida. 

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