Cultura urbana

Arnulfo y Jackie Chan, los compañeros de un periplo en bus

Revista Bagre
Ilustración: Manuel Cabrera.

Ir a la sierra siempre supone una especie de desquite; desquite contra el ruido, desquite contra el calor, contra la algarabía, contra ese afán desmedido que tenemos los costeños en las calles de llegar primeros.

Y no hay mejor ventana para verlo que la de un bus de transporte interprovincial, lugar desde el cual se puede ver eso y mucho más: una ciudad envuelta en un espeso smog, del que sobresalen rascacielos que hace tiempo le faltaron el respeto a las alturas.

También se observa el paisaje lacustre de Durán, con casas de caña y algunos canoeros aprovechando la creciente fluvial. 

Aunque resulta insoportable oír a todo volumen a Jackie Chan decir aquello de “hostia, tío, lo habéis matao”, es un buen síntoma de que el bus sigue con su itinerario inalterable. La próxima parada es Durán, su terminal. 

Este cuenta con unos 20 andenes, lugares en donde “acoderan” buses que van de Guayaquil y otros que llegan de todo el país. 

Esta pausa obligatoria permite a los viajeros aprovisionarse de tarrinas de chaulafán o seco de pollo, de hornado o de tallarín, cuyo costo no supera el dólar y medio. 

No faltan los que ofrecen audífonos para defenderse del dialecto de Chan y cargadores portátiles que, por lo menos, servirán durante las horas que perdure el viaje. Mañana, quién sabe. 

Hay allí tres buses estacionados. Pertenecen a las cooperativas Baños, Mariscal Sucre y Zaracay. 

“Bajo tu amparo nos acogemos, santa madre de dios”, reza un letrero grande en uno de ellos.

La parada no dura mucho, casi nada. 

El panorama

Por varios kilómetros, el panorama en el parterre central es el mismo: un árbol se clona como si fuera la figura repetida de algún álbum. 

Me pregunto: qué nombre tiene, y en seguida pienso en que mi abuelo lo sabría. 

Hoy sabemos cuántos gigas tiene una memoria pero desconocemos cómo se llama el árbol que tenemos enfrente.

Pronto la vía Durán-Boliche será un muestrario verde oscuro de árboles y plantas de todo tipo, sobre todo de banano, aunque también de arrozales, cacaoteras y maizales. 

No cabe duda, el invierno ha hecho un buen trabajo. 

Los cultivos de plátano verde y banano copan gran parte de la geografía de la Costa. Allí donde terminan estas plantaciones comienza la Sierra, con sus sembríos de papa, mora y cebolla. Video: Isabel Hungría.

Son casi las 09:00 de un domingo nublado y algo friolento (21 grados a la sombra), que se ofrece como una especie de anticipo de la serranía. 

Aunque aún falta mucho para que la orografía se encumbre, el paso por El Triunfo es una señal de que hay que mascar chicle para la altura. 

Un cartel verdiblanco indica que Bucay está a 38 kilómetros, Pallatanga a 75 y Riobamba a 165. 

Falta mucho para llegar al destino fijado, pero el bus se encargará de devorar la distancia. 

A las 10:00 el clima cambia; ha quedado atrás el emblemático río Bulu-Bulu -aquel de las inundaciones-. 

La transición

La diferencia entre los ríos de la Sierra y de la Costa es notable; los primeros están poblados de piedras; los segundos, de barro. 

Entonces recuerdo las palabras de un geólogo al que entrevistaron en un diario. 

Dijo algo así: el terreno en la Sierra es rocoso; en la Costa arcilloso, por eso el terremoto de Pedernales se sintió con mayor fuerza en Guayaquil que en Quito, a pesar de que había menor distancia entre el epicentro y la capital. 

El río Verde y la neblina se hacen presentes de a poco, sin mucho espesor. 

Cumandá, aunque pertenece a la provincia de Chimborazo, de serranía solo tiene la neblina. 

En el bus la película gana en intensidad; hay muertos, heridos, y gritos que devuelven al pasajero más desprevenido a la realidad: estoy en un transporte público, de modo que en cualquier momento podría cantar algún gallo metido en un cartón. 

El cielo cada vez parece más al alcance de la mano; la cordillera es un tapiz accidentado en el que aún no se divisan las parcelas serranas y sus fértiles terrenos. 

El guía turístico y agricultor

Revista Bagre. Pallatanga.
La transición entre la Sierra y la Costa empieza cuando la neblina se apodera de la atmósfera. Su espesor no es siempre el mismo, pues depende de la timidez o del vigor del sol. Fotografía: Isabel Hungría.

El pallatangueño Arnulfo, compañero de asiento, entabla un diálogo del que fluye mucha confianza, como si fuéramos dos viejos conocidos. 

Hablamos de las virtudes de la fritada y del choclo, comida típica de Pallatanga; también de sus orígenes y de la posibilidad, casi siempre certera, de que, estando en la Sierra lo confundan con costeño, y estando en la Costa, con serrano. 

“Mis padres eran de Pallatanga”, comenta tan gustoso que se explaya en disquisiciones históricas sobre el origen del nombre Pallatanga y su antigua pertenencia al cantón Colta, hasta el 13 de mayo de 1986, cuando se “cantonizó”. 

Los paisajes y los tapetes en distintas tonalidades de verde son parte del atractivo de la zona. Fotografía: GoRaymi.

Según él, el nombre nació de la fusión de dos nombres indígenas, Palla y Tanga, tal cual como la leyenda de Guayas y Quil. 

Don Arnulfo tampoco ahorra palabras para decir que su comida favorita es el sancocho de costilla de cerdo con arvejas y guineo, y que en las noches de Luna el frío es tan intenso que debe combatirlo con una taza de limonada caliente y echarse a la cama. 

De la Costa ya no queda ni el mínimo vestigio. Se siente la altura como un peso más en la mochila, pero eso no es problema cuando se escucha hablar a alguien de su tierra con amor, metro por metro, cerro por cerro, árbol por árbol. 

-En Pallatanga sembramos frejoles, tomates, pimientos y moras. Ahorita ha de ir viendo, ya ha de estar la feria al lado de la vía-, comenta don Arnulfo. 

Con gente así dan ganas de ser turista toda la vida y, además, se aprende gratis. 

Las ventanas del bus sudan pero no de calor sino de frío. Don Arnulfo sigue explicando los atractivos de su tierra, como las cascadas, de la cual hay una enorme, como a 40 minutos, aunque su acceso es complicado. 

Hay otras más pequeñas a las que sí llegan con facilidad los turistas. 

Este viajero se dedica a la agricultura, por eso habla con autoridad de la vegetación, del clima, del trabajo diario y hasta del río Chimbo, aquel que, asegura, divide Chimborazo de Bolívar y sobre el cual se yergue majestuoso el puente Sal si puedes, una estructura enorme de metal representativa de la zona. 

“Recuerdo que cuando estaban construyendo el puente Sal si puedes, el arco estaba por la mitad, se veía a las personas como mosquitos. Cuando terminó su construcción nos trajeron de la escuela a desfilar delante de Velasco Ibarra”, recuerda el hombre, lo suficientemente mayor como para haberlo vivido. 

Envuelto en recuerdos de admiración por el “Gran ausente”, quien sí se preocupó por los agricultores, según él, me involucra en sus diálogos con la mirada.

– ¿A usted no le da soroche, verdad?- pregunta.  

-No siempre- le respondo. 

“Talvez usted sufre de la presión. Pero aquí todavía no es alto, niña. De Pallatanga para arriba, sí”, me dice, y agrega que si uno camina cuarto de hora para arriba hace bastante frío y que diez minutos para acá abajo “hay limón, naranja y mandarina, todos cultivos de la Costa”. 

-¿Cómo conducen los conductores de los buses?- aprovecho para preguntarle.  

-Parece que han mejorado un poquito porque en este tramo había muchísimos accidentes-, responde. 

Un tramo difícil

Las montañas cubiertas de vegetación pueblan la Sierra. El paisaje, con su paz bucólica, invita al viajero a despojarse del estrés y relajarse. Video: Isabel Hungría.

Por un momento me desoriento. Metida en el bus a veces se pierde la noción del espacio porque el paisaje es el mismo por ambos costados: casas encogidas, como con frío, al pie de los cerros ataviados del mismo color. 

A las 10:50, con tres horas ya de recorrido, arribo a Pallatanga. He viajado lo suficiente como para hacer conciencia de la altura. 

Sé que de aquí para arriba es peor, grandes cuestas hasta la Loma de Navas, desde donde se puede ver al abuelo de los Andes, el Chimborazo. 

Estamos a una hora y diez minutos de ese lugar, aproximadamente. Eso es lo más alto que hay que atravesar, luego de la Loma de Navas el bus va a bajar otra vez. 

El descenso desde el pueblo de Pangor, ubicado a unos 20 minutos, me pondrá más tarde en contacto con la laguna de Colta, otro atractivo de la zona. 

Entonces pienso que para las personas del altiplano, la Sierra empieza en Pallatanga, y que para las de la Costa la Sierra empieza en Bucay. 

Fritada, choclo y chalinas

La fritada con choclo me espera. Una jovencita sube al bus y ofrece estos dos manjares, pero en realidad se trata de chicharrón. De todos modos, me llevo el sabor típico de Pallatanga en las tripas y en la memoria. 

Son las 11:21, ni un minuto más. El bus arrostra el ascenso, sorteando cada curva en medio de una neblina que parece anunciar fuego en alguna parte. 

Todo se mueve al vaivén del carro. Siento como si mi cabeza quedara por un lado y el cuerpo por otro. 

Y los burritos, y los trajes, y las chalinas y los anacos y las bayetas… No hay duda, estamos ya en la Sierra. 

 

Allí no hay contacto con nada, solo con pasajeros cuyas miradas se encuentran entre sí. No hay señal telefónica, por tanto no sabemos cuánto habrá de temperatura afuera, ni en qué coordenadas nos hallamos ni a cuánta altura sobre el nivel del mar estamos.

Y entonces se arremolinan en la cabeza otras preguntas: ¿cuántas personas pasaron por esta vía -la Panamericana- cuando era de tierra y el único medio de transporte era el caballo? 

¿Manuela Sáenz subió por aquí cuando volvió de Lima? ¿La misión Geodésica también atravesó estas cumbres? 

Una especie de vacío existencial invade el ambiente en este tramo del viaje. 

Pienso en las casitas que, tachonadas de ponchos tendidos en los cordeles, van quedando a un lado del camino y surgen más preguntas: ¿quiénes viven ahí, qué comen, cuándo compran, cuánto gastan, cómo se trasladan, tienen luz, tienen agua…? ¿Conocen el mar? 

El verdor de las montañas ha quedado atrás. El paisaje se ha tornado marrón, pero su belleza continúa intacta. Video: Isabel Hungría.

Colta y la Balbanera

A las 12:30 pasamos Colta, comunidad en donde nació lo que hoy es Ecuador. 

Allí llegaron los conquistadores, en su mayoría de Extremadura, región en donde veneran a la Virgen de Balbanera. 

Cuando llegaron a esta zona se hallaban rodeados por los hombres de Rumiñahui, pero, estando así, el volcán Tungurahua erupcionó y atemorizó a los bravos indígenas que huyeron despavoridos. 

Agradecidos con el favor, los españoles levantaron, en 1534, la primera Iglesia católica en suelo ecuatoriano, es decir, la Balbanera. 

Llegando a Riobamba el chicle ha perdido todo su sabor. 

La llamada Sultana de los Andes goza de aire puro y tiene, tras de sí, el mérito de haber sido cuna de la primera Constituyente del país. 

Fue allí en donde se firmó la primera Constitución, allá por 1832, luego de nuestro divorcio de la Gran Colombia. 

El cielo tiene ganas de llover, pero no, el sol se impone. 

Son las 13:46 en Alobamba, la atmósfera se atiborra de vaquitas. 

Veinticuatro minutos después llego a Ambato, mi destino, la ciudad de los tres Juanes (Juan Montalvo, Juan León Mera y Juan Benigno Vela). Allí me espera el pan. 

La ciudad de Ambato y de fondo el coloso Tungurahua. Fotografía: Living Ecuador Travel.

El obispo español José Pérez Calama (1740-1793) enseñó a los ambateños, con grandísimo esmero, a preparar el famoso pan de Ambato, para deleite de todos los ecuatorianos y de esta guayaquileña.