Decía el más célebre de los poetas norteamericanos, Walt Whitman: “la fe es el antiséptico del alma”. Proverbial o no, su frase recoge la pulsión religiosa de cada una de las almas que cada Viernes Santo atiborran el barrio Cristo del Consuelo, en el suroeste de Guayaquil, para agradecer o suspirar milagros en un recorrido que abarca veintisiete cuadras, desde la calle Lizardo García y la A hasta el sector del Cisne 2.
Apoteósica. Enorme. Colosal. Todo eso es la procesión del Cristo del Consuelo. La primera de ellas, cuyo trazado comprendía diez cuadras menos, convocó a dos mil peregrinos, y surgió en los albores de los años sesenta por iniciativa del padre colombiano Gerardo Villegas, cuando la geografía del suburbio de Guayaquil estaba tachonada por casas lacustres levantadas sobre el estero.
Lo que empezó como una iglesia de caña
La imagen del Cristo del Consuelo evoca al Cristo del Perdón del Palacio Real de Segovia, a quien los padres claretianos, misioneros españoles que arribaron a Guayaquil, consagraron la iglesia homónima.
Hoy, este templo ubicado en la parte meridional de la ciudad no es ni el lívido reflejo de lo que un día fue: una pequeña ermita de caña guadua construida por los misioneros y por cada uno de los vecinos a los cuales les fue inoculado el Evangelio.
Podría decirse, con estos antecedentes, que en el Cristo del Consuelo se hizo carne la célebre frase bíblica: “hijos, no tengo más que darles, solo cielo y barro, lo demás lo hará Dios y el Espíritu Santo”.
En efecto, la iglesia del Cristo del Consuelo actualmente mide alrededor de 150 metros cuadrados y en su decoración incluye mármol, vitrales y lámparas de cristal.
Alfonso Reyes, vicario de la parroquia, columbra el motivo por el cual esta procesión se hizo popular y comparte, con una brizna de estupor, la anécdota: “Durante la primera romería, en 1960, un señor al que las piernas no le funcionaban quiso cargar la figura del Cristo del Consuelo pero no le fue permitido. Él insistió, se introdujo entre quienes transportaban la imagen, soltó las muletas y caminó sin ellas. ‘Milagro, milagro’, gritaron quienes pudieron verlo. Eso fue como un bombazo”.
La devoción del contacto
La procesión del Cristo del Consuelo se ha ido constituyendo en un evento multitudinario, de ahí que cada Viernes Santo congregue a cerca de quinientos mil feligreses, convirtiéndose así en una de las más importantes de todo el país y de América en general.
Sentado sobre una banca de madera, el padre Alfonsito relata, con un acento que serpentea entre el colombiano y el español, que a menudo los devotos llevan consigo al santuario artículos que alguna vez les sirvieron de apoyo, como muletas y sillas de ruedas. La iglesia, sin embargo, se niega a recibirlos porque no es depositaria de “trofeos”, de modo que, mediando diplomacia, transmite a las familias un mensaje poco comprendido: “guárdenlos como recuerdo”.
Este padre colombiano, próximo a convertirse en nonagenario, es escéptico sobre los milagros que se le atribuyen al Cristo del Consuelo, aunque no es lo suficientemente categórico para expresarlo.
“Se curaron sencillamente, o consiguieron un trabajo, y la gente lo atribuye al Cristo, que porque oraron o hicieron una promesa. Suerte, buena suerte, o como quiera que sea, ahora la gente, por su religiosidad, atribuye su logro a un favor de Dios. Eso ya es de cada persona, el hecho es que al hacerla (la procesión) a lo largo de décadas (sesenta y tres años), se volvió una tradición, pero atribuir cualquier favor a un milagro… no es que neguemos esa posibilidad, pero…”.
Al delegado de la Iglesia católica le sorprende además la “impropia costumbre” que tienen los feligreses de tocar las imágenes religiosas.
A esta arraigada tradición le endosa una teoría: “En Ecuador, Perú y Bolivia el 70 % de la población es indígena, por eso tienen la devoción del contacto”. Lo dice porque miles de devotos trajinan por tocar la imagen, pues consideran que a través del palpamiento el milagro será concedido.
El padre Alfonso lleva setenta años pregonando su fe —nueve de ellos en la Iglesia Cristo del Consuelo— un oficio que le ha llevado a comprender a quienes tocan las imágenes o se mortifican, aunque lejos esté de avalar estas prácticas.
“Las imágenes no se exponen en el templo porque las vuelven una porquería, sino que se colocan en una vitrina para que las respeten porque (los feligreses) tienen la devoción del contacto: tocan la imagen y se tocan ellos. Pasan velas, frotan el vidrio, raspan, rasguñan. Yo soy colombiano y allá no se tiene tanto eso”.
A la mortificación le dedica también varias frases: “Hoy la sicología diría que eso es masoquismo, no sadismo porque el sadismo es contra otro. No me atrevería tampoco yo a calificarlo así porque el masoquismo es sentir placer al herirse. Esa es una anormalidad, no puedo calificarla de masoquismo, pero hubo un pensamiento muy antiguo de que eso complacía a Dios. La mortificación, el que los feligreses se autoflagelen para purgar sus culpas, es muy rara. Aquí en Ecuador; la Santa Narcisa de Jesús, en Nobol, lo hizo. Allí se conservan todos sus instrumentos de tortura: correas, cilicios, mallas con púas. Esta mujer participaba, según ella, en la Pasión de Cristo”.
Los jóvenes ahora comulgan con piercing
Hoy la figura del Cristo del Consuelo no es disputada por hombros fervorosos debido a que una carroza se encarga de trasladarla, pero como la fe de muchos es ineluctable un grupo de voluntarios, subidos en una plataforma, recoge las imágenes para rozarlas con el Cristo, en medio de cientos de policías que avanzan a empellones para custodiar la imagen.
“Antes había el problema de las cuerdas, porque esta es la ciudad de las telarañas”, dice el padre Alfonso en alusión a los cables que se desparraman por los cielos de todo Guayaquil y que hoy, al menos por las calles donde transita la procesión, duermen bajo la calzada.
“Hasta hace poco había que llevar horquetas para levantarlas y dar paso a la procesión”, agrega el párroco, quien se muestra sorprendido por los cambios que ha experimentado su congregación.
Esbozando una sonrisa, nos da un paseo por la iglesia mientras va narrando algunos hechos que pudieran causar urticaria a algunos miembros de su culto.
—Los jóvenes se confiesan menos, vienen en menor cantidad y algunos comulgan con un piercing en la lengua; ¿podrán comer así?
Destaca entonces la devoción de los adultos cuando dice que “las personas de mediana y mayor edad asisten a misa por convicción, mientras que los más pequeños lo hacen porque acompañan a sus padres, y los jóvenes por otros incentivos —se refiere a las jóvenes—”. Entonces irradia una sonrisa pícara.
Así, sin embozo, se muestra el sacerdote de la más famosa iglesia de los pobres, erigida hace varias décadas sobre el manglar guayaquileño y apuntalada y rediseñada, a lo largo del tiempo, por sus más leales devotos, incluidos aquellos que se mortifican, tocan las imágenes, creen en los milagros o se esfuerzan por hacerlo.
Y es que la procesión del Cristo del Consuelo es ya una manifestación cultural que ha trascendido el espacio, el tiempo y la fe.