Las calles de Quito son un hervidero de vida, con sus cafés acogedores, sus puestos de empanadas de verde y su gente apresurada.
Me siento en una plaza del centro histórico, observando el flujo constante de madres que pasan, empujando cochecitos, llevando niños de la mano, hablando en teléfonos celulares mientras mantienen un ojo vigilante en su prole jugando. Mientras las observo, pienso en la sociedad y sus construcciones: se ha encargado de hacernos pensar que el amor materno está presente en todas las mujeres y que, incluso, existe un instinto maternal.
Sin embargo, ¿cabe la posibilidad de que más bien sea una máscara que la sociedad espera que las mujeres se pongan cuando se convierten en madres?
Estas ideas vienen a mi mente como un río que no se detiene. A la par, sigo mirando extasiada a las madres que me rodean. Cada una de ellas es un mundo aparte, con su propio conjunto de experiencias, creencias y emociones: ¿podemos realmente esperar que todas ellas se ajusten a un molde de amor maternal preestablecido? ¿No sería más justo y realista permitirles sentir y expresar su amor de la forma que les resulte más auténtica?
Les invito a que abramos nuestras mentes y nuestros corazones a las sorpresas, los desafíos y las revelaciones. Porque, al final del día, todas las grandes exploraciones empiezan con una pregunta.
“¿Dónde están mis hijos?“
Llegan a mis oídos los ecos de una historia, una leyenda tallada en la piel de América Latina. Es la historia de La Llorona, una mujer seducida y abandonada por un hombre que le dio dos hijos. En un acto de desesperada venganza, ahogó a sus inocentes en un río, hijos de un padre que la rechazó. Pero el remordimiento la perseguía, y ahora, convertida en un fantasma condenado, busca a sus críos cerca de ríos, lagos y manantiales. Una figura etérea, una sombra de su antiguo yo.
Esta leyenda, transmitida a través de la tradición oral, es contada a los niños en el Día de los Muertos en México y en otros países de Latinoamérica. Sin embargo, La Llorona no es única en su dolor, pues en las antiguas mitologías griegas, Medea compartió un destino similar, abandonada y vengándose, mató a sus hijos.
La Llorona es una figura atemporal, que se encuentra en la raíz de nuestro ser colectivo, la madre todopoderosa, creadora y destructora, a menudo asociada a la diosa Cihuacóatl de la cultura mexica.
Cuando los españoles llegaron con la cruz en una mano y la espada en la otra, decididos a subyugar y convertir, incrustaron sus creencias y tradiciones en la tierra de las culturas indígenas.
En este proceso, una antigua deidad, La Llorona, la madre todopoderosa, la Cihuacóatl, fue devorada y remodelada. El rostro de esta deidad se desvaneció, para dar paso a uno nuevo, uno con los rasgos dulces y serenos de la Virgen de Guadalupe.
Pero la dualidad de la antigua deidad no podía ser representada por una sola figura. La madre destructora encontró su lugar en la figura de la Malinche, la traductora y concubina de Cortés, la madre “chingada” que se convirtió en el chivo expiatorio de la derrota indígena.
Esta figura de traición se mezcló con la leyenda de La Llorona, con la Malinche asumiendo su papel, los mexicanos convirtiéndose en sus hijos y Hernán Cortés en el hombre que la toma y abandona.
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En las obras de la primera y segunda generación de muralistas, la Malinche se convirtió en el ícono de la maternidad. Un ejemplo de esto es el mural “Cortés y la Malinche” de José Clemente Orozco, en el Colegio de San Ildefonso en la Ciudad de México. En este mural, Cortés la retiene, mientras su hijo yace a sus pies, muriendo.
La Malinche, la bella india, la Llorona, la patria, se convierte en la mujer desaparecida, la madre que pierde a sus hijos y, sin embargo, sigue siendo la que sostiene a los hombres.
La Llorona, como figura emblemática en la cultura latinoamericana, encapsula una dualidad fascinante. Como madre, su papel se extiende a ambos extremos del espectro moral: la madre buena, cuidadora y protectora, y la madre mala, destructora y temida.
Este mito, sin embargo, es más que una mera historia de terror para niños. Es un espejo de los conflictos y tensiones culturales en torno a la maternidad. En una sociedad que venera a la madre, donde la figura de la Virgen María es tan central, la madre buena es valorada y protegida. Pero esta misma sociedad también teme y castiga la madre mala, aquella que no se ajusta a los estándares de cuidado y amor incondicional.
La Llorona simboliza la angustia de la maternidad y el miedo a la pérdida, pero también es un recordatorio de que la maternidad no es siempre una experiencia de amor y sacrificio. También puede ser una fuente de dolor, rechazo y violencia. En su desesperación, La Llorona desafía las expectativas sociales y revela la presión y las demandas contradictorias que a menudo se imponen a las madres.
Su historia nos revela que la maternidad, como cualquier experiencia humana, no es ni completamente buena ni completamente mala, sino una compleja mezcla de ambas.
La Llorona es un ejemplo de cómo la sociedad enmarca y juzga la maternidad, y cómo esto puede ser tanto una fuente de apoyo como de presión para las madres.
Esta figura arquetípica invita a considerar que la maternidad es una experiencia única y personal, y que las madres son individuos con sus propios sentimientos, deseos y miedos. Así, La Llorona perdura en la cultura popular, en el imaginario colectivo, resurgiendo una y otra vez en canciones y películas.
¿Existe el instinto maternal?
El sol se está poniendo sobre la ciudad de Quito, y yo estoy sentada tomando un café en un centro comercial, rodeada de gente que conversa animadamente. En una mesa cercana, una joven madre juega con su hijo pequeño, sus risas llenan el aire. No puedo evitar preguntarme, al observar esta escena tan común y cotidiana: ¿es este amor maternal algo innato en todas las mujeres, una parte integral de su naturaleza, o es una construcción social que hemos perpetuado durante siglos?
Esta pregunta me ha llevado a explorar el libro de Elisabeth Badinter, “¿Existe el amor maternal?”. En él, la filósofa francesa desafía las ideas convencionales sobre el amor maternal y argumenta que este no es un instinto innato, sino una construcción social.
Las palabras de esta autora me resuenan con una fuerza particular. Badinter desmantela la idea de que el amor maternal es una reacción automática y necesaria al embarazo y al parto. Argumenta que esta noción de amor maternal, como un instinto innato, es una simplificación excesiva de una experiencia humana profundamente personal y variada.
Mientras miro a esta madre y a su hijo, analizo las implicaciones de las palabras de Badinter. ¿Cómo nos ha afectado como sociedad la adhesión a esta idea de amor maternal como algo automático e innato? ¿Cómo ha influido en las expectativas que tenemos de las madres, en la presión que sentimos las mujeres por ser madres y amar a nuestros hijos de una manera específica y prescrita?
Badinter apunta a la historia como una forma de desafiar nuestras suposiciones arraigadas y cita de manera textual lo que sucedió en Francia: “1780: El lugarteniente de policía Lenoir constata no sin amargura que sobre los veintiún mil niños que nacen por año en París, apenas mil son criados por sus madres. Otros mil, privilegiados, son amamantados por nodrizas en la casa paterna. Todos los demás pasan del seno materno al domicilio más o menos lejano de una nodriza a sueldo”.
Termino mi café y pienso en todas las madres que conozco, en todas las formas en que han demostrado su amor por sus hijos. Algunas de ellas sienten un amor apasionado e inmediato mientras que otras han luchado con sentimientos de desconexión y ansiedad. Algunas madres encuentran la maternidad profundamente satisfactoria, mientras que otras encuentran la experiencia desafiante y a veces desgarradora.
Ser mujer no es sinónimo de ser madre. Y no todas sueñan con que les digan #FelizDíaMamá pic.twitter.com/zGxs8Xbo2V
— Bagre Revista Digital (@BagreRevista) May 13, 2018
Me levanto de mi asiento y camino de regreso a mi casa, con la mente llena de pensamientos. No todas las madres aman de la misma manera. Y eso está bien. Porque el amor maternal, al igual que cualquier otra forma de amor, es un sentimiento humano. Es incierto, frágil e imperfecto. Y eso es precisamente lo que lo hace tan profundamente hermoso y real.
Desafiando las creencias convencionales
Atravesemos la densa selva de los conceptos para adentrarnos en el misterio del corazón de la cultura. Aquí, la investigadora Cristina Palomar Verea, en su texto científico “La maternidad historia y cultura“, nos revela su punto de vista: la maternidad no es un “hecho natural”, sino una intrincada construcción cultural, amamantada por las normas que nacen de las necesidades de un grupo social específico y de una época definida de su historia. Palomar considera que:
Nos encontramos en un laberinto de discursos y prácticas sociales que edifican un imaginario complejo y poderoso. Al centro, dos conceptos atemporales: el instinto materno y el amor maternal. Ellos son los pilares que sostienen este inmenso edificio cultural, la maternidad, que se levanta imponente en el horizonte de cada sociedad.
En ese escenario, cualquier fenómeno que parezca contradecir la existencia de estos elementos es rápidamente silenciado, apartado y tachado de “anormal”, “”amoral”, desviado” o “enfermo”.
El eco de Rousseau en el Siglo XXI: reflexiones sobre la naturaleza femenina
Las calles de este siglo y las del XVIII no parecen tan distantes cuando los ecos de Jean Jacques Rousseau aún reverberan en las páginas de un libro moderno, “Bésame mucho”, del pediatra Carlos González . El autor concluye que “las mujeres actuales tienen una inclinación genética, espontánea, a permanecer junto a sus hijos”. Por esta razón, considera que las madres que se ven “forzadas” a dejar a sus hijos ya sea para ir de compras, porque tienen que ir al trabajo o deciden tomar vacaciones con su pareja deben sufrir ansiedad, porque nos dice el Dr. González “los genes siguen estando ahí y la mayor parte de las madres nota su efecto”.
A la par Rousseau, ese pensador tan evolucionado de la ilustración, sugería en su obra “Emile”, que la mujer estaba destinada a ser madre, que su misión principal en la vida era cuidar de sus hijos. Esta era su naturaleza, decía, esa especial naturaleza femenina que hacía a la mujer responsable de la maternidad. Y la naturaleza, como todos sabemos, tiene su propia voluntad.
Las palabras de Rousseau aún resuenan, como una canción antigua que nunca dejamos de escuchar:
Su visión de la mujer la relega al mundo de la naturaleza, en contraposición al hombre, a quien se le atribuye el mundo de la cultura, manifestación que considera propia de su esencia.
Es como si el tiempo se hubiera detenido, como si estuviéramos atrapados en un bucle, repitiendo las mismas notas una y otra vez. La naturaleza femenina, la maternidad como destino, las mujeres relegadas al cuidado de los hijos. Y aunque el mundo ha cambiado, aunque las mujeres han avanzado, el eco de Rousseau parece no desvanecerse.
El #DiaDeLaMadre es la respuesta de los grupos conservadores al avance del feminismo en México (1922).
— Bagre Revista Digital (@BagreRevista) May 11, 2019
La idea no es cancelar la celebración del día de la madre, sino reflexionar sobre el estereotipo de que una mujer no es plena si no es madre.
“Para parir he nacido” pic.twitter.com/gxF8YJsG4p
¿Qué pasa con las nuevas generaciones?
¿Recuerdan cuando el retrato familiar clásico era una estampa de padre, madre e hijos? ¿Cuando la madre se quedaba en casa, el padre era el centro y los hijos, los accesorios indispensables de ese cuadro tan particular? Aquel modelo, el de nuestros abuelos, parece desvanecerse como niebla en la luz del amanecer. Hoy, las siluetas en el lienzo están cambiando, evolucionando al ritmo de nuestras mentalidades.
Los millennials y los Z, esas generaciones de jóvenes independientes, soñadores y emprendedores, están redefiniendo el concepto de éxito y felicidad. El matrimonio, el trabajo estable, ya no son suficientes. Quieren ser sus propios jefes, viajar, vivir experiencias. Y en ese escenario, un hijo puede parecer una limitación.
¿Es mejor? ¿Es peor? No tengo esa respuesta. Solo sé que es diferente, y que es un reflejo de quiénes somos hoy. Y mientras nos miramos en ese espejo, tal vez debamos preguntarnos: ¿qué veremos en él, mañana?
Maternidad y autodeterminación: una elección. No un instinto
En este tablero de ajedrez social, hay una pieza que se mueve con sutileza pero con decisión: la maternidad. Pero no la maternidad como mera función biológica, sino como elección consciente, deliberada. La mujer que decide ser madre no porque su cuerpo o la sociedad se lo exijan, sino porque su corazón y su mente así lo desean.
Y aquí, el concepto del “instinto materno” parece tambalearse. Si la maternidad es una elección, ¿dónde queda ese llamado irresistible de la naturaleza que nos impulsa a procrear? Quizás, en lugar de un instinto, deberíamos hablar de un deseo, un anhelo que puede estar presente… o no. Una mujer puede sentirse plena en su carrera profesional, puede encontrar la felicidad en una tarde de lectura o en un viaje al otro lado del mundo. Y todo ello, sin renunciar a su esencia femenina.
La maternidad ya no es un destino inevitable, sino un camino posible entre muchos otros. Y cada mujer debe tener el derecho de elegir cuál quiere recorrer. Porque al final, no es la maternidad lo que nos define como mujeres, sino nuestras decisiones, nuestras pasiones, nuestra capacidad de amar y luchar por lo que creemos.
En este mundo en constante cambio, la maternidad por elección es una bandera de libertad y autodeterminación. Y ese, quizás, es el instinto más poderoso de todos: el instinto de ser quien realmente somos.
Por un #DíaDeLaMadre donde quien sea madre lo sea por elección. No por imposición social o familiar. Menos por violación.
— Bagre Revista Digital (@BagreRevista) May 9, 2021
No todas soñamos con ser madres. Y está bien. pic.twitter.com/Q6kVS7fphU