María José fue en su adolescencia parte de la banda de guerra del colegio Hispano, aunque no por decisión propia. Fue obligada. Tenía condiciones para serlo: era alta y delgada, dos requisitos que ningún integrante de la cuadrilla podía eludir. Tocaba el tambor y estuvo presente en cuanto desfile hubiera, allá por los años ochenta, cuando pertenecer a una banda de guerra era el sueño cumplido de muchas jóvenes.
María Leonor también integró la banda de guerra de su colegio, el 28 de Mayo, pero en los años noventa. Su experiencia como tamborera, sin embargo, fue tan corta que no alcanzó ni siquiera a tomarse la foto para el recuerdo.
Un día, sin que le dieran ninguna explicación, fue expulsada de la banda. Ante ese hecho, María Leonor se dedicó a elucubrar durante algunos días. No entendía el motivo de su salida. Pasó revista entonces, casi cronológicamente, a su comportamiento durante los días que estuvo en la banda: llevó su uniforme de manera prolija, tocó el tambor con la pasión de cualquier novata, y fue puntual en los ensayos y en el único desfile que participó.
Poco tiempo después supo el motivo de su exclusión: la rectora había dado la orden de que sacaran a todas las gordas del grupo musical. “Dan mala imagen” había dicho.
María Leonor sospechaba el motivo por el cual había sido proscrita, no obstante necesitaba certezas. Sus compañeras de baqueta —Raquel, Norma y Martha, con evidente sobrepeso— también habían sido expulsadas. Convertirse en bastonera para ella, era impensable. Ni siquiera lo intentó.
María José aún conserva la fotografía que atestigua su paso por la banda de guerra. En ella lleva unas botas que cubren medianamente sus tobillos, un uniforme cuya falda corta deja al descubierto los pilares de sus muslos; y una boína cuyo aire marcial le otorga una estampa seductora.
María Leonor, en cambio, solo preserva de esa época la expresión de su instructora cuando le pidió con el rostro adusto que se retirara del ensayo y dejara el tambor en el aula de música.
¿Bandas de paz?
Con el nacimiento de las antiguas civilizaciones de Mesopotamia y Egipto surgieron los primeros ejércitos regulares, los cuales contaban entre sus filas con músicos guerreros que portaban rudimentarios instrumentos, cuya finalidad era elevar la moral de los combatientes, intimidar al enemigo y ordenar el despliegue de la tropa.
Ese espíritu de combate se fue diluyendo a lo largo de la historia en las bandas de guerra y así llegaron a los colegios en donde se convirtieron en un aditamento de los desfiles en los cuales las mujeres también fueron integrándose.
El 16 de noviembre del 2018, el Ministerio de Educación del Ecuador decretó el cambio de nombre de “bandas de guerra” a “bandas musicales estudiantiles” o “bandas de paz”. Ese cambio, sin embargo, solamente se ciñó a lo nominal, a lo baladí, a lo superficial. Como muestra de aquello está el vestuario de quienes hoy desfilan, que sigue teniendo el afrecho castrense característico.
“El tambor es un instrumento inherente a todas las culturas ancestrales, pero por alguna razón a las mujeres nos fueron excluyendo”, manifestó en una entrevista para diario El Mundo, Ubaka Hill, afamada percusionista afrodescendiente.
Así como Ubaka, miles de mujeres descubrieron el poder de la percusión y lograron resignificar el tambor. La guayaquileña Johanna Chévez es una de ellas. “A nivel latinoamericano expresarse a través de la música ha sido la respuesta ante la violencia que vivimos las mujeres, las diferentes comunidades, las poblaciones LGBTIQ+, las niñeces y las adolescencias”, asegura.
No hay que perder de vista además que los seres humanos nos gestamos en el rítmico y sonoro vientre materno.
“Escuchar y sentir el pulso del corazón lleva inconscientemente al recuerdo de ese ritmo corpóreo, de ahí que tocar o escuchar un tambor despierte poderes de sanación, un profundo sentido de pertenencia, optimización cerebral y cognitiva, y estados de conciencia expandida”, coinciden los expertos. Es por ello que el uso del tambor en celebraciones y en prácticas de sanación es considerado un fenómeno transcultural —atraviesa varias culturas—.
Resignificación del tambor
Johanna Chévez es directora e integrante de la colectiva Batambá, un espacio de mujeres y disidencias en proceso formativo y de deconstrucción. Para esta activista los centros educativos deben hacer una revisión de los estereotipos de género porque instrumentalizan el cuerpo de la mujer y es a partir de allí que se generan y se ratifican inseguridades en las adolescentes sobre cómo deben lucir.
Batambá ayuda a sostener la Batucada Popular, en la cual la niñez y la adolescencia son las auténticas protagonistas. Ambos espacios formativos, Batambá y la Batucada Popular, apelan a la defensa de los derechos humanos. “Nos complementamos con cada uno de los tambores, nos sentimos como un solo puño. Sentimos que somos una sola voz. En las batucadas buscamos que nuestros espacios se conviertan en lugares seguros”, matiza Johanna.
Los tambores de Batambá no son de madera sino de metal. Fueron elaborados por las propias comunidades barriales de la Batucada Popular: Sergio toral, Isla Trinitaria, Socio Vivienda y Suburbio.
—Nuestro trabajo es en territorio, pero si en alguna comunidad se registra una balacera no hay cómo entrar allí durante los próximos quince días —explica Johanna.
En total son cinco comunidades, cada una con entre veinte y treinta integrantes. Batambá estuvo un tiempo en el Guasmo (al sur de Guayaquil), pero a partir de la crisis carcelaria en la Penitenciaría del Litoral se desencadenó tal violencia que hasta ahora no puede ingresar a este sector.
En total Batambá y la Batucada Popular suman alrededor de 120 tambores. Un tambor de madera cuesta generalmente noventa dólares, mientras que uno de metal cuarenta, de ahí que los artesanos de las comunidades pudieron elaborar dos tambores por el precio de uno.
La palabra Batambá viene de “batucada” y de “tamba”. La tamba es un cinturón que se utiliza para sostener una máquina que elabora tejidos en las comunidades indígenas, y los tambores son sujetados también por una tamba.
—Estamos tejiendo estos feminismos en las comunidades, todos, todas, todes; la lucha es en torno a nuestro derechos, a través de los tambores y el acuerpamiento —matiza la activista.
Para Johanna, la batucada es un espacio de expresión en donde sus integrantes se sienten seguros. ¿Qué ganamos?, se pregunta retóricamente.
—Que se abran porque desde la batucada han hecho visibles sus miedos, su identidad sexual o su diversidad. Ven nuestras luchas que no solo abogan por los derechos de las mujeres sino que han ido trascendiendo frente a la violencia sistémica, por ello estamos permanentemente protestando, visibilizando la violencia.
Ran rataplam tantarán…
La batucada es un ritmo brasileño de influencias africanas que se caracteriza por su estilo repetitivo y su ritmo acelerado. Si bien la batucada ingresó a América a través de Brasil, en este país ha tenido una función exclusivamente comunitaria.
En España, Argentina y Chile, los grupos de batucada son habituales en las protestas sociales donde cada vez encuentran mayor asidero, sobre todo entre las mujeres.
De hecho, en Latinoamérica la batucada feminista empezó a articularse en Argentina porque la lucha por la despenalización del aborto orilló a varios colectivos a tomar algunas estrategias de difusión y visibilización. Es decir, el uso del tambor en las marchas no es una iniciativa antojadiza. Además del poder de sanación que proporciona, permite que las luchas sean visibilizadas.
La batucada está conformada generalmente por instrumentos de percusión, pero cada uno tiene un nombre distinto: el repique —instrumento agudo—; el bombo —más grave y grande—; los “fondos” o “tambores graves” —que sirven de acompañamiento— y el redoblante —también grave pero que se toca a un ritmo más acelerado—.
Además hay otros instrumentos que se han integrado a la batucada por el brillo que proporcionan. En Brasil existe por ejemplo la campana agogó, cuyo sonido permite que el ritmo de la batucada no sea tan monótono, mientras que en Ecuador, ciertas batucadas, como la esmeraldeña, incluyen el guasá, un instrumento de percusión ideófono de la cultura afro, elaborado con un trozo de guadua hueca de unos treinta centímetros de longitud. El guasá es construido por mujeres y a mano.
Es habitual que en cada protesta se rompan entre dos y tres parches porque (las tamboreras) se emocionan y le dan con todo. En el rubro de mantenimiento el gasto puede ser oneroso: un parche cuesta entre 15 y 20 dólares; las baquetas alrededor de cinco dólares —las más económicas— y entre ocho y quince dólares unas de mejor calidad. Los mazos más grandes suelen ser elaborados artesanalmente por las propias integrantes de la batucada, con palos de escoba, fómix y cinta aislante.
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La batucada resiste desde todos los espacios, sin que nadie se sienta acosado, discriminado o impelido a cumplir exigencias que van en consonancia con cánones de belleza, nacionalidad, raza u orientación sexual.
María José fue puesta inopinadamente en una banda en la que no quería estar. Actualmente tiene 56 años, y le encantaría volver a sentir los latidos de un tambor, hoy con consciencia de que lo hará con un fin: la reivindicación de los derechos.
María Leonor, a sus 47 años, disfruta de la batucada, y aunque observa de lejos los tambores, sabe que puede volver a tocar cuando desee con el mismo entusiasmo que le imprimió a la banda en la que tuvo una participación más que efímera.
* Algunas de las fotos de la presente edición pertenecen a la colectiva Batambá y fueron tomadas de su página de Facebook. La persona que aparece en primer plano, en la ilustración principal de este artículo, ya no forma parte de la colectiva.
Después de una entrevista con Johanna Chévez, el 7 de mayo, publicamos “De la banda de guerra a la batucada. ¿Por qué no fui bastonera?”. Para elaborar la ilustración que acompaña la nota, pedimos, en dos ocasiones, fotografías a la entrevistada🧵 https://t.co/hibtXeXQ3v
— Bagre Revista Digital (@BagreRevista) May 12, 2023