Nadie sabe a ciencia cierta quién llevó ese huevo a la finca de doña Eudocia Ramón una tarde en la que el viento que bajaba del sur —probablemente de la parroquia Molleturo— anunciaba lluvia, frío y se veían inusuales cuadrillas de aves de todo tipo buscando refugio entre las ramas de los árboles de cacao.
Según Gonzalo Ibarra, el campesino más antiguo entre la peonada y hombre de mucha sabiduría, fueron varios huevos los que llegaron esa tarde en un canasto de parte de un pariente lejano desde Manabí; sin embargo, solo uno tuvo feliz desenlace, solo uno no terminó en almuerzo o desayuno, pero no gracias al destino o a los buenos deseos de alguien, no…
Fue gracias a una gallina, de las muchas que hay en una finca de Naranjal y que no había puesto huevos hacía mucho tiempo. Tal vez por eso decidió “empollarlo” con el calor suficiente y el tiempo necesario hasta que, roto el blancuzco cascarón, pudiera alegrar sus días con su pío, pío, aunque, en este caso, lo que le escuchó fue un extraño y distanciado… “cuá, cuá”.
Seguramente sorprendida por la fisionomía de su cría, doña gallina optó por hacerle un detallado escrutinio visual… Y no, definitivamente no se parecía a ninguno de sus congéneres y menos a ella, de fino pico y patas con dedos separados, de plumas algo alborotadas y cresta carnosa y roja. El recién nacido, además, movía el rabo a cada paso que daba, como si se ventilara él mismo con gran entusiasmo para hacerles frente a las calurosas tardes invernales.
Pese a ello, pese a esa notoria diferencia, como si estuviera “consciente” de que el patito podía morir a picotazos en medio de las otras aves de corral que no terminaban de aceptarlo y que en varias ocasiones lo agredieron, decidió cobijarlo bajo sus alas blancas y prodigarle protección ante las amenazas de propios y extraños.
Hubo tardes, incluso, según consignan los otros peones de la finca, que patito y gallina pasaron juntos aun cuando el llamado a comer maíz llegaba a cuatro voces. Ambos establecieron una relación que fue más allá de una mutua simpatía. Se sintieron madre e hijo y, como tales, se dieron afecto y compañía, calor y permanencia. De esto pueden dar testimonio no solo los peones sino toda persona que visitó la chacra de Naranjal.
Hoy en día, sea por el lugar que fuere, ya sea en medio de las huertas o picoteando el maíz mañanero, transitando zanjas o compartiendo la soledad de la campiña, escarbando la tierra húmeda o buscando solaz entre las sombras, andan juntos, sin separarse ni un solo instante; incluso, ante la dificultad del patito de encaramarse a las ramas o a las cañas del gallinero para pasar la noche, doña gallina ha preferido dormir a ras de tierra junto al que ha aceptado como fruto de sus entrañas.
Lo que nadie pudo prever, ni siquiera los peones de añeja sabiduría como Gonzalo Ibarra y Aníbal Figueroa, es qué iba a pasar el día en que el patito, consecuente con su condición anfibia y semiacuática, le diera por darse un largo chapuzón en cualquiera de los dos ríos que circundan su territorio y quiera que su compañera de toda la vida lo acompañase en la faena y no solo eso, sino que, como madre, le enseñara todo lo referente al agua.
Cuando el día caluroso aquel llegó y el patito enfiló hacia las riberas del estero Payca, el de menos profundidad y anchura, doña gallina estuvo tentada a darse un chapuzón, pero reconsideró sus ímpetus y se conformó con ver cómo su hijo adoptivo daba rienda suelta a su natural comportamiento en medio de las prístinas aguas del serraniego estero. Ambos han hecho concesiones en aras de una convivencia casi antinatural.
Nadie puede asegurar que pato y gallina continúen viviendo tan juntos por mucho tiempo más; nadie puede afirmar tampoco qué será de ellos cuando uno de los dos deba formar una familia con los suyos de verdad… Lo cierto es que, por ahora, mientras el viento frío siga llegando desde el sur, mientras haya espacio para los dos, ambos seguirán dando ejemplo de un extraño amor entre las demás especies de la finca.