Circo. Esa colorida palabra de cinco letras evoca diversión, risas, entretenimiento; padres apuntando con el dedo para que sus hijos miren al payaso caer de la pelota playera; oír la ovación cuando el trapecista salta para sujetar al compañero que liberó la cuerda tendida desde el techo de lona.
En otros casos trae a la memoria la intimidante fuerza del hombre musculoso que levanta pesas sin despeinarse, o los escalofríos que provoca mirar a la mujer que incrusta espadas a lo largo de su tráquea como si se trataran de tallarines.
Circo: altibajos de emociones en medio del aroma de algodón de azúcar, o del canguil que suena al masticarse cuando los niños empuñan su bolsa de golosinas.
La Real Academia Española quita lo divertido a la voz Circo y la define como “edificio o recinto cubierto por una carpa, con gradería para los espectadores, que tiene en medio una o varias pistas donde actúan malabaristas, payasos, equilibristas, animales amaestrados, etcétera”.
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Para Christian Guerra, el espectáculo circense tiene otro significado: “es una forma de vida que te permite ser feliz y hacer feliz a la gente”, dice entusiasmado.
A lo largo de 15 años este quiteño ha vivido aciertos y errores para convertirse en un experimentado trapecista. Cris, como también lo llaman, tiene 29 años, pero su delgada fisonomía y tenue barba oscura le dan unos siete años menos. El muchacho se dejó envolver por este mundo casi sin darse cuenta.
“Ha sido un viaje maravilloso”, refiere.
Tenía 14 años cuando ya formaba parte de los voluntarios de la Cruz Roja Ecuatoriana.
“Siempre me ha gustado la labor humanitaria; estar en contacto con la gente”, cuenta emocionado.
Una de las labores del voluntariado era impartir clases de primeros auxilios y educación sexual. Ese trajín lo llevó a conocer en 2007 a los artistas Matías Vermari y Tania Sánchez, quienes impartían clases circenses en el proyecto denominado Circo Social, de la Unidad Patronato Municipal San José.
Christian se sintió cautivado por la destreza física que implica esa categoría. Trató de registrarse, pero tuvo que esperar seis meses para entrar. Antes de cumplir los 15 años, el joven se integró al equipo del Circo en el grupo de aéreo, junto con sus “panas” Darío Simbaña, Richard Quintana, José Toapanta y Camilo Garzón.
Christian comenzó su formación en las artes circenses; después siguió con danza, ballet y gimnasia. La atracción que sentía por estudiar Arquitectura se desvaneció al adentrarse al trapecismo; comprendió que era algo que quería hacer de por vida. Su madre, Guadalupe Guerra, y sus abuelos Luis Guerra y Célida Aguayo, estuvieron de acuerdo con la decisión del chico, a cambio de que culminara el Bachillerato.
“Ellos siempre fueron abiertos conmigo, pero exigían que hiciera las cosas bien”, reflexiona el trapecista.
La vida de Cristian comenzó a correr a mil por hora. Por las mañanas, de 08:00 a 12:00, recibía clases en el Circo Social, en el “patio chiquito” de una instalación ubicada en las calles Chile y Benalcázar, en el centro de Quito, donde ahora funciona la planta central del Patronato San José. Después se movilizaba en bus hasta Quitumbe, al sur de la ciudad, para trabajar en soldadura con su papá, como llama a su abuelito Luis, quien lo hizo su aprendiz desde los ocho años. Con el dinero que recibía, pagaba los pasajes, golosinas y los materiales para las clases. Luego salía al colegio Alexander Von Humboldt, donde estudiaba el Bachillerato en el horario nocturno, de 18:00 a 22:00.

La carpa cayó a los pies del vicepresidente
Cuando culminó el Bachillerato, Christian trabajó en eventos en el parque Itchimbía y en el proyecto “Sucre Viajero”, del Teatro Sucre, que se ejecutó entre 2006 y 2017 con la misión de llevar espectáculos artísticos. Con este programa, el chico recorrió algunas localidades de Pichincha, como Calderón, Chavezpamba, Pomasqui, Puembo, San José de Minas, Pintag y otros.
Los sueños de Christian parecían consolidarse. Recibió la propuesta de formar parte del Circo Social con el programa gubernamental “Sonríe Ecuador”, liderado por la Vicepresidencia de la República, a cargo del artista Julio Bueno, bajo el padrinazgo del Cirque du Soleil de Canadá.
La propuesta consistía en rescatar a niños y jóvenes en situación de vulnerabilidad. Los organizadores ofrecieron a Christian y a otros 20 jóvenes convertirse en formadores de formadores, pero nada de eso ocurrió. Cumplían largas jornadas de capacitación en las que recibieron técnicas de circo aéreo, malabares, equilibrio, acrobacia, pero el proyecto fue perdiendo fuerza.
El plan tenía previsto inaugurar circos en cuatro ciudades: Quito (Pichincha), Guayaquil (Guayas), Cuenca (Azuay) y Tena (Napo). Sin embargo, la Contraloría General del Estado auditó el proyecto entre el 1 de enero de 2011 y el 31 de julio de 2016. Examinó los recursos destinados a su funcionamiento, que ascendieron a los 10 millones 958 mil 280 dólares.
El informe de auditoría fue aprobado el 3 de mayo de 2017 y detectó varias irregularidades. Entre estas destaca que la Vicepresidencia contrató la producción de un programa de televisión sobre el circo; el producto fue entregado, pero nunca se difundió.
El proyecto también contempló la cooperación de los municipios de Quito, Guayaquil, Loja, Tena y Cuenca. Sin embargo, los municipios de Guayaquil y de Loja no recibieron el presupuesto, mientras que el de Quito —a cargo del alcalde Augusto Barrera, en esa época— recibió un millón 800 mil dólares para la adecuación de un terreno municipal donde se colocaría el circo, lo cual nunca sucedió. La Contraloría determinó que el Municipio capitalino devolvió al Gobierno 500 mil dólares y aún faltan por justificar por lo menos un millón 300 mil.
Además se detectaron irregularidades en la contratación de equipo deportivo que se concedió, sin ser probado, a las provincias donde se ejecutaría el plan. También hubo irregularidades en la contratación e instalación de las carpas, que tuvieron deficiencias estructurales. Conjuntamente, se entregaron solo dos y con retraso. Esto provocó que los sistemas técnicos de audio, iluminación, cortinaje y comunicación no tuvieran lugar donde ser almacenados, por lo que permanecieron en bodega 497 días, hasta que fueron transferidos a otras entidades.
Christian presenció los tropiezos de este plan de gobierno durante la inauguración de uno de estos circos en Cuenca. Él y otros jóvenes que eran parte del Circo Social notaron que la carpa estaba mal ensamblada y aunque alertaron de la situación, no les hicieron caso.
“Durante la presentación del espectáculo, una fuerte lluvia rompió la carpa y cayó el agua en los pies al vicepresidente (Lenín Moreno)”, recuerda el artista.
En Loja también hubo tropiezos. El toldo de lona que se instaló en las calles Ricardo Bustamante y Pedro Anzuares, una zona de fuertes vientos, fue tan deficiente que un ventarrón tiró la estructura. Al final, el espectáculo se presentó en el Coliseo Ciudad de Loja, sin que se haya empleado la estructura circense propuesta por el programa.
“Y ahí se quedó la carpa, en ruinas”, asegura Christian.

A semaforiar en Brasil
“En Ecuador al mundo de los circos no se le toma en serio”, dice el trapecista con decepción.
La mala aplicación de los circos sociales es una prueba de la afirmación de Christian. El coraje que le generó esa experiencia, lo canalizó para ser un mejor profesional. A sus 22 años, armó maletas y realizó los trámites para ingresar a la Escola Nacional do Circo, ubicada en la Praça da Bandeira, Zona Norte de Río de Janeiro, en Brasil.
La competencia era fuerte: había 10 cupos para 60 postulantes extranjeros, Christian no hablaba portugués y tuvo que hacer una audición y pruebas durante seis meses. A pesar de todo, el chico fue seleccionado. Tres años después culminó sus estudios y para pagarlos se colocó en las esquinas de la avenida Bandetra, Maracaná y Villa Isabel y se dedicó a semaforiar.
Ganaba alrededor de 25 dólares diarios, pero no eran suficientes. El alquiler de una habitación compartida, donde había literas con un baño y una cocina, costaba 150 dólares mensuales. Al mismo tiempo, debía pagar los almuerzos que valían alrededor de cinco dólares diarios.
Si bien fue un periodo duro, para Christian Guerra culminar la carrera con una Especialidad en Artes Circenses fue una de las mejores experiencias en su vida.

El llamado del circo
Sofía Isabel Domínguez Barahona también está convencida de que las artes circenses son algo más que un entretenimiento.
“Significa desplegar con el cuerpo y con el alma habilidades que no todos pueden desarrollar. Es una pasión”, reitera.
Sofía, quien trabaja con Christian en el Circo de Luz Quito, programa social impulsado por el Patronato San José, imparte la cátedra de Teatro y Clown. Tiene una licenciatura en Artes Escénicas por la Facultad de Artes en la Universidad Central, además de contar con talleres de clown. Su formación es la base para impartir clases en el proyecto del Patronato. Esta mujer pequeña, delgada, con pelo ensortijado y mirada festiva, no pierde la emoción al contar su recorrido en el arte del entretenimiento.
Su trayectoria artística comenzó a los 15 años con clases de ballet en Metrodanza, a las que asistía en las tardes, mientras culminaba la secundaria en el Colegio Manuela Cañizares. Después estudió por un año Ingeniería Agronómica, en la Facultad de Ciencias Agrarias de la Universidad Central, pero se dio cuenta de que no era feliz en esa preparación.
“Entendí que la especialidad de Agronomía mira a la naturaleza como un cepito de dinero”, cuenta.
Surgió una disyuntiva: no quería dejar las artes escénicas, pero sus padres no estarían de acuerdo con que interrumpiera la Universidad. A pesar de la desaprobación de Miriam Barahona y Jaime Domínguez, sus progenitores, Sofía se inscribió en la Escuela de Teatro. Antes de iniciar el año lectivo, la maestra trabajó como guía en el Museo Interactivo de Dinosaurios.
“Ahí confirmé que me gusta estar frente a la gente”, advierte.
El enojo de sus padres no duró mucho. Ellos vieron a su hija convencida, en una carrera que le apasionaba. Se convirtieron en sus admiradores y acudieron a todas las obras de teatro en que participaba.
Sofí en el fondo sabía que sus papás iban a aceptar su decisión porque, después de todo, pertenece a una familia de artistas. Su bisabuelo, Marco Antonio Barahona, fue un actor que trabajó de la mano del comediante Don Evaristo; su hermano Simón es escritor y hace guiones para Educa, un programa de televisión a cargo del Ministerio de Educación; su hermana María Fernanda es bailarina y profesora del Instituto Nacional de Danza, donde imparte danza contemporánea; y André, su otro hermano, estudió producción musical.
Sofía terminó la carrera en 2009 y se graduó en 2010, con una hija de cuatro meses en brazos. En medio de las ocupaciones como madre primeriza, participó en talleres para clown. Quedó fascinada.
“La mayor parte de la gente ve al mimo como el payasito de bus. Eso debe cambiar”, comenta.
Así que aceptó encantada la propuesta de trabajar para el Circo de Luz del Patronato San José, porque espera que sus alumnos vean en este arte la posibilidad tanto de crear proyectos artísticos, como de alcanzar un ingreso en grandes cantidades y que den trabajo a los demás.
“Ser clown es más que detenerse frente a los semáforos en luz roja. Puede ser un espacio de entretenimiento a gran escala”, enfatiza Sofía.

Una escuela bajo la carpa: el Circo de Luz
“Ecuador no es un país referente de circos. Muchas veces, el público prefiere acudir a espectáculos gratuitos, sin valorar el esfuerzo de los artistas. Para que los ciudadanos decidan pagar por funciones, deben ofrecerse presentaciones de calidad. Es por ello que el Circo de Luz plantea formar a profesionales en estas artes”, explica Rosalía Puebla, jefa de la Unidad de Jóvenes en el Patronato San José, quien charla desde las instalaciones de este circo, en el Parque Bicentenario, al norte de la ciudad, localidad donde operaba el aeropuerto Mariscal Sucre.
—¿Cuál es la función del Circo de Luz?
—Comenzó hace 10 años como proyecto de Circo Social, pero cambió de nombre. Los chicos que asisten van de entre 18 y 35 años, de población vulnerable y de alto riesgo. Ahora, como Circo de Luz se trabaja con nueve talleres: acrobacia, danza aérea, clown, teatro, títeres, magia, danza contemporánea.
—Los chicos buscan en este espacio una instrucción formal. ¿Qué encuentran aquí?
—Hemos realizado gestiones para que tengan una educación reconocida. Ahora, ellos cuentan con un certificado avalado por la Cámara de Artesanos. Esta es una opción para que los jóvenes trabajen en sus tiempos libres y, más que nada, hagan de esto una profesión para eventos, más no de la calle porque eso ya sería una mendicidad camuflada.
—¿Cuántos son los beneficiarios?
—Son mil 200 chicos quienes siguen los cursos por ciclos cada tres meses. Pero ellos, si lo prefieren pueden seguir especializaciones.

—Circo de Luz también contempla asesoría psicológica. ¿Cuál es su finalidad?
—Tenemos problemas de depresión. Hay un alto índice de adolescentes que han perdido sus trabajos. Dentro del área de psicología se tiene previsto que para este año se realicen charlas de sensibilización que lleguen a 15 mil jóvenes de diferentes colegios en Quito.
—¿Cuál es el nivel de calidad que exigen los maestros?
—La formación es exigente. Queremos que haya artistas de calidad. Ellos tienen como referencia el Cirque du Soleil y nosotros por eso los estamos capacitando, porque no queremos que den espectáculos mediocres. Los talleristas son profesionales, vienen del exterior con una gran formación. Hay personal capacitado y eso estamos inculcando. Si sacamos un espectáculo que sea de calidad.
—¿Cómo seleccionan al personal?
—Los talleres son gratuitos pero los aspirantes deben tener entre 18 y 35 años; cumplir con un estandarizado y con horas de asistencia. Llenar una ficha de inscripción, una carta de compromiso para cumplir las normas del Patronato San José dentro de la jefatura de jóvenes. Entre los requisitos tienen que presentar la copia de la cédula, la papeleta de votación, certificado de vacunas. Presentan los documentos y miran los horarios y qué talleres tienen que seguir, porque son clases de bastante esfuerzo físico.
—¿Cuál es el público del Circo de Luz?
—Es de todas las edades, pero a nivel del municipio participamos en casi todos los espectáculos de seis jefaturas entre las que están Adulto Mayor Sesenta y Piquito, Habitantes de Calle, niñez, jóvenes y discapacidades. Los artistas también colaboran con instituciones como Ministerio de Trabajo y de Educación, Dirección Nacional de Policía Especializada para Niños, Niñas y Adolescentes (Dinapen), para combatir los índices de alcoholismo y drogadicción.
—¿La gente valora el circo?
—La gente no valora el circo. Solo hay un referente de un espectáculo de payasos, pero queremos ir más allá. Lo que estamos haciendo es darles las herramientas a esos chicos para que puedan salir formados y conseguir un trabajo. Algunos han hecho sus organizaciones. Muchos se han unido a trabajar en diferentes empresas y otros generen sus medios de vida.

Una pasión al máximo
En 2019, Christian Guerra regresó a Ecuador convencido de forjar la cultura de circos en el país, pero al llegar tuvo otra sorpresa: su título obtenido en la Escola Nacional do Circo no pudo ser avalado por la Secretaría de Educación Superior, Ciencia, Tecnología e Innovación (Senescyt).
“Eso demuestra que hay poco interés en estas especialidades”, señala el trapecista indignado.
A pesar de esto, pocos meses después lo contrataron para dirigir el proyecto del Circo Social de Loja, cargo que desempeñó durante dos años. Más tarde, gracias a las buenas referencias de su trabajo, fue invitado a unirse al proyecto Circo de Luz, en Quito. Ahora, como maestro de malabarismo, Christian se propone formar a personas para que abran espacios de entrenamiento desde un ángulo formal.
Una de sus alumnas, Sarahí Rendón (22 años) cree en la propuesta de este maestro circense. Ella lleva tres años de formación en el Circo de Luz. Comenzó en el taller de danza, pero después le llamó la atención el taller de aéreo y malabares. Las destrezas que inculcó Christian a ella y sus compañeros le permitieron pisar escenarios en el parque La Carolina, Calderón, el Teatro Capitol y México.
Sarahí lleva su pasión al máximo. Sufrió dos lesiones por una condición de hiperflexia (tendones muy flexibles) y aun así se mantiene activa, aprendiendo las artes circenses.
“Pisar un escenario es una de las sensaciones más hermosas. Es lo único que importa”, justifica la chica.
Christian Guerra, por su parte, tiene muy clara cuál es su misión como formador del arte del circo en Ecuador:
“Mi objetivo en el país es cambiar y crear una Escuela de Circo profesional”.