El calvario del Jesús de Tumbes

viacrucis jesús
Ilustración: Gabo Cedeño.
José Luis, lejos de lavarse las manos, hizo el casting que luego le haría compartir escenarios con Barrabás, Poncio Pilatos, Judas y María Magdalena.

Al profesor José Luis Alburqueque Medina los años le han curtido la piel. Ha recibido patadas, azotes y escupitajos a lo largo de más de dos décadas pero nada de eso le ha hecho desistir de meterse, cada Viernes Santo, en la epidermis del hijo de Dios.

Nació el 23 de mayo de 1950 en el departamento de Tumbes, una ciudad  peruana de cien mil habitantes situada a 30 kilómetros de la frontera con Ecuador.

—Soy la persona que le ha dado vida al personaje de Jesucristo desde hace veintitrés años —dice, orgulloso, este peruano de melena rala y enjuto de carnes.

Creció en un hogar católico donde desde pequeño le enseñaron a participar en las actividades que organizaba la iglesia de su parroquia. Sin embargo, tan pronto como se convirtió en adulto, se alejó de «los caminos del señor».

Por muchos años derrochó talento en dos grupos musicales, donde tocaba el bajo. Y es que los contratos le llovían como el maná. Era 1985, una época imbricada por la eclosión de orquestas debido a la bonanza económica peruana. 

Guitarrista virtuoso, José Luis interpretaba todo tipo de música: desde rock latino —“sufre mamón, devuélveme a mi chica”—  hasta salsa clásica —“llorarás y llorarás sin nadie que te consuele”—, de ahí que su popularidad sobrepasara los muros de la ciudad donde nació. 

José Luis Alburqueque se pone la piel de Jesús de Nazareth desde hace varías décadas para escenificar la Pasión de Cristo. Fotografías: José Alburqueque.

Los tiempos del señor son perfectos

Podría decirse que a José Luis la vida le sonreía, pero en 1990 el Perú se vio asolado por una crisis económica que tocó los bolsillos de todos los peruanos. 

Recién elegido como presidente, Alberto Fujimori cambió la moneda de curso legal —el sol por el inti— y los peruanos se convirtieron de la noche a la mañana en millonarios; sin embargo, los ceros puestos del lado derecho de sus billetes no les servían para nada. La hiperinflación se apoderó de la economía, entonces vinieron la desesperación y los saqueos. 

Esta coyuntura promovió la ralentización del progreso, la quiebra de muchos negocios y, por consiguiente, la desaparición de algunas bandas. La de José Luis fue una de ellas.  

—En ese momento Dios empezó a cambiar mi vida, yo no debía estar en la música —dice Pepe Lucho, como también lo llaman, con un halo de vergüenza. 

Esta no sería, sin embargo, la peor bofetada que le propinaría la vida. En 1992 su hijo Jimmy, de 23 años, falleció de neumonía, lo que fue un parteaguas en la vida de José Luis. 

—Yo tenía más o menos 42 años. Fue terrible, prácticamente me había alejado de Dios; dejé todo, le dije a mi mamá que regresaría a la iglesia y así lo hice.

Alejado de la rumba y el hedonismo, se refugió en el colegio en donde impartía dos asignaturas que le dieron margen de maniobra para seguir en los escenarios: Educación por el Arte y Ciencias Histórico-Sociales. 

Desde esa trinchera, cuenta, empezó a escenificar acontecimientos históricos con toda la parafernalia que el buen teatro exige. 

El llamado de Dios o del teatro

Un día de enero de 1998, como tantos otros, fue a orar a la iglesia tumbecina San Nicolás de Torrentino y se enteró de que el profesor de Arte, Julio Olvera Paredes, quien se encontraba dando un taller de actuación por disposición del reverendo Juan Rebolledo, buscaba a un feligrés que hiciera las veces de Poncio Pilatos para teatralizar el viacrucis. 

José Luis, lejos de lavarse las manos, se aprendió el libreto e hizo el casting que luego le haría compartir escenarios con Barrabás, Judas, Pedro, María Magdalena, Caifás y el mismísimo Jesús de Nazareth, personificado por César Rojas. 

Como era de esperarse, dado su bagaje escénico, Pilatos pasó la prueba y empezó a acudir con puntualidad suiza a cada uno de los ensayos, pero a mediados de febrero, cuando todos los actores debían hacer una prueba en el parque central de Tumbes, César Rojas —carne y huesos de Jesús— reculó en su decisión de participar en la obra porque no había estudiado bien su papel.

En realidad, César Rojas era una especie de contador de la iglesia, por ello ocupaba gran parte de su tiempo ejerciendo su oficio de tesorero. 

José Luis se encontraba en su casa cuando recibió la llamada telefónica en la que le ofrecieron el papel más importante de su vida: 

—¿Puedes personificar a Jesús? —le preguntó Olvera. 

—Uta, hermano, ¿tú sabes lo que es eso? —respondió inmediatamente José Luis.  

—Si has vuelto a la iglesia es porque el señor te ha hecho un llamado —le replicó Olvera. Y continuó—. Ven a ensayar un rato.

José Luis narra que esa misma noche hizo la prueba de acento, aire y vocalización. 

—Entonces vine aquí a mi casa y empecé a llorar, justamente en este banquito desde donde estoy hablando contigo ahora.  

Luego vendría la reflexión:

—Señor, ¿por qué yo? ¿Por qué ese llamado? Soy pecador —se remeda a sí mismo al relatar los entretelones de su impensada elección. 

Han pasado veintitrés años desde que fue elegido como el «ungido» y en cada uno de ellos ha ido perfeccionando su técnica, de ahí que todos los años baje de peso al comenzar los ensayos y deje crecer su barba desde el mes de noviembre.  

Músico, profesor, actor y «ungido», José Luis mide 1,72 metros y pesa 152 libras. En la víspera de la presentación, sin embargo, siempre llega a las 143 libras producto del estrés. 

—Este año me rasuré la barba porque no me han notificado nada sobre el viacrucis, supongo que haremos algo pequeño en la misma iglesia. 

Jesucristo rockstar

Personificar a Jesús, sin embargo, le ha generado escozor, aunque en sus palabras no se vislumbre ningún ápice de reproche. 

La primera vez que representó a Jesucristo se le salió la peluca debido a la fuerza con la que le colocaron la corona de espinas. De todos modos se consoló al saber que los soldados romanos le sirvieron de escudo para que solo un puñado de público, el más próximo a él, se diera cuenta.

Aquella vez también tuvo inconvenientes con la barba postiza, cuya interferencia con el micrófono no le permitió decir a viva voz:

—Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen.  

En otra ocasión un espectador pisó una de sus chancletas y se fue de bruces. Los presentes, sin embargo, creyeron que esa caída era parte del libreto.

A Pepe Lucho le congratula que el calvario, cuyo trazado abarca dos kilómetros, congregue a unas dos mil personas cada año, considerando que la población de Tumbes no supera las cien mil almas. 

—Escenificamos todo lo que hizo Cristo, desde la cena, donde hago la consagración del vino y del pan, hasta el lavado de pies a los apóstoles y la crucifixión —relata.

José Luis agrega que de todo el viacrucis el episodio en el que más castigo recibe es cuando Caifás y Anás (príncipes de los sacerdotes que entregan a Jesús) lo llevan donde Pilatos y este ordena que lo flagelen. 

Aclara que los latigazos son reales y que, aunque los actores están aleccionados para propinarle golpes no muy fuertes, sí ha experimentado dolor por la virulencia con la que ha recibido algunos de ellos.  

Recuerda que en una ocasión Barrabás le dio un puntapié tan fuerte en el estómago que Olvera, el director de teatro, llamó la atención al actor. 

—Barrabás es un muchacho no tan alto. Parece que se perturbó porque todos me daban golpes y cachetadas. Tuve que aguantar el dolor, lo bueno es que tengo formación de músico, he realizado ejercicios con el diafragma y mi abdomen es fuerte.

El inventario de golpes que ha recibido José Luis es tan largo como el número de veces que ha representado a Jesús —23 ocasiones—, no obstante recuerda vívidamente el día en que recibió una sonora bofetada de Herodes —un profesor de arte que mide 1,90 metros— porque llegó a tumbarlo.

—Eso fue en 2018. Montoya personifica a Herodes y tiene manos de arquero —dice el ungido con la seriedad que asume su papel. 

A su anecdotario de guantazos se suma el que la cruz que va arrastrando durante el recorrido —cuya duración es de dos horas y media— pesa 176 libras. 

Pero nada, nada le hace mella al «elegido»; al contrario, se regocija, se sabe bienaventurado.

—Me meto en el personaje; sé lo que tengo que hacer y decir; tengo todo sincronizado.

Así va narrando cada capítulo de la Pasión de Cristo y evocando las anécdotas vividas. El clímax del recorrido llega cuando empieza la crucifixión. 

—Me amarran y me elevan. Los soldados romanos procuran no poner tan inclinada ni muy recta la cruz porque se puede venir hacia adelante y esta tiene como nueve metros de largo y cinco de ancho —matiza.  

En la cruz Pepe Lucho siente todo su cuerpo estremecer debido a las ráfagas de viento que circundan su entorno, pero él prefiere no darle licencia al miedo.

La destreza para actuar que tiene el músico devenido en Jesucristo se prolonga hasta sus manos porque la corona de espinas que lleva en Viernes Santo es elaborada por él.  

—Utilizo ramas de naranjo, a las cuales les corto las espinas en la parte interior para que no me lastimen, pero los restos de las puntas rozan mi frente y me hacen daño, aunque en realidad la sangre que puede verse en mi cabeza es anilina roja.

A sus 71 años, Pepe Lucho bien podría jubilarse, pero lo alienta el saber que en el viacrucis de Lima quien representa a Jesús tiene 78 años. 

En este tumbecino reverbera el compromiso que tiene con su personaje: ha sido uno de los pocos actores que se ha mantenido en su papel desde que empezó a escenificarse el calvario en su ciudad, por eso ha visto desfilar a decenas de soldados romanos que por trabajo o por vergüenza han dejado de pertenecer al elenco. Lo mismo ha sucedido con las jóvenes que representan a María. Una vez que se casan dejan de participar.

 —Yo he recibido latigazos, patadas, cachetadas, escupitajos y sigo aquí.

Una vez que el calvario concluye, el público brinda a Pepe Lucho gaseosas, galletas o frutas, al margen de que la iglesia invita al elenco completo a servirse un sánduche y una bebida. 

Es habitual que en ese momento el público se acerque a José Luis para felicitarlo y tomarse fotos con él. Y es que Jesús, después de dos mil años, sigue siendo una reverenciada celebridad. 

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