Máryuri Chong —31 años, piel trigueña, ojos rasgados y sonrisa de sandía— se niega a posar para la cámara, pero se entrega al diálogo sin rubor.
“No estoy arreglada”, se justifica entre los cuatro tabiques que cercan el quiosco en donde hace magia y despierta las papilas gustativas de quienes se aproximan a su parcela.
Su caseta, una suerte de carpa de circo de metro y medio por metro y medio, es una carreta de múltiples colores de donde emerge un olor a caramelo que agranda los ojos de los niños y pellizca la memoria de los adultos.
“Mami cómprame un algodón de azúcar“, dice una criatura de unos ochos años que se acerca a Máryuri en medio del zumbido de un par de abejas que han encontrado allí el néctar que las nutre.
La prestidigitadora entonces, cual maga de circo, toma una varita de madera de 30 centímetros, se acerca a la paila y mueve circularmente una mano.
Así da vida a unas telarañas rosadas que, luego de diez segundos, se transforman en una nube comestible de medio metro.
La niña observa atenta, ensancha la comisura de sus labios y da saltos como si las golosas abejas, que todo el tiempo han ignorado su presencia, quisieran aguijonearla.
Luego toma su acolchonada varita, le da un mordisco y la magia se traslada a su paladar, porque el nubarrón que ha engullido se convierte en lluvia azucarada.
Son las 16:00, el sol se ha declarado por un instante en huelga y el calor hace mella en los poros de quienes transitan por el Malecón de Guayaquil.
El proceso
Esta temperatura, sin embargo, no es nociva para la nube acaramelada que solo se desinfla cuando entra en contacto con la humedad o la lluvia.
“Lavo la olla y la burbuja cada tres días porque el azúcar de la máquina se pone chiclosa cuando llueve o se humedece”, afirma Máryuri, mientras señala la máquina donde prepara su espectáculo de ilusionismo.
Se trata de un armatoste que mide verticalmente un metro, compuesto por una burbuja, una paila y una máquina centrífuga.
El artefacto, una Whirlwind fabricada en Cincinnati, con un voltímetro y una perilla que controlan el calor, tiene un reservorio con huequitos en donde se coloca un vaso pequeño con azúcar y colorante rosado.
“¡Bruuuuuuuuummmmmmmmm…!”. La máquina se enciende y las rosadas telarañas que Máryuri esculpe se empiezan a formar. Treinta segundos después germinan tres palitos.
El algodón de azúcar es un invento italiano que data del año 1400; su preparación era rústica porque se hacía manualmente.
Ya en 1897, dos empresarios estadounidenses —William Morrison y John C. Wharton— fabricaron la primera máquina industrial, que presentaron tres años después en la Exposición Universal de París.
“Aquí usted tiene para regular la temperatura. De eso dependerá la rapidez con la que bote el algodón; si quiere más rápido mueve la perilla hasta 90 y si quiere más lento baja la perilla a 70”, indica Máryuri.
La mujer lleva tres años moviendo esos palillos devenidos en batutas, por eso sabe que si coloca el interruptor a más de 90 voltios el conato de algodón queda achicharrado.
En fechas en las que se celebran fiestas como Halloween, el Día del Niño o la fundación de Guayaquil, el tropel de mocosos la obliga a fijar la perilla en esa potencia.
Manipular la máquina
Los clientes llegan de manera espaciada a la caseta de Máryuri, pero los contratiempos no les son ajenos.
Hace dos semanas, cuando el movimiento era parecido, se lastimó un dedo al detener la caída de un niño que, en su afán de observar cómo se gesta la golosina —todos lo intentan— se encaramó en el artefacto.
La máquina, dice Máryuri, no es peligrosa pero puede lastimar las manos de quienes no saben manipularla porque la burbuja gira con fuerza.
Jaqueline, una adolescente risueña de 16 años, se acerca al kiosco y pide un algodón de azúcar.
Mientras espera el producto, se relame los labios y saca de su cartera el dólar que le hará evocar su niñez.
Ella reconoce que el pedazo de cielo que en pocos segundos tendrá en sus manos es empalagoso, pero no se exime de comprarlo “porque desde que era chiquita me gusta”.
Esta nube rosada de 220 calorías que se derrite al contacto con la saliva es una oda a la diabetes.
Hay que decirlo: sobran los estudios médicos que indican que el consumo elevado de azúcares se asocia con el sobrepeso, la obesidad, las alteraciones hepáticas, los desórdenes del comportamiento, hiperlipidemia y caries dental.
Las abejas, sus amigas
Cuando recién vine a trabajar aquí me picaban a diario”, cuenta Máryuri sobre los percances de novata que debió experimentar.
Sus manos, sus muñecas y sus antebrazos pagaron esa factura con una hinchazón permanente y dolorosa que solo pudo paliar con varias cajas de mentol.
Hoy, más diestra en el negocio del algodón y con una abeja susurrándole al oído izquierdo, sin que Máryuri siquiera la mire, dice que en invierno estos insectos se alborotan.
“Fue horrible, pero tenía que venir a trabajar; hay que ganarse el sueldo. Mis manos parecían bollos”, resalta.
A pesar del dolor que sufrió hasta hacer un pacto tácito con los insectos —no espantarlos y mantener todo limpio—, lo que más problemas le trajo en su papel de neófita algodonera fue enfundar el producto.
A golpe de práctica aprendió que debe meter el algodón de azúcar en la bolsa apenas sale de la máquina porque mientras menos aire recibe más fácil lo introduce.
La venta
Son las cinco de la tarde y el festivo remedo de carpa ha vendido 15 algodones de azúcar, una cifra que podría causar desazón si se compara con los 250 que suele vender cuando el negocio está bueno; o alivio, si la confronta con los ocho o nueve que comercializa cuando está malo el día.
El algodón de azúcar es mágico y Máryuri lo sabe, de ahí que narre un hecho que presencia casi a diario: hay niños pequeñitos que aún no hablan bien, pero farfullan a sus padres y señalan la golosina.
También ha sido testigo de la extorsión a la que recurren los niños —pataleo imparable— para que sus padres les compren uno de esos algodones de azúcar.
Máryuri también conoce cuánto puede deslumbrar un algodón de azúcar a los niños, por eso accede cada vez que un padre o una madre le pide que divida la varita y haga multiplicar la nube para sus dos hijos.
“Con dos dólares se puede comprar cuatro libras de arroz”, dice la vendedora con un gesto de comprensión.
Marcia, de 8 años, se deja seducir por las retinas y el olfato. Se acerca al kiosco, pregunta por el precio del algodón de azúcar y se da la vuelta con el rostro desencajado.
Su madre, que la espera a unos metros, la consuela porque solamente tiene ochenta y cinco centavos en su bolsillo.
Máryuri, la prestidigitadora, no puede fungir de hada madrina esta vez porque debe responder a sus jefes por cada palo que salga de la carpa y ahora no se trata de partirlo.
De todos modos, al finalizar su jornada repartirá el algodón de azúcar enfundado que decora el kiosco a los niños vendedores de caramelos. Cada vez que hace eso —todos los días—, aunque ya no esté bajo su carpa, se vuelve a convertir en maga.
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— Bagre Revista Digital (@BagreRevista) September 6, 2022
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